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Ágnes Heller, Ferenc Fehér

EL PÉNDULO DE LA MODERNIDAD

UNA LECTURA DE LA ERA MODERNA DESPUÉS DE LA CAÍDA DEL COMUNISMO

Editorial península Segunda edición 2000

1. LAS OLAS REVOLUCIONARIAS 2

LA CUARTA OLA Cómo ocurrió 11

ESTADO - CIUDADANO 35

El fin del comunismo 50

El marxismo como política: un obituario 64

Movimientos socialistas y justicia social 90

INTRODUCCIÓN: INTERPRETANDO LA MODERNIDAD MIENTRAS EL PÉNDULO OSCILA 105

Por qué la libertad es devorada por la razón —en la Historia—: relectura de Merleau-Ponty durante los días de la Revolución Soviética 154

EXPERIMENTANDO CON EL CUERPO: POLÍTICO Y SOCIAL 168

DESPUÉS DEL DESPLOME: ¿HACIA DÓNDE VA LA MODERNIDAD? 196

1. LAS OLAS REVOLUCIONARIAS

1. La primera ola: las revoluciones de dos nuuidos

El estallido de las dos revoluciones del Nuevo y el Viejo Mundo, que ha definido nuestra geografía política hasta nuestros días, tuvo lugar en una sola década. Hoy en día existe una persistente tentativa de separar la Revolución norteamericana de la Francesa, basándose primordialmente en el prejuicio (objetivamente sostenido por una gran cantidad de material histórico) de que las revoluciones se refieren a la «cuestión social», y que tienen muy poco que ver con lo que Hannah Arendt denominó constitutio libertatis, el fundamento de la libertad política. Sin embargo, esto parece ser o bien una tendenciosa mala lectura retrospectiva de los anales o bien un exceso de generalización de algunas experiencias históricas. Al menos en la mente consciente de los actores de ambas revoluciones, esas violentas rupturas de la continuidad tenían una misión primordial, quizás única: la creación de las formas modernas de libertad política, «el Estado libre». Se suponía que una vez que se hubiera hecho esa labor, la revolución estaría acabada. Fue una auténtica conmoción para los protagonistas del drama francés descubrir que las «cuestiones adicionales», es decir, las cuestiones sociales y nacionales, también debían ser incluidas en la agenda política. Además, al menos en la conciencia de los revolucionarios franceses, estas «cuestiones secundarias>< pronto revelaron ser los prerrequisitos absolutos de la libertad. Y para los radicales, le bonheur du peuple llegó pronto a ser más importante que la libertad. Este conocido volte-face, que dio lugar a la dictadura jacobina, destruyó la recién estrenada libertad política, y provocó en los ojos de la posteridad la visión de que la revolución era un ciclo imparable de luchas mortíferas y una tiranía más eficiente disfrazada de imperio de la libertad. Fue en este sentido que, en escritos históricos y en la teoría política posteriores, el cataclismo francés fue considerado corno una auténtica revolución. Simultáneamente, la fundación de la república norteamericana parecía necesitar de otra denominación, diferente de la del espantoso acontecimiento llamado «revolución». Pero este entendimiento de los terremotos políticos regularmente recurrentes es, con riesgo de ser redundante, una evidente ignorancia del deseo revolucionario primordial, que no era otro que anunciar

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la era de la libertad de los modernos. La reacción alérgica de tantos analistas modernos, al incluir «la cuestión social» en la agenda política de las revoluciones, tampoco es una garantía para la preservación de la libertad, Al no tomar en consideración el problema de la esclavitud, a la vez política, legal y social, la república norteamericana condenó durante un siglo a una considerable parte de su población a una «falta de libertad» de la peor especie.

No obstante, el reconocimiento de ta cuestión social como políticamente legítima tuvo un impacto crucial en la temporalidad de la revolución, como muy bien quedó tipificado por la metamorfosis política del ejemplo francés. A partir de un solo hecho, un punto en el tiempo, se ha creado un ciclo cuyo límite resulta difícil de ubicar. En el caso francés, la traducción de los problemas sociales al lenguaje político dio lugar a una «experimentación con el arte de gobernar» cada vez más febril, durante la cual el estado liberal inicial fue rápidamente descartado en beneficio de una moderna dictadura protototaljtarja La dictadura, a su vez, fue prontamente reemplazada por un cuasiparlamentarismo autocrático y, finalmente, por un régimen moderno carismáticopersonal

Algunas de las pertinentes y continuas preocupaciones de la historiografía han sido generadas tanto por las investigaciones persistentes sobre la duración de la vida real como por el punto de conclusión de las revoluciones 2 El término «revolución» se ha extendido gradualmente desde un ciclo o hecho aislado hasta el conjunto de la era moderna. La Gran Revolución introdujo

—con su desarrollo incompleto y su ejemplo inmortal que pide imitación, con su abundancia de nuevos problemas, política 1 Hannh Axp planteó el problema del carácter »1ibejjcjda« de la inclusión de las cos sobre sus puntos de vista en Ferenc FEHER, >‘The Parjah and the Cjtjzen’ On Arendt’s Politjcal Theoi en G. T. KAPLAN c. S. KESSLER, eds. Hannah Arendt: Thinking, Judging, Freedom Sydney-wellington LondonBoston. Allen and Unwin 1989, y en Ferenc FEHgR, ‘>Freedom and the “Social Question” (Arendt’s Theot’ of the French Revolution), 1987, núms. 1-24.

2. La audaz innovac>n mctodológ>ca del >puu rna>iun de Francois FLRET, L Révolut,o0 - De Turgot a fules [cm’, 1770-1880 (París: Hachette 1989) consiste en extender el periodo rco]ucJojjarjo más aPa de la vida natural de sus protagonistas.

mente legitimados pero nunca resueltos— el autoentendimiento de la edad moderna como un continuum de revoluciones políticas, sociales, científicas, industriales y culturales. La definición del radicalismo se convirtió en algo equivalente a la disponibilidad para continuar con el proceso permanente de las revoluciones; el conservadurismo pasó a ser el equivalente al deseo de terminar el proceso en un momento arbitrariamente establecido. Además, el respaldo a la «revolución» fue, independientemente de la afiliación política de los actores y observadores (con la única excepción de la literatura contrarrevolucionaria orgánico-romántica), equivalente a la aceptación de la modernidad, esa creación «artificial» por comparación con el antiguo régimen «orgánico».

La extensión geopolítica de la primera ola fue limitada, y, al menos en un sentido directo, los temblores del terremoto sólo alcanzaron a estos dos grandes países. Fuera de sus fronteras, como afirmó Kant, únicamente «el espectador» sufrió la sacudida. Y el espectador fue casi siempre invariablemente una élite intelectual, incapaz de llevar a cabo acciones políticas. «Europa» como un sistema, al ser transformada de una familia de dinastías en una congregación de naciones soberanas,3 se implicó en la revolución sólo en forma de guerra revolucionaria. Y dado que esta última se llevó a cabo bajo el liderazgo de un moderno príncipe carismático, la tarea principal de la revolución, que era el establecimiento de la formas modernas de libertad política, sólo podría realizarse como mucho de manera indirecta. Del legado revolucionario únicamente han trascendido a las naciones espectadoras algunos aspectos de la «cuestión social» y del problema de la soberanía nacional. En este sentido crucial, el nacimiento de la modernidad europea a través de la propagación de la revolución fue asimétrico desde el principio mismo. Solamente existe una excepción: la América española. Sin embargo, aunque el detonante fue la conquista napoleónica y el hundimiento resultante del imperio regido por la rama española de la dinastía borbónica, la rebelión republicana fue percibida por sus autores (tal y como inolvidablemente la describiera Carpentier en su obra El siglo de las luces) como el embrión de la revo 3 István BIBO, The Paralysis of international institutions and lls Remedies (.4 Study of Self-Determination, Concord Arnong the Major Powers, and Political Arbitration), London: The Harvester Press, 1976.

lución. Como tal, únicamente se preocupó de la libertad política de una élite aristocrática (hasta el punto de un completo narcisismo social).

La modernidad, ese fruto de la tormenta, heredó de la primera ola un legado importantísimo y muy problemático: la narrativa revolucionaria. El ejemplo más visible del poder de esa narrativa de amplia divulgación fue la resurrección consciente del jacobismo en el bolchevismo y su dominio sobre la imaginación política del siglo xx.4 La era moderna cubrió con rapidez el camino desde la aceptación de la permanencia de las revoluciones como un hecho hasta el postulado filosófico de la generación sintética de las mismas. Así fue como el revolucionario profesional se convirtió en un filósofo diletante, pero de gran nlluencia. Su política se basó en la filosofía, y nos prometió nada menos que la realización de las promesas de la filosofía, la conclusión de la prehistoria y la entrada en «la historia real».

2. La segunda ola: 1848

Las 1-evoluciones de 1848, que en conjunto constituyeron una cadena de agitaciones sociales a lo largo del tablero político, sufrieron un extraño tipo de autoengaño. Los proyectos que conscientemente quisieron copiar, en ocasiones con una pedantería paródica, lueron elaborados en 1789 y 1793 respectivamente según la elección del actor. Pero el curso que los acontecimientos siguieron normalmente no era otro que el de la revolución nacional y social. Incluso su dinámica tenía una simetría igual a la de un espejo con respecto al gran modelo. Rápidamente se radicalizaron en ambos polos. En el representativo caso francés, una temprana revolución radical proletaria se enfrentó en 1848 a un Lumpenproletariat prefacista vestido con el uniforme de la garde mobile. Pero incluso en aquellos países en los que la modernidad se encontraba en una etapa embrionaria, surgió un radicalismo cuasimoderno (en su mayor parte de izquierdas), del que fue un claro ejen-iplo el comunismo teórico alemán. Pero desde este estado de radicalismo, las revoluciones de 1848 die 4 La mejor descripcián la transformacjon bolchevique de la narratixa jacobina clásica es la de Tamara KO\DR 1 1hV4,

ron marcha atrás; algunas veces sólo en la forma del legado que dejaron tras de sí, es decir, hacia la admisión del liberalismo. Estas revoluciones aceptaron sinceramente la herencia de 1789, la del establecimiento de la libertad política de los modernos. Pero, en su mayor parte, los revolucionarios estaban preocupados por lo social o, en mucha mayor medida, por la cuestión nacional. Su grandeza fue un auténtico respeto hacia la libertad política; su debilidad fue hacer la política de un nacionalismo triunfante al mismo tiempo que fracasaban miserablemente en el área de la cuestión social. Detrás de los republicanos idealistas, una burguesía socialdarwinista se inclinaba a ser gobernada temporalmente por generales y dictadores plebiscitarios antes que financiar las primeras formas del Estado del bienestar, que eran los talleres nacionales fundados para los desempleados. De igual forma, en los países más retrasados, una nobleza liberal pero socialmente egoísta se inclinaba más a comprometerse con el pasado dinástico —en detrimento de la independencia nacional—, que a otorgar las más mínimas concesiones al campesinado en el problema de la tierra. La crueldad de la burguesía social-darwinista generó un tipo de radicalismo proletario en el que la libertad política apareció como una libertad fingida. La combinación de todos estos elementos dejó a la política europea una herencia explosiva y desagradable.

Las revoluciones de 1848 hicieron aflorar una contradicción sintomática de la política moderna. Por un lado, los temblores desencadenados por estas revoluciones ya estaban repercutiendo en un sistema global, en lo que entonces era considerado como el epicentro del universo político. En un sentido directo, la extensión geopolítica de la segunda ola fue mucho más amplia de lo que lo había sido la primera. Las revoluciones de 1848 no sólo influyeron en otras revoluciones, sino que también las generaron —la revolución de París, las de Viena, Italia y Hungría—. Se prometieron apoyo mutuo: París y Pest, la capital húngara, hicieron promesas a la Italia que se despertaba (promesas que luego habrían de ser traicionadas). Las respectivas buena y mala suerte de aquéllas le sirvieron a ésta de inspiración y le hicieron perder la esperanza. Los revolucionarios vieneses y húngaros observaron con talantes oportunamente variables la suerte cambiante de la Asamblea Constitutiva de Frankfurt. Todas ellas tuvieron tanto efecto sobre la Rusia zarista que su influencia fue valorada en sus círculos de poder como mani12

fiestamente subversiva. Al mismo tiempo, aunque las revoluciones se consideraban ) en la Europa Occidental no explica el porqué de que la solución de los yugoslavos de declararse a sí mismos como nación absolutamente independiente, mientras mantenían su poder interno, no haya sido ni siquiera intentada seriamente por los dirigentes comunistas nacionales (a pesar de que ciertos signos en 1987-1989 apuntaban hacia esa dirección, al menos en Polonia y en Hungría). Es del todo sorprendente, ya que éste era el comportamiento típico de la desintegración del comunismo soviético en las repúblicas (no tuvo ningún éxito en Lituania, aunque sí lo consiguió durante algún tiempo en Ucrania). También es bastante asombroso a causa de que existía una voluntad nacionalista comunista explícita (la de Ceausescu) de mantener esos acontecimientos dentro de las fronteras yugoslavas.’0 La explicación normal del abandono de esa opción es la «debilidad del comunismo». El elemento más importante, genuinamente explicativo, en este complejo fenómeno es la pérdida de la propia identidad comunista.

El ejemplo húngaro aclarará lo que realmente significa «la pérdida de la propia identidad comunista». Kádár y su equipo, que habían llevado a cabo las reformas económicas de mediados de los sesenta, habían sido socializados políticamente durante la era clásica del bolchevismo. Por consiguiente, no tenían ninguna duda acerca de la interpretación del término «reforma», que para ellos equivalía simplemente a reajuste tecnológico. Pero la generación política más joven, formada por los economistas críticos y los funcionarios de la generación de Pozsgay, se debatía entre dos ideas contradictorias. Por un lado, veían que había que promover las reformas con agresividad, emancipar el mercado, e incluso cuestionar y cambiar el carácter políticamente monolítico del Estado. Pozsgay fue el primer

10. La extraordinaria serie documental de la BBC The Second Russ jan Revolution reveló el dramático hecho de que en la reunión confidencial de los países socialistas del Este de Europa en octubre de 1989, cuando los regímenes se encontraban —tras la solemne fachada de la celebración del 40° aniversario de la República Democrática Alemana— en medio de la agonía, Ceausescu declaró la intención de Rumania de intervenir unilateralmente en Polonia para hacer frente a la °contrarrevolución de Solidaridad. Tan sólo fue frenado por el resuelto Gorbachov (quien tuvo que habérselo impedido al Stalin rumano con la intervención del ejército soviético, que por una vez se puso al servicio de la libertad).

funcionario comunista del Bloque Oriental que especuló públicamente sobre la hipotética reaparición del sistema multipartidista. Por otro lado, tenían cada vez menos claro, como personas de mente lógica, lo que en el nuevo régimen sería específicamente comunista (incluso «comunista reformista»), una vez que hubieran sido introducidos todos los cambios que habían propuesto. (Por ejemplo, ¿en qué se diferenciaría de un Estado del bienestar bajo un gobierno socialdemócrata?) Si se leen los documentos claramente narcisistas de la búsqueda de identidad de los reformistas comunistas de l988l989,1l tan sólo se apreciarán dos elementos de autoidentjfjcacjón Uno de ellos es un vestigio retórico de la Primavera de Praga, «ci socialismo con rostro humano»; el otro es una demanda, igualmente vaga, de «propiedad pública de los medios de producción» que, para muchos de los reformistas, ya no era equivalente a la propiedad estatal. En este confuso estado mental, el comunismo húngaro hizo su último esfuerzo por frenar la marca, durante mayo de 1988, cuando Kádár fue desposeído de su liderazgo, para el último congreso del Partido Comunista en octubre de 1989. Este período de menos de año y medio se caracteriza porque se dedicó incomparablemente más a las luchas internas, a maniobras y contramaniobras tácticas, maquinando con el fin de lograr nuevas posiciones de poder que nunca fueron alcanzadas, que a intentar clarificar qué defendían los comunistas en la medida en que eran comunistas reformistas. No obstante, sus líderes se comprometieron solemnemente a llevar a cabo reformas serias a través de sus negociaciones simultáneas con la mesa redonda de la Oposición)2 Los viejos partidarios, que criticaban amargamente a sus dirigentes a través de documentos desesperados y prolijos (por ejemplo, por preparar un golpe contra el núcleo

11. Un documento típico de la pérdida de la propia identidad es Uj Mdrciusi Front, 1988 (Budapest - Mozgó Hldg, 1988). Esta colección de ensayos constitue el último cartucho del esfuerzo de los comunistas reformistas en el seno del Partido Comunista Húngaro (MSZMP) y de aquellos que entonces aún veían el comunismo reformista como una alternativa significativa (aunque no fueran comunistas) para encontrar una nueva identidad.

12. Este compromiso ha sido desciito por András BOZOKI, uno de los principales políticos del grupo húngaro de los Jóvenes Demócratas, en su crónica de valor histórico, «Az Ellenzéki Kerekas7tal (Elsó) Tórténete,, (La [Primera] Historia de la Mesa Redonda de la Oposición) (en cinco entregas), Be.szé/ó, 3 de marzo al 5 de abril de 1990.

leal del partido) se encontraban, en un sentido formal, no demasiado alejados de la verdad.13 Lo único que nunca entendieron fue el carácter molieresco del informe político del Comité Central, leído por Grosz durante el Congreso de Octubre de 1989, que, por lo que a su tono general y actitud manifiesta se refiere, podría haber sido presentado, con ciertas modificaciones, durante los años sesenta, cuando el gobierno, apoyándose en su policía secreta y en un ejército extranjero, se encontraba firmemente asentado en el poder.

Cuando llegó el momento del referéndum de noviembre de 1989, el primero de los triunfos electorales aplastantes de un sector de la oposición, ni los reformistas ni los comunistas conservadores entendían ya quiénes eran, qué representaban o, respecto al calendario político, en qué período vivían. El comunismo polaco sufrió una erosión de su autoidentidad similar y paralela. Pero incluso en aquellos países (Rumania, Checoslovaquia y Alemania Oriental) en los que las dictaduras parecían ser fuertes y estar seguras de sí mismas, donde ningún discurso público presionaba sistemáticamente al partido en el poder, se puso de manifiesto a la hora de la crisis que la autoidentidad del comunismo se encontraba profundamente minada. La transición del comunismo a la socialdemocracia del tipo Saulo-Pablo ocurrida de la noche a la mañana, es considerada por muchos como un revoco de la fachada y una maniobra táctica. En cualquier caso, aunque no se tratara de un auténtico cambio de doctrina, la facilidad con que fue repintada la fachada atestigua el hecho de que, durante un largo período, los comunistas habían albergado serias dudas sobre sus propios objetivos.

El comportamiento rebelde de los miembros del partido (los miembros que tenían carné pero no formaban parte del aparato, pese a que su pertenencia al partido representaba un cierto papel respecto a su situación remuneración laboral) y el comportamiento pasivo del Ejército fueron de vital importancia a lo largo del proceso. Durante décadas, los dirigentes comunistas se habían acostumbrado a hacer caso omiso del pueblo en nombre del cual gobernaban, además de no tomar demasiado en

13. Un documento caractenstico de estas amargas queias de los ie;oS creyentes que no se daban cuenta de los drásticos cambios que tenían lugar a su alrededor es el de Lajos GLacsr, 4 Nop, Ame/e Megrengere a Orsdgot, /989. Oktobee 5-9, MSZI/IP-VISZP (Los cuatro dos que conmosieron al país .), Budapest-Agria, 989.

cuenta las opiniones de los miembros de su propio partido. Pero también aprendieron de la turbulencia posestalinista que una desatención total hacia el sentir de los miembros del partido podía perjudicarles en determinados períodos. A falta de encuestas, el único testimonio, más o menos fiable, de la opinión del partido venía, retrospectivamente, del comportamiento electoral de los miembros del mismo en las primeras elecciones libres. De los cuatro países centrales de la región, tan sólo los resultados en Alemania Oriental causaron sorpresa a este respecto. El resultado electoral del Partido Comunista de Alemania Oriental, que había recibido un rápido lavado de cara, fue de un porcentaje mayor (16 por ciento) que la proporción relativa de miembros del partido frente a los no afiliados en la nación antes de la revolución. En Hungría y Checoslovaquia, ambas cifras fueron casi idénticas (alrededor del 10 por ciento). En el caso de Hungría, si el pueblo ya había dado un crédito limitado al liderazgo Nyers-Pozsgay.Horn del MSZP (el partido sucesor del comunista que se declaraba a sí mismo socialdemócrata) y si ya no consideraba a este partido como una organización típicamente comunista, entonces, evidentemente, el número de votos comunistas es comparativamente más bajo (el partido comunista sin reconstruir, MSZMP, recibió menos del 4 por ciento). En Polonia, las primeras elecciones parciales constituyeron un desastre para los comunistas. Dos años después, obtuvieron el mismo nivel que sus homólogos húngaros y checoslovacos.

Estos datos y las conclusiones que de ellos pueden sacarse permiten las siguientes explicaciones. El grueso de los miembros del partido obviamente no estaba aún preparado para abandonarlo formalmente durante sus últimos años de poder. Un acto tan provocativo podría haber resultado peligroso, pero, lo que es más importante, para que tal éxodo político masivo hubiera tenido lugar, habría sido necesaria una imaginación alternativa, inexistente en aquel momento. Al mismo tiempo, la lealtad típica del miembro medio del partido tiene que haber estado precisamente en una Situación en la que el número de afiliados constituiría una minoría del 10-15 por ciento frente a la mayoría (el grueso del pueblo), Esta podía encontrarse dividida respecto a muchos temas pero, como suponían, le sería, no obstante, hostil en su conjunto. En circunstancias «normales», esto no hubiera sido una causa de preocupación para los dirigentes. Se imaginaban que, al estar su poder garantizado por la presencia del Ejército soviético, el apoyo del 10-15 por ciento era perfectamente satisfactorio para la dictadura. Tan sólo se llegaría a un margen peligroso en una situación tal como aquella en la que se encontró el grupo de Kádár después de la revolución de 1956, cuando durante meses su partido apenas pudo recuperar a una décima parte de los anteriores miembros del partido comunista. Es obvio que nos encontramos ante dos tipos diferentes de aritmética. En términos de los dirigentes, la situación, si bien no era buena, era aceptable. En términos de la otra escala en la que hacían sus cálculos los miembros del partido, la situación era catastrófica. Ya se encontraban acosados antes de la pérdida de poder y habían empezado a mirar más allá de la existencia del régimen, evaluando las repercusiones eventuales para ellos de una futura situación minoritaria. Una aritmética influía a la otra. Los dirigentes podían dejar de lado al pueblo, pero no podían dejar de tener en cuenta por completo a los miembros del partido, especialmente cuando una purga masiva ya no era una opción viable, y menos los arrestos masivos. El clamoroso descontento de los miembros del partido tuvo una clara expresión a través de la desobediencia pública de algunos de sus ideólogos, así como en su posterior expulsión del mismo, y en la organización abierta de clubs, alianzas, coaliciones; las facciones dentro del partido tuvieron un importante papel en el desenlace de la conferencia que éste celebró en 1988: el derrocamiento de la dirección kadarista. No fue éste un proceso totalmente endógeno. Una vez que los disidentes del país no pudieron ser mantenidos completamente en la clandestinidad, la ósmosis de las ideas subversivas desde la oposición hacia unos miembros del partido descontentos no pudo seguir siendo contenida.

El Ejército es un factor ambiguo, pero siempre de vital importancia, durante los períodos de turbulencia interna en las sociedades de tipo soviético (y tanto su ambigüedad como su importancia se hicieron completamente patentes en el golpe soviético de agosto de 1991). Las premisas tácitas para las consideraciones de los dirigentes sobre los modos de utilizar las fuerzas armadas en caso de emergencia interna deben haberse producido de la siguiente forma. El Ejército nunca podía ser un instrumento directo para reprimir rebeliones. No se podía confiar más en un ejército de reclutamiento obligatorio que en el pueblo en su conjunto, siendo la única diferencia que una insu bordinació

civil podía castigarse mediante la pérdida del empico o penas leves de prisión mientras una sublevación en el Ejército podía penarse con la horca o el fusilamiento Por tanto, las unidades paramilitares del Ministerio del Interior y de la guardia del partido, milicias obreras, etc., tenían asignada la misión de terminar por la fuerza con las rebeliones eventuales, las manifestaciones y demás. La tarea principal del Ejército era proveer una sólida fachada de lealtad y subordinación, desalentando «con su presencia» —como en otros tiempos disuadiera la flota británica a los enemigos potenciales— la proliferación de la desobediencia masiva, y garantizando el aislamiento de los focos de resistencia. Estos últimos podían a su vez ser barridos por las fuerzas numéricamente muy inferiores del Ministerio del Interior y la guardia obrera.

Por estas razones fue tan decisivo el comportamiento del Ejército durante el curso de la cuarta ola. Los presagios eran alentadores para la oposición. Las dudas internas manifestadas públicamente por Jaruzelski y la autolacei-acjones de Polonia de 1981 ya eran una indicación de los cambios en el comportamiento de los mandos militares del conjunto del Pacto de Varsovia. Este hombre, una extraña combinación de dos tipos diferentes de autoritarismo, el de la nomenklatura y el de los militares tradicionales, pudo convencer a Polonia durante un tiempo de que sus motivos cuando el golpe de Estado militar contra Solidaridad en 1981 eran tan patrióticos como de naturaleza autoritaria. Debió de tomar en serio la obvia amenaza de Breznev de acabar con la soberanía polaca meramente nominal y de anexionar formalmente Polonia, a menos que el Ejército polaco actuara por su cuenta contra Solidarjdad.14 Sin embargo, una vez

14. En la actualidad contamos con un documento muy interesante sobre la amenaza real a la soberanía (aunque nominal) polaca, la entrevista concedida por el coronel Ryszard Kuk]inskj, un antiguo alto consejero de seguridad militar del gobierno polaco durante la aparición de Solidaridad, quien había trabajado durante varios años para los servicios de espionaje estadounidense, i, cuanto menos fuerza se utilizase, mejor. A los actores, cada acto de violencia que no constituía una reacción a los ataques de las dictaduras que se hundían les parecía no sólo cruel sino también disfuncional. En una atmósfera violenta, aunque sea de «contra-violencia», el pluralismo de los actores es normalmente absorbido por un consenso tirante, en ocasiones histérico, que sólo reconoce el «nosotros» y el «ellos»; esto tenía que ser evitado siempre que fuera posible. La primacía de la libertad fue hecha realidad en los actos individuales de la revolución sin una tesis filosófica explícita en la mente de los actores.

Dos factores facilitaron el carácter no violento y tolerante de la cuarta ola. En primer lugar, la percepción del tiempo por los actores fue radicalmente diferente a la de los protagonistas de la Revolución húngara de 1956, como un ejemplo del pasado. Esta última vivió el momento —-otorgado por la sorprendente desgana de su adversario— como un milagro, una gracia de la historia, cuyo logro debía ser consolidado a un ritmo febril. El sutil uso de la fuerza, característico de los húngaros en 1956, consistió en arrebatar el espacio público (fábricas, oficinas, la propia calle) de las manos de un gobierno odiado por el pueblo. Esta táctica fue el resultado directo de un sentido febril del tiempo, que expresaba la convicción de los actores: en el mejor de los casos, contaban con unos cuantos días para conseguir que los cambios fueran irreversibles. (Por supuesto, nunca pensaron en lo limitado que realmente eran su tiempo y el espacio de maniobra.) Uno puede comprender la diferencia si el agitado ritmo del cambio de 1956 se compara con el pausado paso con el que la Mesa Redonda de Oposición pactó con los delegados de un poder comunista erosionado en 1989 en Hungría.

El segundo factor, inseparable del primero, fue la deliberada indecisión respecto a las futuras instituciones en los actos de oposición durante la cuarta ola. En 1956, los consejos de trabajadores y los comités revolucionarios surgieron de la nada en cuestión de días, con una clara intención de permanencia. En 1980, en Polonia, la resistencia había existido durante una década en la forma organizada de Solidaridad, el sindicato de trabajadores que era más que un sindicato. Pero en 1989, los actores eran reacios a manifestarse definitivamente sobre el marco institucional que iba a surgir. De ahí que el resultado fuera la preponderancia de «foros», «clubs», «alianzas» —organizaciones con nombre poéticos—. La explicación más razonable de este fenómeno parece ser, otra vez, la nueva percepción del tiempo. La oposición y la multitud que le seguía entendieron cada vez más que sobraba tiempo, y que sería un error comprometerse con ciertas formas de organización que estarían anticuadas al día siguiente. Sin embargo, la vaguedad en la definición del marco institucional promovió la primacía de la libertad en la acción.

Lo que Havel denominó en una brillante y breve declaración «el poder de la palabra» puede sonar como un préstamo del pathos de un drama del siglo xix excesivamente exultante.16 Pero, de hecho, con esta frase identificó el poder más importante impulsado por las revoluciones de 1989. Había un elemento bas 16 Vaclav HAVEL, ’ (véanse notas anteriores) lo enérgicamente que el Partido Comunista interrumpió una etapa muy avanzada de las negociaciones con la oposición cuando la Mesa Redonda exigió un inventario público de los bienes del Partido Comunista, el 26 de julio de 1990 (Beszéló, 24 de marzo de 1990, 19). El partido comunicó su posición de es nuestra metáfora interpretativa clave. Como a todas las metá[oras utilizadas por la teoría social, también a ésta hay que darle un sentido exacto para que tenga un valor interpretativo. Por consiguiente, deberemos afirmar a modo de introducción que «el péndulo de la modernidad» es una metáfora dinámica. La esperanza normativa es que el péndulo nunca se detenga; su parada equivaldría al suicidio de la modernidad. Este requisito normativo está basado en la especificidad estructural de nuestro mundo mencionada anteriormente, que, en contraste con toda las premodernas, se alimenta con negatividad. La constante negación y autointerrogación de todos los logros modernos (en términos tanto de justicia dinámica como de innovaciones tecnológicas) ha sido incorporada por los modernos a su «proyecto». Además, la metáfora del péndulo también contiene la crítica y la rectificación de la imaginación dinámica de nuestra era. El típico autoengaño de los modernos durante dos siglos ha sido la idée fixe del movimiento unilineal hacia adelante (o hacia arriba) del progreso (que, a su vez, fue contrarrestado por una percepción cinética negativamente valorada de movimiento hacia atrás (o hacia abajo) de «regresión»). Sólo en las últimas décadas, con la extensión y la firme estabilización de las democracias liberales haciendo posible la oscilación del péndulo, y

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con la formulación de una conciencia posmoderna, que niega tanto el progreso universal como la regresión universal, ha surgido una nueva imaginación dinámica. Los modernos empiezan ahora a entender que mientras los movimientos de las lógicas, aisladas o conjuntamente, labran un campo a la modernidad, la dinámica tiene unos límites estrictos. La fantasía de una marcha constante hacia adelante implica algún tipo de «mecanismo>) de la sociedad, una «locomotora social» cuya energía sea más potente que la de los esfuerzos humanos, siendo por tanto de un origen completamente misterioso. Una de las funciones de «la metáfora del péndulo» es la de negar la validez del símil de la mecánica social, junto con sus potenciales ilimitados, y subrayar que, en cuanto la modernidad ha alcanzado su forma adecuada al menos en el arte de gobernar, las energías humanas no albergan necesariamente la intención de presionar constantemente «hacia adelante» ni de negociar una trascendencia absoluta (ni son suficientes para ello).

Sin embargo, «el péndulo de la modernidad» no es una metáfora conservadora que pudiera pasar de contrabando la idea de un mundo estático con una simple oscilación interna que no significa mucho más que una «turbulencia doméstica». Las oscilaciones del péndulo labran y circunscriben un campo en constante crecimiento, y ciertamente más claro y más profundamente interpretado, sobre todo porque el límite de una peligrosa expansión no procede exclusivamente, y ni siquiera principalmente, de la resistencia de la exteriorité (por emplear el término utilizado por Sartre). Más bien, se deriva de la limitación interna de los impulsos que genera la oscilación del péndulo. Siempre se pueden hacer ajustes ante estas limitaciones; el péndulo «puede ser colgado en un punto diferente», para asegurar el ensanchamiento del espacio que cubre su oscilación.

Asimismo se ha mencionado que «el péndulo de la modernidad» tampoco es una metáfora mística; tanto el límite de la expansión como el crecimiento del espacio cubierto por la oscilación pueden ser explicados racionalmente. El péndulo de la modernidad se mueve cruzando las zonas dinámicas de todas y cada una de las lógicas; pero (y esto también se ha mencionado) la «sociedad», o la zona dinámica de la división funcional del trabajo, es el terreno adecuado en el cual generar el impulso para que el péndulo oscile. Son precisamente las experiencias constantemente cambiantes, provocadas por el «vaivén» entre

las instituciones y la vida cotidiana, la pulsación normal de la lógica de la división funcional del trabajo, las que generan la energía cinética para los impulsos necesarios para el movimiento del péndulo. Expresado en un lenguaje más simple, las personas cuyas vidas están principalmente dirigidas dentro de la lógica de la división funcional del trabajo, entre sus instituciones y en la vida cotidiana estructurada por dicha lógica, y que tienen en un medio liberal la libertad de expresar sus variantes opciones y preferencias, cambian de vez en cuando el sentido de la oscilación del péndulo. Esta libertad ilumina a su vez el sólo aparente carácter físico de la metáfora. La oscilación del péndulo no es una necesidad natural que supuestamente opera en las acciones humanas. Puede ser detenido por el impacto de acciones humanas contrarias (y de hecho fue detenido durante décadas en los regímenes totalitarios); el péndulo también puede ser «desmantelado» voluntariamente (desde luego, con un coste social desorbitado).

2. Oscilaciones típicas del péndulo

El movimiento del péndulo se encuentra en su punto más paradigmático cuando aquél oscila entre los polos opuestos «individualismo» y «comunitarismo» (entre Gesellschaft y Gemeinschaft). La modernidad es inherentemente individualista, tanto que tuvo que inventar «el espíritu comunitario» para poder sobrevivir. Los ojos hostiles de Nietzsche detectaron correctamente el principium individuatjonis en el corazón del proyecto apolíneo del que brotó la primera versión (griega) de la Ilustración. La investigación crítica de la Ilustración analiza minuciosamente y desintegra la unidad primordial de las cosas, la sustancia del mundo. El atomístico estado de las cosas que da como resultado esa investigación (en el que las funciones, en plural, reemplazan a la sustancia, en singular) será el punto de partida de los proyectos holísticos que quieran construir una nueva unidad y homogeneidad. Solamente el individuo es reconocido como el foco de toda autoridad moral, económica y política importante, así como fuente de toda iniciativa en este nuevo orden del mundo. Además, la tesis de la autonomía individual (en sí misma emancipadora) se transformó en la fantasmagórica idea de la autonomía absoluta, desde los románticos a Marx, dentro de la

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atmósfera fáustica del primer siglo de la modernidad. Pero este individualismo extremo de una temprana dinámica desenfrenada demostró ser autodestructivo. Los famosos análisis de Karl Polányi, a los que a menudo aludimos, detectaron no sólo el carácter utópico de una teoría excesivamente individualista de mecanismos supuestamente autoreguladores del mercado libre, sino también sus potenciales devastadores para el mundo. Si el orden moderno hubiera sido dejado a merced únicamente de los mecanismos del mercado, sin los controles y contrapesos de las regulaciones estatales y las presiones sociales, el mundo moderno apenas hubiera podido mantener su equilibrio durante un período de tiempo más largo.

Una reacción «comunitaria» o «colectivista)), una violenta oscilación hacia atrás del péndulo estaba, pues, prevista. De hecho, esta reacción llegó a darse en su versión más ambiciosa (teórica y práctica), en el proyecto de Marx de «comunismo» (o «sociedad de productores asociados»). (A pesar del nombre, era un proyecto colectivista, y no comunitario; los dos términos no son completamente idénticos.) Marx era consciente de la tenSión interna de su propio proyecto que abarcaba a la vez el postulado de la autonomía absoluta del individuo y el diseño de las dos entidades colectivas: la clase (del proletariado) y la nueva sociedad, ambos reclamando prioridad sobre el individuo. Su respuesta al dilema fue la más radical y la más utópica: subsumir la especie (humana) en el individuo. Esta idea fantástica exigía la trascendencia absoluta de la modernidad, el contraste exclusivo de dos mundos: el mundo existente y el proyectado. Entre ellos no se concebía una oscilación del péndulo en ningún sentido, sólo el salto sobre el abismo. Por tanto, el régimen totalitario, que casi inmediatamente después de su establecimiento acabó con los sueños humanitarios de Marx, se refería a él; sin embargo, con cierto grado de justificación; el péndulo de la modernidad fue forzada a detenerse en la sociedad de tipo soviético. Los resultados de esta coactiva parada del péndulo han sido analizados varias veces y son bien conocidos de todos: la hibernación completa del régimen y su autoagotamiento hasta el punto de ser un caparazón vacío en el momento de su derrumbamiento final. Y la moral de la historia es igualmente obvia: el orden social moderno no puede sobrevivir sin admitir la libertad de movimiento de su péndulo.

Tras el fin del comunismo, ampliamente considerado como

«colectivista» (aunque era más bien un mundo de individuos atomísticos y aterrorizados, y de una corporación que les gobernaba e imponía su cohesión a pesar de su resistencia obstinada, pero reducida al silencio) se espera totalmente el retroceso del péndulo hacia un «mayor individualismo», pero en esta ocasión con una diferencia. A juzgar por los primeros síntomas, el lenguaje del retroceso ya no parece seguir la oposición binaria «socialismo frente a capitalismo» ni utiliza el vocabulario de «clase contra clase». Estará, más bien, articulado en términos de sexo, raza, religión y familia, tanto en su versión «más comunitariacolectivista» como en la «más individualista». Y esta diferencia confirma la verdad de lo que se ha mencionado anteriormente:

la oscilación del péndulo de la modernidad no es de naturaleza cíclica. No se repite, ni tampoco alcanza un círculo; cruza a través de zonas completamente nuevas.

Hemos estado demasiado tiempo bajo el hechizo de la gran narrativa; estamos acostumbrados a las historias de ion gue durée. Pero mientras sólo consideremos el «vaivén» del péndulo entre los extremos Geseilschaft y Gemeinschaft, continuaremos dentro de la gran narrativa. En el entendimiento del péndulo en términos de historias de longue durée está implícito el peligro de eliminar el principio del propio péndulo. Porque la gran narrativa tiende a llegar a una estación terminal, y el narrador no suele mostrar normalmente la más mínima inclinación a retornar desde allí a ningún otro punto. Por lo tanto, las etapas demasiado largas de la «narrativa-Gesellschaft-Gemeinschaft» deben ser deconstruidas para que nosotros podamos ver bajo las mismas los movimientos capilares. De hecho, puede argumentarse que una de las funciones de las historias de longue durée era ocultar (quizá bajo la nube del autoengaño de los actores) el carácter pendular de la dinámica social real que contradice de plano tanto las oposiciones binarias como la imaginación espacial y temporal inherente a la gran narrativa, que apunta hacia adelante.

Unos cuantos ejemplos serán suficientes para ilustrar este argumento. Una oscilación crucial del péndulo ha sido la negociación en el último medio siglo entre las políticas asociadas con el Estado del bienestar y la práctica del mercado autorregulador. Hay que añadir que tanto en éste como en otros casos los extremos del movimiento oscilatorio casi nunca se alcanzan realmente; sólo son extrapolados. Tras la Segunda Guerra Mundial, no ha aparecido en ninguna región de la modernidad com 158

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pletamente desarrollada, con un orden democrático-liberal, una situación en la que la redistribución de la riqueza social haya sido dejada completamente en manos de los mecanismos del mercado, ni ninguna situación de redistribución total de la ri— queza social que eliminara dichos mecanismos. El péndulo oscila entre los dos hipotéticos extremos (lo que demuestra que el principio de la justicia dinámica está funcionando); y los actores simplemente se engañan a sí mismos en su búsqueda de una «solución final» que excluyera «para siempre» la posibilidad de viajar de nuevo en la dirección contraria. En ningún asunto cuya dinámica tenga carácter pendular existen soluciones «de una vez para siempre» (y esto, por supuesto, incluye la cuestión de los impuestos).

Una cuestión similar de diferente naturaleza es la de la «secularización» frente a la «conservación de lo sagrado». Desde la Alta Ilustración ha sido casi siempre un dogma, con independencia de cuáles hayan sido las actitudes de los actores respecto a la religión, el hecho de que la secularización del espacio social y político es un requisito fundamental para el valor fundacional de la modernidad: la libertad. A este respecto, Estados Unidos pareció ser durante mucho tiempo la solución paradigmática. En ocasiones, el péndulo osciló violentamente en esta dirección; por ejemplo, en la política anticlerical de la III República Francesa que pretendía la «eliminación de la religión» como objetivo social. Sin embargo, siempre se ha sido consciente de los dilemas relacionados con una secularización total de lo social y lo político, siendo el más obvio el de que la relación del ciudadano con el cuerpo político y social nunca podrá ser reducido al modelo más secularizado: el del contrato mercantil. (Ya que la gente hace grandes esfuerzos por mantener en vigor un contrato mercantil, aunque nunca moriría por él, lo que en ocasiones sí constituye la obligación del ciudadano respecto al cuerpo político.) El resultado es que ha habido un movimiento recurrente del péndulo en sentido opuesto, con opciones políticas radicalmente diferentes. Vichy fue una respuesta totalitaria, con una coloración conservadora-religiosa, a la secularización demasiado drástica de la III República. El actual llamamiento del papa Juan Pablo JI a la vuelta de lo sagrado al lugar central de la política está basado en una concepción de los derechos humanos, pero también contiene opciones peligrosas (de diferente índole) para la naciente democracia polaca. Y, de nuevo en este terreno, volver a detener por completo el movimiento del péndulo sería equivalente a la

paralización de la modernidad, ya que en este campo tampoco existen soluciones finales, sólo el «vaivén» del péndulo.

Un último ejemplo es el tema del corporativismo. La teoría la práctica de la política europea tomaron una posición demasiado marcada en la supuesta imposibilidad de reconciliación de los dos polos, el de la «democracia» (basada en la representación general o en la representación de la «voluntad general») y el del corporativismo como la autorrepresentación de un determinado grupo profesional o estrato social. La Revolución Francesa, obsesionada por la metafísica de la nation y la voluntad general mitológica de Rousseau, expelió, con mano de hierro, a todo tipo de corporativismo. El joven Marx interpretó la teoría del Estado de Hegel como una concepción del corporativismo y, por tanto, como insuficientemente democrática. La tesis de la imposibilidad de reconciliación de los dos extremos aún resuena. Sin embargo, la práctica posterior a la Segunda Guerra Mundial de los regímenes democráticos establecidos ha demostrado, más allá de toda duda, que también a este respecto sólo podemos percibir el movimiento del péndulo, que existe un «más o menos», pero no un «o-o».

La acción política y social en la modernidad aún tiene una imagen teórica de sí misma muy inadecuada comparada con sus propias acciones (y esto es aplicable no sólo a lo que queda de la izquierda radical). Las grandes narrativas han estado demasiado tiempo entre nosotros; los actores se acostumbraron a celebrar la victoria final y a lamentar las derrotas catastróficas en cada oscilación del péndulo de la modernidad. Esto es todavía un vestigio del lenguaje y la psicología de las «oposiciones binarias» («capitalismo» frente a «socialismo», «izquierda» frente a «derecha», «progreso» frente a «reacción»), cada una de las cuales quiere derrotar a la otra «para siempre» y condenarla a la extinción. No obstante, en una reflexión más sensata, es precisamente la política de la oposición binaria la que puede ser eliminada del desarrollo «normal» de la modernidad.

3. El péndulo en el mundo

Sin embargo, es en el mundo «occidental» de una modernidad plenamente desarrollada, que muy recientemente se ha extendido a todo el Hemisferio Norte como resultado de las revo 160

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luciones de 1989 a 1991, donde únicamente el péndulo de la modernidad oscila no sólo más o menos libremente sino también rodeado de un creciente conocimiento de la existencia del mismo. En el conjunto mundial, simplemente contemplamos los primerísimos intentos de colgar el péndulo sobre varios puntos fijos y vigilar su primer vaivén. Esta diferencia entre las dos partes del mundo tiene su explicación en un fenómeno dialéctico. Como ha sido analizado, en los tiempos premodernos la dinámica que apuntaba hacia la modernidad (el «antiguo capitalismo primitivo», los primeros casos del avance de la reciprocidad simétrica) podía ser encendida ocasionalmente, pero el orden moderno nunca podía establecerse. Sin embargo, en las vastas periferias de lo que se ha venido a llamar el Tercer Mundo, la estructura formal del orden moderno es copiada diligentemente, pero la dinámica no puede encenderse, o está acumulando fuerza con grandes dificultades. En esas áreas se redactan constituciones y códigos penales, la economía se vincula formalmente a las operaciones del mercado mundial, se están copiando (generalmente mal) las instituciones educativas y de salud típicas de la modernidad desarrollada. Pero, la mayoría de las veces, la red Social básica sigue estando basada en los lazos de sangre y de parentesco; el sentido legal dominante —que no es necesariamente idéntico a las leyes escritas del país— pone en tela de juicio «el modo de ver los derechos»; el individuo moderno dista mucho de haber nacido; la iniciativa individual constituye una excepción, y no la regla; el espíritu de inventiva es considerado como una actitud que viola la sagrada tradición; la igualdad de razas y sexos no se reconoce, o al menos no se respeta; el modelo familiar predominante sigue siendo autoritario y paternalista y, de él, a su vez, brota una instintiva veneración al autoritarismo político. Las dificultades para encender la dinámica de la modernidad pueden explicarse de diversas maneras; puede echarse la culpa al pasado de colonización y predominio occidental, o defenderse con una referencia al derecho de seguir siendo diferentes. Pero sea cual sea la explicación, el hecho es que en la vasta periferia existe una tensión entre la aceptación formal del orden de la modernidad y la incapacidad para encender su dinámica.

Se han hecho varios intentos para canalizar esa tensión, especialmente porque se produjeron las peores consecuencias al generarse fenómenos híbridos de una modernidad distorsiona d

y un superviviente mundo arcaico (por ejemplo, las guerras tribales libradas con tecnología moderna y por lo tanto incomparablemente más destructivas). No es de extrañar que uno de los intentos típicos para dar ímpetu a la estancada dinámica fuera la aplicación de versiones de tecnología social totalitaria a regiones no enteramente modernas (siendo durante un tiempo la de tipo Mussolini la más extendida en Latinoamérica y la de tipo bolchevique en Africa). Esto es perfectamente comprensible por dos razones. El «trasplante de instituciones» desde las democracias seguía siendo un cascarán vacío. No funcionaba sin la dinámica local apropiada y, por consiguiente, carecía de autoridad. Por otra parte, la tecnología de poder totalitaria produjo credenciales convincentes (en la modernización como industrialización, en la eliminación de las estructuras tradicionales y en el establecimiento de una versión fuerte del Estado moderno). Pero en la actualidad, cuando ha sido suficientemente demostrado que el totalitarismo no puede generar la dinámica de la modernidad sino que más bien la ahoga incluso allí donde habían existido energías cinéticas, y cuando el péndulo oscila apartándose de las soluciones totalitarias incluso en su lugar de origen, somos testigos de algunos síntomas alentadores. Las fuerzas totalitarias (tanto en su versión mussolinista como en la bolchevique) han estado desmoronándose en Latinoamérica y África, en esta última región bajo el impacto directo de los cambios en la «institución imaginaria de la sociedad» debidos a las revoluciones de la Europa del Este. En ambas regiones, con mayor importancia en Latinoamérica, existe una oscilación similar de alejamiento de un sector «público» de propiedad estatal extremadamente burocrático, incompetente y corrupto, hacia la liberación de la iniciativa privada. Este último es un ejemplo auténtico de oscilación del péndulo, una primera vez histórica acompañada por el total conocimiento de que no es una «verdad científica» que ha sido descubierta sino, más bien, un péndulo que oscila. Porque aquellos que iniciaron el alejamiento parecen saber muy bien que tuvieron sus propias razones en el pasado para ir en un sentido, pero que han llegado demasiado lejos; ahora es necesario rectificar.

Sin embargo, ésta son sólo las primeras golondrinas anunciando un cambio indispensable. Porque, en el último medio siglo, la modernidad, al mismo tiempo, ha triunfado y se ha escindido profundamente. Tuvo mayores victorias con su «insti 162

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tución imaginaria)> democrático-liberal que anteriormente con sus bienes fijos y sus ejércitos. En la actualidad no hay casi ninguna tendencia política en el mundo, en el poder o fuera de él, que rechace al menos formalmente los principios de la democracia y los derechos humanos. En una interesante victoria sobre un adversario debilitándose internamente, que presagió el próximo fin de éste, Occidente pudo imponer el lenguaje de los derechos humanos incluso al totalitarismo soviético, que sólo en las raras horas de la verdad (por ejemplo, en algunos arrebatos del indisciplinado Ceausescu) admitieron públicamente su total desprecio hacia este principio «burgués». Sin embargo, imponer al mundo la adecuada «institución imaginaria de la modernidad» no equivale a instaurar la modernidad en el mundo entero; especialmente no equivale a encender y alimentar su dinámica. Por lo tanto, el mundo actual es un «globo dividido», con las tensiones necesarias, las rupturas de la comunicación y los resentimientos latentes o explícitos amenazando el desencadenamiento de nuevos tipos de conflictos.

La dinámica de la justicia funciona allí donde oscila e1 péndulo. Esta afirmación tiene dos sentidos diferentes. En un sentido negativo significa que ningún ethos o principio de justicia específico está implicado en «el mantenimiento del péndulo», ya que su movimiento ininterrumpido es un bien común, y no propiedad privada de un solo ethos. El simple gesto de cuestionar una regla establecida, lo cual es el rasgo distintivo de la justicia dinámica, capacita, y constituye un ímpetu suficiente para empujar el péndulo en la dirección opuesta. En un sentido positivo significa que «el mantenimiento del péndulo» es una tarea común porque el péndulo es res publica. La traducción de este término será «bien común» más que «interés público». En el mejor de los casos, el interés público constituye una motivación para la acción hacia el mismo. Pero no puede generar la dedicación y la responsabilidad hacia un péndulo de la modernidad que es «bien común» en el sentido de que tiene que ser sostenido y mantenido en marcha en beneficio de la buena vida de todo el mundo, incluso si empujarlo en un sentido y en otro no constituye el interés de la persona que le proporciona la energía cinética para el ímpetu en un momento determinado. Principios democráticos tales como los principios ético-normativos están implicados, por consiguiente, en la propia existencia y en los movimientos sostenidos del péndulo de la modernidad.

Existe una paradoja inseparable del péndulo de la modernidad. Por un lado, no es una metáfora mística precisamente porque sugiere el mensaje de que los gestos (o conjunto de gestos) que empujan el péndulo en un sentido o en otro son el resultado de actos conscientes de negación y cuestionamiento de la justicia del orden existente. No hay nada automático o autogenerador en las oscilaciones del péndulo de la modernidad. Si la determinación de los actores a proporcionar energía cinética se interrumpe, el péndulo se parará, y el mundo moderno perderá su capacidad de equilibrarse a sí mismo entre los extremos. Por otro lado, en la modernidad cada gesto de empujar el péndulo en un sentido determinado ha estado tradicionalmente acompañado por la convicción de que «por fin se ha encontrado la dirección correcta», y cuanto más meditado es el gesto, mayor es la convicción. Pero la convicción de haber encontrado el futuro final, con su sentido casi dogmático de certidumbre, supone implícitamente la negación del movimiento hacia atrás. El movimiento ininterrumpido del péndulo requiere, por tanto, actos que minen su funcionamiento continuado. La conciencia de la condición posmoderna, que en el mismo acto descubre el «principio del péndulo» y niega la gran narrativa de la progresión ilimitada, puede proporcionar una respuesta teórica al problema. Pero aún queda por ver si esta respuesta tendrá resultados positivos, si los hombres y mujeres de los tiempos modernos, tradicionalmente movidos a un entusiasmo a corto plazo por las extraordinarias promesas de las grandes narrativas, tendrán la energía suficiente para mantener el péndulo en movimiento sin necesidad de tales promesas, sólo con la esperanza —no garantizada— de una buena vida.

IV. EL PÉNDULO DE LA MODERNIDAD Y LA POLÍTICA POSMODERNA

1. La conciencia política del péndulo

La pura comprensión de la existencia del péndulo de la modernidad ha venido cambiando la faz de la política actual y transformándola en una política de condición posmoderna. La amplitud y profundidad de esta «comprensión» es una cuestión

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empírica y, como tal, es demasiado pronto para averiguar su alcance real. El lenguaje actual del «triunfo del capitalismo», en el que el gran cambio ha sido articulado por vez primera, es claramente inapropiado. Este lenguaje simplemente cambia el signo dentro de la oposición binaria que debe ser «negada» en su conjunto, porque es un legado obsoleto del pensamiento social del siglo XIX. Además, aún quedan enclaves de «comunismo hassídico» en el mundo que ha sido liberado de la dictadura de la verdad; son nichos autocerrados de soñadores visionarios para quienes se ha parado el reloj de la historia y el Mesías se encuentra tan cercano como siempre. También se ha instalado una amnesia social; aquellos que la padecen sin sufrimientos suelen esconder bajo la alfombra todo el drama del siglo, continuar con sus cosas como siempre mientras relegan al fondo del campo de la conciencia los recuerdos desagradables. Sin embargo, los signos de la percepción del péndulo de la modernidad se van acumulando claramente.

Esta percepción implica por encima de todo la reducción o el completo abandono de un deseo explícito de absoluta trascendencia de la modernidad. Este deseo ya ha sido debilitado progresivamente durante décadas; desde el final de la guerra, el comunismo ha sido la obra de un establishment conservador violentamente opresivo y no la de una imaginación radical. Su transformación demostró que ni siquiera la imaginación más febril puede alimentarse sólo a sí misma. La imaginación necesita el material del mundo, y el mundo simplemente no le proporcionaba el necesario para las fantasías de la transcendencia. El resultado político inmediato ha sido la cancelación de una oposición binaria típica: la de «revolución frente a reforma». En primer lugar, las reflexiones de Merleau-Ponty han demostrado lo profundamente comprometido que ha llegado a estar el proyecto «revolución». Al mismo tiempo, los herederos de la «tercera ola» de las revoluciones del sistema occidental resultaron ser incapaces de poner en práctica las reformas sociales. La sociedad que establecieron era una póbre copia del régimen de sus enemigos en lo que se refiere a necesidades e imaginación. Finalmente, la jerarquía tradicional entre los dos términos se ha invertido. La «revolución» era concebida normalmente como una tarea poco menos que imposible, y la «reforma», como el acercamiento fácil a la política que siempre puede repartir los bienes pero que no puede cambiar la faz de la tierra. En realidad, los violentos intentos de interrumpir la oscilación del péndulo de la modernidad

se convirtieron en una rutina de la techne política; era una habilidad que podía aprenderse en manuales y en cursos intensivos, mientras que las reformas requerían evidentemente perder mucho tiempo «coqueteando» con el tejido social.

Un muy discutido resultado adicional de la percepción del péndulo de la modernidad es el descrédito general de las grandes narrativas históricas. Si de hecho «einmal ist keinmal», como lo explica el escéptico protagonista de Kundera, Tomás, si no existen leyes operativas de la Historia con mayúscula que nos anuncien el «fin de la historia», si la versión clásica occidental del historicismo —la hegeliano-marxista— resultó ser un proyecto autofrustrante, entonces debemos plantearnos diferentes preguntas sobre nuestro pasado y desechar los tipos de políticas que han surgido del proyecto historicista, tanto el carismático-redentor como el «científico natural». (De todos modos, en el marxismo se dieron dos aspectos del mismo fenómeno.)

Finalmente, está apareciendo por el horizonte una «política de contexto» como la posible forma dominante de hacer política posmoderna. El término tiene más sentido (en la medida en que es una fórmula positiva) que simplemente el de deshacerse de la oposición binaria «derecha e izquierda». En primer lugar, sugiere que la anterior «codificación fuerte» de la política ha perdido su importancia, porque la metáfora generadora tras ella (la de «capitalismo frente a socialismo») es cada vez menos significativa, cada vez menos descriptiva del estado de las cosas. Pero en segundo lugar, no afirma que las tradicionales denominaciones de la divergencia política carezcan de sentido; simplemente indica que los herederos de aquellas denominaciones tradicionales pueden ahora entablar alianzas y combinaciones que les eran inadmisibles en los términos de su anterior autoentendimiento. También señala que una tendencia política que promueve los movimientos del péndulo de la modernidad en un contexto pueda llegar a obstaculizarlos en otro distinto; todo depende del contexto. Pero, finalmente, existe un límite a la «contextualidad», y esa circunstancia demuestra que la teoría de la diferencia tiene algunas premisas universalistas. Porque existen contextos en los que «debamos ser feministas» (en tanto en cuanto la cara «progresista» de la modernidad es importante para nosotros) y otros en los que no debamos, pero no existe un contexto en el que «debamos ser racistas». Por lo tanto, existe por implicación un surtido limitado de universales a los que es-

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tamos obligados a prestar atención. Es fácilmente concebible que las políticas de contexto, si se extienden, operen cambios considerables en las formas institucionales de la política posmo dema. Los partidos, tal y como los conocemos, han sido cons truidos tradicionalmente sobre una férrea codificación unas oposiciones binarias que son insensibles al entendimiento del contexto. (Un ejemplo típico de tal falta de sensibilidad es la autolaceración de los socialistas cuando se enfrentan a la tarea de poner en práctica políticas económicas temporales que contra dicen de plano su heredado vocabulario.) Este es el motivo de que podamos asumir que los «clubes», «alianzas» y «foros» de la Europa del Este —tantos y tantos signos para el observador convencional de la «inmadurez» de la política poscomunista de la Europa oriental con su marco organizativo e ideológico mucho más impreciso— pueden estar preñados de innovaciones instructivas también para una política «madura». Sin embargo, parece estar fuera de toda duda que moverse de un contexto a otro será una oscilación representativa del péndulo de la modernidad dentro de la «lógica del arte de gobernar>,.

Está aún por ver si las primeras respuestas a la percepción del péndulo de la modernidad en la política posmoderna resultarán ser más una bendición que una maldición. Castorjadis el entusiasta paladín de la «institución imaginaria radical de la sociedad», tiene toda la razón en un punto (aun cuando no estemos de acuerdo con él en lo concerniente a las traducciones de la dinámica de la imaginación radical al lenguaje de la acción pragmática). Si una sociedad paraliza, por cualquier razón, su propia «institución imaginaria» creativa e innovadora, deja de ser autónoma. En especial, debe de alcanzarse un delicado equilibrio entre el abandono del deseo de transcendencia absoluta y el mantener con vida la capacidad de «anticipación» (tan enérgicamente defendida por Bloch), que esencialmente comprende las señales de tipo Casandra de «sufrimiento premonitorio» y la disponibilidad para nuevas experiencias.

2. La oscilación desde «clase» a «forma de vida»

Una importante oscilación del péndulo en el campo de la política ha sido lo que se ha desarrollado desde el énfasis en la «clase,> hasta el foco en la «forma de vida». No es ésta una afir mació

de la eliminación de los conflictos internos en la modernidad ni tampoco pretende cuestionar la observación de que el mundo moderno constituye una de las contiendas colectivas permanentes. El término «clase» tampoco ha perdido su valor sociológico explicativo (limitado). Pero desde luego ha perdido el lugar central que había ocupado desde los historiadores de la era de la Restauración inglesa (que introdujeron el término en el discurso) hasta el neomarxismo.

Marx manifestó en una ocasión durante sus primeras polémicas contra Hegel que las clases eran los vestigios de los estados feudales. En este sentido, para el joven Marx eran entidades arcaicas que tenían que desaparecer aun cuando el mundo mo dern alcanzara su forma apropiada y se convirtiera en «la sociedad de los productores asociados». Era la existencia colectiva forzosa de los miembros de una clase lo que podía ser identificado como el típico vestigio del viejo orden. Una clase socio- económica moderna sigue siendo la continuación de un estado en la medida en que la «existencia de clase» cubre toda la superficie de la existencia humana. Un aspecto moderno de la existencia de clase es el hecho de que los miembros que la constituyen son libres personalmente (políticamente) y que en principio (pero no de hecho, en lo que a la media se refiere) pueden salir de la existencia en una clase y entrar en otra (o incluso pueden habitar entre distintas clases). Sin embargo, la existencia de clase no es propiamente moderna porque señala la imposibilidad de una autodefinición individual, autónoma, para la inmensa mayoría. Al mismo tiempo, las clases son formas de existencia colectivas pero no comunitarias. Son unidades demasiado grandes para estar compuestas de relaciones cara a cara (la differentia specifica de las comunidades). También existen grupos de individualistas que son forzados a permanecer en el seno de los vínculos colectivos pero cuya mayoría no está dispuesta a vivir en comunidad. De ahí, la dificultad, o casi la imposibilidad en ambos poios, de crear un denso ethos en la modernidad.

En la medida en que las clases son definiciones omniabarcantes de la vida del individuo, la libertad contingente por nacimiento de la persona está determinada, es hecha de nuevo «necesaria» y por tanto negada. La existencia omniabarcante de clase es una pérdida parcial de la autonomía del individuo, para quien las libertades ganadas colectivamente son compensacio 168

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nes insuficientes. Ésta es la fuente de tensión entre el «individuo de clase» y el «individuo personal» dentro de la misma persona, que ya fue detectada por Marx. A medida que la sociedad se «abre», el carácter omniabarcante de la definición de clase se debilita y cede terreno a otro tipos de autodefinición —colectiva y personal.

Los canales de «apertura» son múltiples. El tiempo reducido utilizado por el individuo en trabajar (tanto diariamente como en relación con toda su propia vida) es el espacio de apertura. La democratización de la educación y el desarrollo de las preferencias culturales del individuo constituyen uno de sus principales sustratos. La prohibición formal sobre la discriminación y el igualmente formal reconocimiento de la «movilidad ascendente» es uno de sus mejores canales. La redefinición de los papeles de los sexos es una de sus principales opciones. La democratización y las frecuentes reorganizaciones de las élites políticas son una de sus principales oportunidades. Todas estas cuestiones (y muchas más relacionadas con el tema) afloraron en los movimientos de los años sesenta que, a pesar de sus ocasionalmente inadecuadas autocaracterizaciones y autodesilusiones, fueron movimientos de «apertura» o «formas de vida». Su principal agenda estaba formada por la «modernización» (de formas de vida), nuevos tipos de educación, la transformación del carácter burocrático y sin alma de la mayoría de las actividades laborales de la sociedad industrial, el debilitamiento dc la jerarquía social y del papel de la especialización y de la pericia, las interrelaciones humanas antiautoritarias, la revolución sexual, la inmediatez, la comunalidad, y demás. Algunas de sus reivindicaciones han dejado de existir en la actualidad, temporal o permanentemente. (Por ejemplo, la revolución sexual, mientras que consiguió tales logros como el reconocimiento de la homosexualidad, dio lugar a una contrarrevolución sexual y a una resurrección de la hipocresía victoriana, enmascaradas como protección a la mujer, y no menos bajo la amenazadora presencia del SIDA; otro síntoma de esta contrarrevolución es la campaña religioso-fundamentalista para conseguir la prohibición del aborto, lo que dejaría a las mujeres sin la libertad de controlar su propio cuerpo.) Otros puntos de la agenda de 1968, por ejemplo el culto al éxtasis, resultaron ser innovaciones peligrosas. Otros también han sido lamentablemente olvidados y relegados a un segundo plano; por ejemplo, la crítica de la divi-

Sión tecnológica del trabajo y sus consecuencias humanas. Pero el mensaje de los años sesenta en conjunto representa un alejamiento saludable de la política de clases, y su impacto se ha hecho sentir incluso en las prácticas de partidos tradicionalmente clasistas.

La oscilación de la «política de apertura», o de la forma de vida, ha traído consigo una grata liberación de la política de clases excesivamente holística y unidimensional que había encubierto y suprimido algunas cuestiones cuya importancia aumentaba rápidamente. El ejemplo paradigmático es la total indiferencia del socialismo (de tipo democrático) anticuado y basado en las clases hacia el problema de la liberación de la mujer, indiferencia que puede explicarse bien por su vocabulario pero que es casi incomprensible hoy en día. Al mismo tiempo, el terreno perdido de la política de clases tampoco es una bendición completa. En su lugar hace su aparición una mezcla de «microdiscursos» que plantean una doble dificultad. Primero, el «microdiscurso» tiende a ser exclusivista y a formar en la intolerancia a sus propios militantes. A menudo pasa de una «política de contexto» a una pseudorreligión sectaria, en virtud de la cual los problemas generales de la ciudadanía no pueden ser ni planteados ni solucionados. Segundo, cuanto más exclusivista es un microdiscurso, menos traducible es a ningún medio común de entendimiento colectivo. De ahí las charadas sin sentido de las «epistemologías regionales» alardeando de «unicidad» (como si toda experiencia no fuera única y como si la premisa de la epistemología en general no fuera precisamente esa unicidad de cada experiencia), que sólo pueden desembocar en un fracaso general de la comunicación y quedando la violencia como único lenguaje entre los «microdiscursos». Este desarrollo negativo de la política posmoderna dista mucho de ser abandonado. Si va demasiado lejos, podremos ser testigos de una nueva oscilación del péndulo hacia atrás, incluso hasta llegar a una actualizada versión de la política de clases.

3. Biopolítica

El espíritu profético de Foucault descubrió una importante Zona de conflicto potencial de la modernidad tardía al hablar de la cautividad del «cuerpo en la cárcel del alma». La política de la

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«disciplina y el castigo» no era, en su opinión, una reliquia de un anticuado estado de cosas, sino el modo opresivo inventado por la modernidad ilustrada para adaptar al individuo a un sistema que ha impregnado igualmente el colegio, el hospital y la cárcel. Es la estrategia de adaptación la que ha creado la «sexualidad» como un discurso especial, transformándolo en una cuestión de «higiene» desde el «pecado de la carne» (y, por ello, secularizán— dolo); pero también convirtiéndolo en una techne dudosa, y apenas tolerable, que debe de ser vigilada, y a la que deben aplicarse estrictas reglas de procedimiento. La tesis libertaria de Foucault quiso liberar al cuerpo de la cárcel del alma (como toda su teoría sugería) mediante el fomento de una nueva «alma» tolerante, y no mediante el de una política sin alma del cuerpo. La tesis auguraba una nueva y bienvenida oscilación ya que aparentemente hay demasiada «alma» en el discurso del pasado.

Foucault puso el dedo en una llaga de la modernidad, que tenía un auténtico dilema con «el cuerpo». En un principio, la modernidad apareció como «indiferente al cuerpo». Su punto de partida fue, por primera vez en la historia documentada, que los cuerpos pueden ser poseídos y que el cuerpo era «privado». (De ahí, la rápida generalización del habeas corpus, con anterioridad privilegio de los nobles, a la categoría de derecho universal; de ahí también la abolición de la esclavitud; mientras, desgraciadamente, el derecho generalizado al aborto no siguió el proceso, incluso se encuentra amenazado en la actualidad.) Sin embargo, el nuevo orden individualista del mundo tuvo que enfrentarse muy pronto a la necesidad de resolver las reglas de socialización del cuerpo privado, porque aparecieron ciertos peligros. Con la canonización de una «naturaleza emancipada», la autodestructividad de un libertinaje desenfrenado cobraba mucha importancia, como inmediatamente señaló la gran mente de De Sade en la hora del nacimiento de la modernidad, en sus polémicas contra la naturaleza benevolente de Rousseau. Por otra parte, el recuerdo de Freud sigue siendo válido: una educación demasiado represiva desemboca en una «civilización neurótica». Además, la familia nuclear legalmente emancipada, bajo cuya custodia era liberado el cuerpo, no puede ser completamente fiable en un sentido social. Esto sucedía bajo el dominio del pater familias; en la actualidad, el monarca doméstico se ha visto cada vez más puesto en cuestión por una mitad de la humanidad: las mujeres. La familia también se vio impregnada

- de violencia (tanto sublimada como directa) y autoritarismo, cosas ambas que se adaptan mal a los principios públicos de la modernidad: la libertad y el desarrollo armónico del individuo. Finalmente, existía un problema con el propio término: «el cuerpo» era únicamente una mitad de la oposición binaria cristiana, que no podía ser manejado con facilidad sin su opuesto, «el alma». El cristianismo había dado una respuesta firme y clara tanto a la función como a la interdependencia de las dos entidades. Pero la modernidad, por su parte, ha estado permanentemente sin saber cómo manejar los asuntos de la otra mitad de la oposición binaria, heredada del cristianismo, tras explicar «el alma» como un mito o, una vez más, como «un asunto privado». Lo mismo que en muchas otras áreas, también en ésta la

modernidad, que tiene un problema inherente con la creación de una cultura propia, a menudo recurrió a las recetas del cristianismo que han estado presentes en todos los lugares y que en

otros tiempos han sido declarados obsoletas y heretónomas; o alternó entre la adopción de esas recetas y las consiguientes batallas de autoemancipación libradas contra las mismas.

La «biopolítica» es el resultado del conflicto entre los dos principios fundacionales más importantes de la modernidad en su aplicación a «el cuerpo en la cárcel del alma»: los valores de la libertad y la vida. Cuando se desecha la recomendación libertaría de Foucault y el valor de la vida (en el sentido de «mera supervivencia’> o en el de «felicidad») se convierte en predominante o exclusivo con respecto a «el cuerpo», la biopolítica hace su aparición. El prólogo a esta tendencia nueva y altamente problemática fue el movimiento antinuclear de los años ochenta. Ya que con la caída del comunismo la agenda del movimiento se ha transformado en historia, será suficiente destacar en retrospectiva que su retórica era una mezcla de la proyección apocalíptica y manipuladora de peligros que no eran inminentes y un desprecio casi manifiesto por el valor de la libertad, junto con la ceguera política o la mala fe. En un mundo en el que la Unión Soviética dejó de existir como gran potencia, la cuestión completamente legítima del desarme nuclear puede y debe ser afrontada de una forma sensata; los peligros implícitos en el tema antinuclear ya no nos amenazan. Sin embargo, su legado se ha mantenido vivo y, además, ha llegado a ser paradigmático en la oscilación del péndulo desde el libertarismo a la biopolítica. Las primeras golondrinas de este cambio ya aparecieron hace una década en la obsesiva campaña antitabaco y en las olas del culto a la salud.

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Irrumpieron en la escena con un entusiasmo y un espíritu inqui sitorial que hubiera sido más apropiado para las religiones. Pero, de hecho, cumplieron las funciones de sucedáneo de las religio nes por un motivo específico. Luhmann cornentó en una ocasión que la formación social del individuo tiene lugar ante un marco frente al cual la persona se define a sí misma como individuo. Un denso código ético suele encargarse de esta función. En la modernidad tardía, en la que dichos códigos éticos se han erosionado, no parece haber quedado nada más que las prohibiciones y las prescripciones sobre la salud; éstas son las directrices para la formación del individuo.

La biopolítica se ocupa de tres cuestiones, siendo todas ellas perfectamente legítimas, incluso cruciales; éstas cuestiones son el medio ambiente, el sexo y la raza. El medio ambiente como objetivo tiene una especificidad dentro de las tres cuestiones de la biopolítica, en la medida en que implica principal y directamente a la vida, y sólo indirectamente a la libertad; la ecología es, por tanto, la única biopolítica adecuada. Las formas extremistas de medioambientalismo, por ejemplo, un gobierno mundial coactivo de la elite ecológica, puede ser concebido teóricamente; pero, al menos por ahora, dichas ideas sólo han sido experimentos mentales y fantasías futuristas. En el medioambientalismo también está implícita una elección de estrategia, expresada en la pregunta de qué cuerpo quieren rescatar los movimientos, «el cuerpo de la naturaleza» o los cuerpos humanos concretos que viven en un medio ambiente natural amenazado. Al elegir la primera alternativa ganamos una metáfora romántica y desencadenamos un impulso antiindustrialista igualmente romántico, mientras que si se elige la segunda se formula un objetivo viable.

El medioambientaljsmo ha hecho dos promesas. Una, introducir la oscilación del péndulo en la lógica de la tecnología por primera vez en la modernidad, una oscilación de alejamiento de un progreso tecnológico indiscriminado y generalizado, y hacia la promoción de tecnologías seleccionadas y la prohibición de las otras. En este punto están ya involucradas ciertas libertades; Teller, un revolucionario tecnológico radical, creyó su obligación defender la libertad sin trabas de la ciencia y la investigación (frente a las crecientes limitaciones impuestas sobre las industrias nucleai- y genética). No hay ninguna necesidad por nuestra parte de tomar una postura sobre cuestiones substanti vas

Basta con señalai la inutilidad de ese enfoque como «pura biopolítica», una política exclusiva de la vida, que se mantuviera inmune a las reivindicaciones de libertad, especialmente en las áreas en las que el discurso no está basado en una metáfora romántica y en las que las vidas humanas se ven afectadas de una forma directa. En la segunda promesa, el medioambientalismo se ha comprometido a poner una limitación a la imprudente política de crecimiento industrial y tecnológico, con objeto de proteger tanto a «el cuerpo de la naturaleza)> como a los cuerpos humanos reales-concretos que viven en un hábitat natural. Los desesperados socialistas, que han perdido su doctrina económica con el hundimiento de la «economía planificada», tienen

4 grandes esperanzas puestas en la segunda promesa del medioambientalismo como un nuevo principio anticapitalista. Estas esperanzas parecen ser, sin embargo, otro sueño imposible. No obstante, existen elementos indudablemente razonables en el principio de la limitación que pueden ser acomodados dentro de la concepción de la economía como una «institución social» (y no como un mecanismo autoregulador).

Las corrientes de sexo y raza de la biopolítica se diferencian del medioambientalismo en que ninguna de las dos es concebible como una pura política de la vida (o de «el cuerpo)>); están sometidas a la prioridad de la libertad. Y, de hecho, ésta es el área en la que podemos detectar algunos de los poquísimos casos auténticos de progreso («ganancias sin pérdidas») en la modernidad. Hace 60 o 70 años, tanto la discriminación racial como la sexual eran prácticas aceptadas incluso en países democráticos. En la actualidad, los regímenes racialmente opresivos tienen que mentir sobre su política ya que no la pueden defender públicamente. Al menos en el hemisferio norte (esporádicamente también en el resto del mundo), la discriminación en contra de la mujer ha sido prohibida por la ley. Al mismo tiempo, todo observador realista sabe muy bien que estos cambios, siendo cruciales, no han afectado aún a «la institución imaginaria de la sociedad», que las discriminaciones por raza y sexo, en su mayor parte clandestinas, continúan en activo. Es en esta encrucijada donde se toman las opciones políticas.

Decidirse por la «política de sexos» es en sí mismo un acto de selección de una opción determinada entre un surtido de tres vocabularios: el universalista, el sexocéntrico y el «diferencialista». Tomando la primera opción, los movimientos de las muje 174

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res optan a favor del ideal de una humanidad universal y en contra de cualquier sustancia sexual o de «género». Éste es el muy conocido proyecto universalista-humanista que reciente mente ha sido criticado (tanto justa como injustamente) desde diversos puntos de vista pero que, sin embargo, seguirá atrayen do a muchos, quizás a la mayoría. Al optar por la categoría ornniabarcante de «sexo» o «género», el movimiento lo hace por la biopolítica. Y finalmente, optar por las diferencias individuales, lo que no implica ni una homogeneización universalista ni una sustancialización del género, es la decisión que parece estar en completa armonía con la prioridad de la libertad.

La selección de la categoría omniabarcante de «género» implica, en primer lugar, una autoclausura del movimiento. Porque el género o se presenta como un hecho asumido genético- biológico, en cuyo caso ésta es una nueva teoría de la raza, abarcando los mitos reificados usuales que excluyen la comunicación racional con «la otra raza», o se presenta como una entidad cultural históricamente madura, en cuyo caso la autoclausura, la reivindicación de una epistemología especial, todo el lenguaje de «nosotras» y «ellos», las teorías o prácticas implícitas de una venganza histórica, no representan sino la elección de una política sectaria agresiva. Ambas versiones tienen una inclinación a formar el tipo de furiosas amazonas incisivamente retratadas en El mundo según Garp, y especialmente en la escena del funeral de la madre de Garp. Sólo una de ellas, la primera, es biopolítica explícita. Pero la segunda, al cerrar voluntariamente la entidad histórico-cultural de género desde la otra mitad del mundo, crea una «segunda naturaleza» tan impenetrable como la naturaleza genética, y el gesto invalida la prioridad de la libertad. Esta consecuencia ha sido acertadamente resumida por una escritora feminista australiana: en los ochenta «el discurso feminista parecía convertirse en una conferencia aburrida y farisaica, dirigida no a la educación y la autoeducación sino al castigo y a la denigración. Los hombres apenas podían abrir la boca antes de que se les concediera puntuaciones por encima del 10. Los hombres que intentaban reparar los crímenes de la historia sólo hacían “esfuerzos simbólicos”, los que no lo intentaban eran criminales continuos. La sexualidad se convirtió en algo feo. Los chicos a los que les gustaban los cuerpos de las mujeres eran tratados con un desprecio exasperada- mente protector. El deseo sexual se convirtió en “sexista”. El se-

se convirtió en un término genérico para “lo malo”. El fe( jflismo pasó a ser una variedad de control del pensamiento. Si wansgredías las normas, la Hermana Mayor te estaba vigilanáo» (Joanna Murray-Smith, «Wanted: A Joyful New Face For Eeminism In The ‘90s», TIre Age, Melbourne, 14 de agosto de j991).

La biopolítica de la raza empieza con una táctica legítima, con el rechazo de la asimilación forzada por parte de grupos étcompletos que nunca eligieron el lugar del planeta en que $ viven en la actualidad pero se vieron forzados a ocuparlo (o por esclavitud o por catástrofes naturales o sociales en sus respecti‘ras tierras nativas). Todos aquellos familiarizados con los resul tados más que cuestionables de una asimilación judía forzada y J autoimpuesta en Europa antes del Holocausto entenderían los

motivos de esta táctica. Y dado que la difundida política de de¿l< rechos humanos abre ahora las fronteras en muchos países, no

es poco realista predecir una nueva Voelkerwanderung y, junto a

s ella, la presencia de un número creciente de recién llegados, que

. reclamen igualdad de derechos políticos además de su propio

derecho a una autodefinición particularista. Sin duda alguna, esto será un importante problema político en la agenda de los

años noventa, especialmente porque, a pesar de la legislación, la mayoría de los hombres y mujeres de nuestro tiempo aún viven en una edad de piedra de la cultura emocional respecto al «extranjero» cuya presencia todavía signibca problemas y desencadena rencores.

Una demanda legítima adicional de los enclaves y grupos étnicos reclama la autoapertura de la cultura occidental. (Solamente llega a ser algo retorcido y claramente reaccionario cuando la gente, expresándose con el vocabulario de la Ilustración, el romanticismo, el marxismo y la deconstrucción, que son todos ellos artilugios occidentales, saca a colación el eslogan sin sentido «Fuera la cultura occidental».) La gran cultura de Europa y de Estados Unidos ha estado viviendo demasiado tiempo en una atmósfera de autocelebración y de rechazo de un diálogo serio con otras culturas para abrir un nuevo capítulo de su propia historia (desde luego sin el espíritu pusilánime de concesiones hechas a varias demandas agresivas que carecen de credenciales).

Las tácticas perfectamente legítimas de los grupos étnicos se convierten en biopolítica y, por consiguiente, en un dilema, sólo

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cuando los grupos que las defienden se definen a sí mismos como «raza». Porque es evidente, y no necesita ningún gran aparato de demostración, el hecho de que la autodefinición racial es una opción cultural y política y no el descubrimiento de unos factores genéticos. (La cultura no es uniformemente «negra» en Africa, donde varios grupos han estado viviendo sometidos a las influencias culturales más diferentes y bajo tradiciones propias igualmente diferentes; la cultura «negra», como postulado, sólo existe en el contexto norteamericano, creada por el hecho histórico y político de la esclavitud, la supervivencia del espíritu del racismo y el deseo de autodefinición de una parte considerable de los descendientes de los antiguos esclavos, en lugar de aceptar la que les ha sido legada.) Pero una vez que se ha tomado la opción política de autodefinición racial, una vez que la diferencia está impresa en el cuerpo (por tanto, una vez que la forma paradigmática de la biopolítica es aceptada), las consecuencias serán desastrosas y a menudo irreversibles. El lenguaje político será hipócrita; todo el conjunto de medios y herramientas será movilizado para predicar el carácter odioso superfluo de esa misma cultura y para negar el menor apego del interlocutor hacía ella. El diálogo entre las razas (creadas políticamente) se rompe, ya que las diferencias genéticas no pueden comunicarse racionalmente. El prejuicio y las prevenciones recíprocas se atrincheran; una segregación cultural autoimpuesta se extiende más allá de los muros del gueto; una deshonra de una civilización opulenta y liberal. Cobra mucha importancia el peligro de que el antisemitismo de tipo europeo se universalice y de que todos los grupos sean el mismo espantajo y blanco de odios, como antes lo fueron los judíos para todos los otros grupos, y sean tratados en consecuencia.

Sin embargo, Hannah Arendt observó correctamente que no sólo la gente de diferente color, sino también las personas que pertenecen a diferentes clases sociales, pueden ser consideradas como miembros de una odiada raza extranjera. (Y antes que ella, el viejo Kautsky calificó de política racista la política bolchevique hacia las «clases enemigas»: política que no era mejor que la de los nazis.) En otras palabras, los grupos étnicos sin rasgos genéticos distintivos, así como las comunidades rituales sin una identidad étnica especial, pueden convertirse en ((razas» para el enemigo racista (en analogía con la afirmación de Sartre de que fueron los antisemitas los que crearon a los judíos); y a

la inversa, los grupos étnicos y las comunidades rituales pueden cerrarse cultural y políticamente hasta el punto de llegar a una incomunicación genética. En la biopolítica de la creación y de la autocreación de ((razas» el primer paso inevitable y reaccionario es el de la renuncia a la comunicación con una referencia al Otro «quien en cualquier caso no puede entender nuestro lenguaje». Este es el paso que genera una cómoda conciencia que sugiere que todo está permitido contra el Otro. Este es el paso que implica la abrogación de los mejores rasgos de la Ilustración y un descarado retorno a la jungla social.

Hace muchos años, cuando el comunismo aún se encontraba entre nosotros pero su incurable decadencia ya era visible, hicimos una predicción sobre el futuro de la política, y no estamos contentos en absoluto de que se haya confirmado. Conjeturamos que habría una política poscomunista en la vida de las generaciones actuales y que no sería una política basada en las clases sino más bien racial (y ahora podemos añadir: sexual). Mientras que hemos criticado las teorías de las clases y de la práctica que de ellas emanaba, expresamos nuestro temor de que el cambio implicara más pérdidas que ganancias. Nuestro temor se basaba en la consideración de que la política de clases es al menos racional en el sentido de que existen intereses conflictivos cuantitativamente formulables que pueden ser reconciliados en un compromiso, mientras que una gran parte de la política racial y sexual tiene lugar entre entidades totalmente autocerradas sin posibilidad alguna de diálogo ni de una comunicación libre de dominaciones. Esto es precisamente lo que ha venido ocurriendo durante los años que siguieron a nuestra predicción. Sin embargo, el péndulo de la modernidad no se ha parado. Es más, los peores poderes, que en una ocasión detuvieron su movimiento, parecen haber desaparecido para siempre.

Por qué la libertad es devorada por la razón —en la Historia—: relectura de Merleau-Ponty durante los días de la Revolución Soviética

Durante el tiempo que transcurrió entre la publicación de Humanismo y terror y Las aventuras de la dialéctica, el propio Merleau-Ponty tomó parte en lo que puede denominarse, con la debida cautela, «la última aventura de la dialéctica». En el primero de estos libros puso en duda la oportunidad de la oposición de Bujarin y Trotski. Una cosa no se acaba hasta que no se ha acabado, y ésta no se ha acabado, les rebatía tajantemente Merleau-Ponty; no se encontraban al final de la Historia, no tenían el derecho ante la Historia de afirmar, con poco más que un cierto grado de probabilidad, que Stalin había desvirtuado la revolución proletaria.’ En su segundo libro, Merleau-Ponty llegó a la conclusión de que «la cosa había acabado». Vio a la dialéctica convertirse en ideología; al proletariado continuando como un objeto eterno de la Historia, nunca un sujeto; al terror autoperpetuándose, y a la explotación enmascarándose como «el Estado de los trabajadores».2 La democracia y el liberalismo, que habían sido justificados en su libro como mentiras impías o, al menos, como no mucho más que una etapa determinada en la permanente autotransformación de la violencia, le parecían ya como un premio a alcanzar, y la revolución se convirtió en una opción descartada. Y si se argurnenta que la misma objeción que Merleau-Ponty utilizó para criticar a los protagonistas de la oposición le es aplicable ahora a él, entonces es el momento de afirmar con tanta determinación cómo es posible emplear cuando se trata de cuestiones humanas que el voto inicial de confianza de Merleau-Ponty a Stalin ha probado ser erróneo en los propios términos del filósofo. Si realmente la política es zweckrational, entonces el gran experimento de Lenin y Stalin, que en la actualidad se desmorona, fue una catástrofe política que fi 1 Maurice MERLEAU-P0NTY, Human/sm ni-id Terror, Arz Essav on the Coinmunistproblem, trad. John O’Neill, Boston: Beacon Press, 1969, PP. 32-

nalmente fracasó. Pero lo hizo con una diferencia. En esta ocaSión no puede decirse que ha fracasado «ante la Historia». Tal afirmación aún Sería dialéctica, y la principal lección de la aventura de Merleau-Ponty es que la «dialéctica» y la «Historia» se correspondan mutuamente. Por tanto, también van desapareciendo juntas de la escena.

1. ¿QUÉ ES LA «HISTORIA»?

La principal acusación «dialéctica» de Merleau-Ponty, dirigida tanto a Trotski y Bujarin como a Koestler, el romancier clásico de la oposición, era que nunca entendieron lo que significaba la «Historia». Como justo castigo tenían que enfrentarse desde el exilio no sólo a Vyshinski, o a la ira de Stalin, sino primordialmente al Tribunal Mundial de la Historia del Mundo. La «Historia» era para Rubashov, al igual que para Bujarin y Trotski, un Dios externo y desconocido al que temer y adorar (por lo que, comenta Merleau-Ponty, Rubashov viaja por el camino de Hegel en la dirección opuesta: desde la Historia a la muerte y la experiencia del infinito).3 La Historia como algo externo significa, primero, que para los principales marxistas de la oposición, así como para sus victoriosos colegas, no era un proyecto, sino un «dado» objetivo que había sido insertado en las «cosas», en las condiciones sociales objetivas. Ellos eran, por tanto, «científicos de la sociedad» (como el Marx maduro, añadiría después Merleau-Ponty, cuando el padre fundador había abandonado ya su gran concepción dialéctica); y su categoría clave era la certeza. Toda la razón en la Historia es la tendencia garantizada de que no puede desviarse de su curso y el igualmente predestinado resultado positivo.

Sin embargo, la Historia como una transformación violenta del mundo «objetivo» con un final feliz garantizado necesita sujetos históricos-mundiales, aquellos que realmente comprendieran la tendencia inserta en las «cosas». Pero la mayoría humana continuó siendo «el objeto de la Historia», por lo que tuvo que ser formada y moldeada por los auténticos sujetos de ésta. Es el tipo de violencia desplegada por los científicos sociales en el po-

3. Maurice MERLhAC-PoNIy, 1-lumanisni and Terror, p. 12.

der, y no la violencia en general, lo que aquí critica Merleau Ponty La violencia bolchevique partió de la premisa errónea, y por tanto tuvo la propensión a perpetuarse a sí misma. Los bolcheviques querían forzar a los objetos de la Historia a despojar- se de su objetivo, es decir, de su reificada existencia, para convertirse en sujetos (el proletariado tenía que dejar de ser un objeto del capitalismo, una mercancía, para convertirse en un sujeto de la revolución). Pero lo hicieron en el nombre de la «Historia», un poder ajeno a las vidas de los eventuales sujetos; y ningún poder completamente externo puede convertirse en una motivación interna para otros. Lo único que puede conseguirse con ello es la «dictadura de la verdad», lo que significa un fatal destino para la Historia como proyecto y para la «comunicación> sobre éste. Sin embargo, si la Historia se realiza mediante la imposición de la violencia sobre los objetos, entonces la Historia no es sino una ruptura, o una serie de rupturas, porque la violencia destruye las cosas que encuentra ante sí y, con ello, pone fin a la continuidad de dichas cosas en la historia. La realización de la Historia a través de mecanismos de ruptura implica una creatio ex nihilo, lo cual es brujería o magia negra, y —añadió Merleau-Ponty posteriormente, cuando dejó de creer en Stalin como el depositario de la dialéctica— esto necesitaba al brujo, al mago negro, al Líder.4

Sin embargo, la «Historia» (bajo los siguientes seudónimos:

dialéctica, filosofía de la historia, marxismo como filosofía, no como «ciencia») es equivalente al proyecto de Merleau-Ponty. Basándose en su perspicaz lectura de la teoría social ligeramente relativista de Weber, entiende por completo que no existe una «necesidad objetiva» en el despliegue de la modernidad. Había que hacer una cierta elección de valores para que la libertad pudiera llegar a ser un valor central para los modernos.5 El propio «proyecto» no es otra cosa más que la determinación colectiva de traducir la teoría (el alegato a favor del valor central de la libertad) en práctica, es decir, un movimiento para hacer que la libertad esté omnipresente y triunfante en la modernidad. Es en este sentido en el que los modernos se diferencian de los premodemos, pero esta diferencia se convierte en una crucial frontera divisoria de la historia entre el «precapitalismo» y el «capitalis 4

mo)). (Debemos mencionar que Merleau-Ponty podría haber suprimido el término de Marx de la caracterización de la modernidad sin ninguna consecuencia para su propia teoría. Mientras que consideraba a la economía como una esfera moderna central, tenía una actitud más que tibia hacia el «materialismo» de Marx.) La diferencia entre los modernos y los premodernos es también de «sinrazón» frente a «razón)), aunque no en el sentido estricto de la Ilustración. La regla milenaria de la sinrazón equivale a la dominación social indiscutida por medio de la violencia (un tema que trataremos más adelante). El dominio público de la violencia degrada a la mayoría de los seres humanos a la condición de objetos que no son ni siquiera conscientes de su potencial para llegar a ser sujetos. La «Historia)) como «proyecto» no significa el dominio de la Razón (no existe tal actor metafísico en la filosofía de Merleau-Ponty); más bien significa la eliminación progresiva de la sinrazón. Simple y llanamente, este último programa implica la aceptación de la famosa propuesta dialéctica de Lukács, asimilada completamente por Merleau-Ponty, de trasponer a una clase determinada de seres humanos, los trabajadores industriales modernos, «el proletariado», en el pináculo de la «Historia» mediante una única virtud colectiva: su supuesta capacidad de vivir su propia reificación máxima, la transformación en objetos, con la clara conciencia de su condición reificada por primera vez en la historia humana. Se supone también que esta clase posee la determinación colectiva necesaria para transformar su reificación en el estado de subjetividad libre mediante un acto violento, la revolución proletaria. En este sentido, no hay «Razón» escrita en las «cosas de la Historia» como creían Stalin y Trotski. Sólo existe un sujeto colectivo e interpretativo cuyo proyecto, basado en la autointerpretación, es la «Historia». Es verdad que éste es un extraño sujeto para la hermenéutica histórica tal y como la entiende Merleau-Ponty —tan falto de sentido crítico como Lukács, cuya influencia experimentó—, una posición diferenciada respecto a la mantenida en otros textos.6 Al mismo tiempo, no escapó de la atención de Merleau-Ponty que en esto podría estar funcionando un cierto tipo de «astucia de la razón». Podría ocurrir, como ya afirma en Humanismo y terror y más contundente en Las aventuras de la dialéctica, que lo que se suponía que era la capacidad inherente del sujeto colectivo, el proletariado, no sea en

realidad sino una proyección de una idea teórica del filósofo sobre la misma. Si éste fuera el caso, seríamos testigos de la repe -tició de la interpretación de la Historia por Hegel, la concluón puramente ideal de la Historia en una filosofía determitiada. Pero en ausencia de tal catástrofe podemos captar el significado, aunque no las supuestas leyes, de la Historia. En un momento, Merleau-Ponty da el siguiente amplio resumen de su interpretación del significado de la Historia:

«La Historia, a pesar de sus desviaciones, sus crueldades y sus ironías ya contiene una lógica activa en la condición del proJ.etariado que induce a la contingencia de los acontecimientos y

. la libertad de los individuos y así los conduce hacia la razón. En su esencia el marxismo es la idea de que la historia tiene un sentido —en otras palabras, que es inteligible y tiene una dirección— ... En lenguaje moderno [ser marxista] es creer que la histoña tiene una Gestalt, en el sentido que los escritores alemanes le dan al término, un sistema holístico que tiende hacia el estado de equilibrio, la sociedad sin clases que no puede ser alcanzada sin el esfuerzo y la acción individual, pero que se perfila en las crisis actuales como su solución —el poder del hombre sobre la naturaleza y la reconciliación mutua de los hombres.»

¿Existe una diferencia fundamental entre la Historia como una «tendencia de desarrollo objetiva» que reside en las cosas, en las condiciones objetivas, y tiene leyes específicas, y la Historia como proyecto, como la proyección colectiva pero subjetiva de un talos con un significado, pero sin leyes? Sí, al menos en un aspecto, en relación al cual Merleau-Ponty acuña el término de la contingencia de la Historia. Si la Historia es realmente un proyecto, nuestro conocimiento sobre el mismo, en el sentido de ser capaces de interpretarlo, de verificar su «realización», etc. (principalmente en forma negativa) termina donde acaba el horizonte del proyecto. Más allá, existe lo que denominamos «futuro)>, y nosotros no podemos tener ningún conocimiento, basado en la certeza y medido por ella, sobre el futuro; únicamente contamos con afirmaciones y proyecciones basadas en la probabilidad.

La introducción de la categoría «probabilidad» añade al proyecto llamado Historia una dimensión dramáticamente amena zadora. La probabilidad no es arbitraria. El actor de la Historia no puede ni siquiera formular juicios, previsiones y recomenda ciones probables sin estar «en el proyecto», sin valorar el proyecto frente al telón de fondo de las denominadas «condiciones objetivas». Al mismo tiempo, es lo opuesto de la certeza. Y sin embargo, las decisiones de la Historia requieren acciones tan firmes como si estuvieran respaldadas por la certeza, mientras el carácter dialéctico del proyecto, y no el ideológico, requiere igualmente que las acciones no sean encubiertas bajo el disfraz de la certeza. Además, las acciones basadas en la probabilidad son, por necesidad, plurales; por lo tanto, son relativas, y pese a ello requieren una ética de lo absoluto, en el sentido de un total compromiso con ellas mismas. El carácter absoluto de la ética de la acción probable es presentado por Merleau-Ponty de la forma más inhumana en su veredicto sobre la oposición. La «traición» de ésta consiste en contraponer su lectura del estado de las cosas a la de Stalin, y en reclamar para ella una validez objetiva. En realidad, Trotski y Bujarin deberían haber sabido que tanto sus afirmaciones como las de Stalin estaban basadas en la probabilidad y no en el conocimiento, siendo la única diferencia que Stalin se esforzó por consolidar el proyecto de la Historia, mientras que la oposición lo puso en peligro. Ni Trotski ni Bujarin tenían el derecho histórico de alegar que el proyecto había llegado a su fin bajo el mandato de Stalin mientras, sostiene el filósofo, su caso había sido cerrado de hecho por la victoria de Stalin sobre Hitler, siendo la realidad de la victoria militar la prueba de lo acertado de la trayectoria de Stalin.8

Sería una pérdida de tiempo extenderse sobre lo absurdo e inhumano de este hilo de pensamiento. Si en realidad la Historia es un proyecto en el que prevalece la probabilidad y del cual está ausente la certeza; si, además, no existe término en la lectura de este proyecto, ni una última interpretación, ni ninguna mención al «fin de la Historia», entonces Merleau-Ponty no se encontraba en posición de determinar en qué punto había acabado la historia con la justificación de Stalin y la condena de Bujarin. No podía excluir teóricamente lo que había ocurrido empíricamente: una declaración autorizada hecha por un líder soviético, exactamente diez años después de que Stalin hubiera

8. Maurice MERLEAU-PONTY, [Jurnanisrn and Terror, pp. 69-70.

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j teinado supuestamente su alegato, en el sentido de que la ejecución de Bujarin no era necesaria para una victoria militar. Y

si esto fuera cierto, el propio Merleau-Ponty está expuesto a una

f persecución históricamente justa, bien por los estalinistas, por

4 ponerse al final del lado de la oposición y en contra del proyecto de la Historia, o bien por los de la oposición por haber estado

ç del lado de Stalin e igualmente contra el proyecto de la Historia. La única moraleja de esta historia es que ninguna ética política

de acción probable debe ser absolutista y tampoco puede estar completamente desprovista de sus valores éticos. Porque las valoraciones basadas en la probabilidad son fácilmente reversibles, pero las decisiones absolutistas sobre las vidas humanas son irrevocables.

Sin embargo, ya debería estar claro que la diferencia entre las dos interpretaciones de la Historia dista mucho de ser tan dramática como Merleau-Ponty la presentara. Común en ambas, e igualmente diferente de una interpretación de la historia que yo considero razonable, y que la identifica con la conciencia histórica de una época determinada compartida por sus miembros par-

3 ticipantes,9 es que las dos, aunque con formas diferentes, postu la la Historia como algo externo al resto de la vida humana. Existe, pues, la vida ordinaria, es decir no histórica, y contrapuesta a ésta, la «Historia». Aunque Merleau-Ponty cita la negación de Marx de que la Historia sea un sujeto especial que surge con gran importancia sobre las cabezas de los hombres y las mujeres, él, al igual que el propio Marx, a menudo reincide en la posición rechazada. Su estilo es de lo más expresivo. Habla de Rubashov como un agente que vivió en la Historia, pero que se equivocó con la Historia Universal, la propia Historia como polarizada, como una entidad que tiene niveles y momentos privilegiados, que es terror, pero no un dios desconocido que deba ser adorado, etc. Esta fuerza, entidad o tendencia, externa al resto de las actividades y realidades humanas, tiene ciertas prerrogativas ya que comprende todos los principales valores cuya «realización» o puesta en práctica proporcionarían una vida humana ordinaria, «no histórica», con una conclusión positiva. Aunque Merleau-Ponty asume que la Historia nunca puede ser separada de los objetivos humanos (no históricos) a largo plazo, a corto plazo deberían sacrificársele una importante cantidad de ener 9 Agnes HELLER, A Theory of Histor,’, Londres: Roudedge, 1981.

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gías, e incluso vidas humanas. La Historia no es sólo un caso aparte, es también un caso más elevado.

La concepción de la Historia de Merleau-Ponty es la «última aventura de la dialéctica>) en el sentido de que revela el secreto del proyecto. La es, en tercer lugar, la encarnación de la razón, que trasciende a la vida «no histórica» en la medida en que o bien tenga «leyes» que conviertan tanto el pasado como el futuro, hasta ahora opacos, en transparentes, o bien tenga en sí misma un intérprete distinguido; en ambos casos la modernidad es la primera época que tiene una solución al «enigma» presentado por la trayectoria completa de la raza humana. Cuarto, la «Historia» es también equivalente a la «dialéctica». El camino hacia «el objetivo final» del proyecto no es autoevidentemente unilineal. Allí donde puedan percibirse tendencias compensadas, la unidad del proyecto es rescatada por la dialéctica, que las explica como desviaciones, y reclama ser capaz de integrar en el proyecto incluso la negación del mismo. Finalmente, basándonos

en todo lo anterior, el proyecto «Historia» tiene ciertas prerrogativas con respecto a la vida «no histórica» por un lado, y, como una encarnación del futuro, respecto al pasado y al presente, por otro. Dado que la vida no histórica no puede propor ciona la solución al enigma de la raza humana, pero la «Historia» supuestamente sí puede hacerlo —ya que tanto el pasado como el presente se han mantenido bajo el signo de la «sinrazón», mientras que la Historia es la razón encarnada o, dicho con mayor cautela, es la eliminación continua del sin sentido—, tiene el «derecho» de relegar los intereses de la vida no histórica

- a un segundo plano (por supuesto, temporalmente, en un «sentido dialéctico»).

El proceso en el que la «Historia» se realiza a expensas de la vida no histórica se denomina revolución. En la modernidad, el término revolución no es propiedad exclusiva del político de izquierda radical, es un término mucho más global. No sólo existen revoluciones políticas, sino también industriales, tecnológicas, científicas y culturales. Sin embargo, en cada caso, la revolución es un proyecto orientado al futuro, una ruptura con lo

existente; lleva su propia justificación en sí misma, o hablando con mayor precisión, en el éxito del proyecto.

Desde Humanismo y terror hasta el último artículo de Las ; aventuras de la dialéctica, Merleau-Ponty intenta resolver la problemática del proyecto revolucionario. Aunque separa la moralidad de la política con un gesto demasiado brusco, ve con precisión el riesgo inherente en la política revolucionaría. La vida no histórica es sacrificada con demasiada facilidad en la Historia in statu nascendi, es decir, en la revolución, y las matanzas y el sufrimiento sólo pueden justificarse retrospectivamente. Pero, ¿dónde está el punto de Arquímedes para la retrospección si no puede haber un fin absoluto de la historia, si el propio intérprete se encuentra «en la Historia» y sólo puede realizar afirmaciones probables y sin garantías sobre la misma? ¿Cómo puede uno saber que una etapa particularmente trágica es un desvío dialéctico y no un último callejón sin salida? Si no existe ningún conocimiento al respecto, ¿cómo podemos creer que estamos realizando un nuevo y redentor proyecto y no los viejos juegos de la «sinrazón»? ¿Existen quizás garantías sociológicas, tales como la existencia de un grupo humano determinado, para encontrar el camino absolutamente seguro para la realización del

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proyecto, o la problemática de la revolución no está en su condición específica, sino en el puro y propio proyecto?

La dialéctica tiene una muerte dialéctica en la peripa teja de Merleau-Ponty. Este concluye afirmando que el mundo moderno ha nacido de las revoluciones, pero que éstas, en vez de mostrar el secreto revelado de la modernidad, perpetúa el terror y la ideología. Además, la problemática de la revolución no se encuentra en sus condiciones externas sino en el puro y propio proyecto.’° Ha llegado el momento de acabar con la revolución permanente en lugar de ser condescendiente con la política del Apocalipsis. Pero para hacerlo también tenemos que acabar con la filosofía de la historia y con la propia «Historia». Y la última afirmación contiene la principal revelación del filósofo. La o la «tragedia de la revolución». Muy específicamente, infundió nueva sangre a la muy problemática tradición que parecía haber muerto alrededor del fin del siglo, una tradición establecida por la tendencia jacobino-bonapartista de la Revolución Francesa. Napoleón comentó a Goethe en Erfurt en 1808 que el destino de los modernos era la política, y Goethe elaboró una mitología completa de este aperçú.12 La moda de la política como destino intensificó el estilo teatral de la política, especialmente entre los actores radicales, quienes disfrutaron de su supuesta semejanza con los protagonistas de las tragedias griegas y a quienes no les importaba en absoluto el coste humano de la representación. La teoría y la práctica de la política del Apocalipsis no fueron claramente /a causa de las pesadillas del siglo xx, pero sí que fueron ciertamente uno de los factores del síndrome total que hicieron este siglo tan particularmente inhabitable. Y la gran tesis de Merleau-Ponty de los egos hostiles e irreconciliables, de la

12. Hans BLUMENBERG, The Legimacy of the Modero Age, Robert M. Wallace, trad. Cambridge, Mass., The MIT Press, 1983, pp. 212-217.

violencia como el estilo dominante de la política y del proyecto «Historia» (o dialéctica) como un antídoto era un ejemplo contundente de la patología del pensamiento político.

Uno piensa que, en ocasiones, la teoría política está cayendo a tierra demasiado deprisa y demasiado radicalmente, de manera que la política y los temas de una escuela de administración llegan a ser indiferenciables. Este es seguramente un síntoma de resaca tras el libertinaje de la falsa grandeza, pero el proceso de desintoxicación era obligatorio. La teoría política tuvo que abandonar las peticiones de prima philosophia, la búsqueda yana y peligrosa de las respuestas a las «preguntas finales», la búsqueda de la redención. Porque es la religión, y no la política, el locus adecuado para la búsqueda de la salvación. La política tiene la tarea mucho más prosaica, pero crucial, de mediar en el único ambiente en el que se encuentra la razón política: en el multiverso de opiniones y proyectos cuya pluralidad no debe de ser reducida nunca más a ningún proyecto dialéctico de la «Historia».

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El gran experimento: la autopsia

EXPERIMENTANDO CON EL CUERPO:

POLÍTICO Y SOCIAL

El hundimiento del comunismo en dos olas de revoluciones consecutivas e interconectadas entre 1989 y 1991 no es únicamente un acontecimiento político sorprendente. Las revoluciones del Este no sólo completan la obra de 1789, sino que también ponen fin a la adolescencia de la modernidad. Afirmar junto a Dahrendorf 1 que ya ha llegado el momento de la «sociedad abierta» y que sus enemigos han desaparecido, equivale a declarar que la modernidad ha cumplido su mayoría de edad. Y a pesar del grado de prudencia metodológica necesaria, que está garantizada en el caso de símiles orgánicos en materia política, «mayoría de edad» no parece ser el término adecuado. Los hombres y las mujeres del mundo moderno pueden ahora hacer inventario de lo que poseen, con plena conciencia de que las existencias actuales aparecerán en el próximo inventario, aunque quizá con una configuración completamente nueva. Pueden valorar, de una forma más equilibrada que antes de 1989-199 1, lo que son capaces de conseguir, sin traspasar sus límites de resistencia personales ni los del colectivo de la modernidad. Pueden mirar a su horizonte con ojos inquisitivos, pero sin la auto- contradictoria esperanza, fuera de lugar, y sin la tentación de cruzarlo. Esto es lo que normalmente llamamos comportamiento adulto. Para que todo esto forme parte de un «rasgo de carácter» permanente, se necesita una cosa más: un continuado recuerdo de las correrías de sus antepasados con el Gran Experimento.

Las pasadas siete décadas de comunismo representan quizás el experimento con el cuerpo, político y social, más duradero y más grandioso, más radical y más cruel, de la historia documentada. Fue un experimento total; en sus versiones más ambi 1 Ralf DAHRENDORF, Reflections mi ¡Tie Revolutiori ¡o Europe, Nueva York:

Random House, 1990, p. 17.

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ciosas intentó remodelar los modos y formas habituales de producción y distribución; establecer un nuevo código de comportamiento y pensamiento, inventar unas instituciones políticas completamente nuevas, abolir o debilitar las unidades sociales fundamentales, principalmente la familia; extirpar permanentemente la necesidad de religión, crear una «nueva ciencia» y un «nuevo arte». Los experimentadores principales fueron hostiles hacia las tradiciones (aunque compartieron algunas importantes tradiciones de la modernidad temprana). Para ellos, sólo tenía valor la absoluta novedad y el universalismo absoluto, y estaban firmemente convencidos de que tenían un conocimiento del futuro (por primera vez en la historia humana) porque su «ciencia de la sociedad» les prometía la capacidad de deducir el futuro a partir de «las leyes» del pasado y del presente. Desde su laboratorio social divulgaban regularmente seguros pronósticos de un mundo planificado y de una raza humana completamente nueva.2 Todo esto iba a suceder no sólo en un tiempo récord, sino también sobre la base de rechazar la simple y temporal dimensión «materialista» de un mundo no experimental por ser demasiado lento y demasiado autorrepetitivo.

El comunismo fue un experimento sensu stricto, con todo lo que este término implica, y sus dirigentes más lúcidos están dispuestos a admitir el carácter experimental de su mundo ahora desmoronado. Los planificadores omnipotentes tenían una hipótesis experimental elaborada, con la diferencia de que insistían en saber los resultados a priori, y por tanto atribuían una posición más segura a lo que estaban haciendo que la que se les hubiera otorgado basándose en consideraciones científicas.

2. Desde el principio de la revolución bolchevique ha habido profecías, tant amistosas como hostiles, de la aparición de una nuesa humanidad y de un nuevo tipo de en un libro en los años sesenta (K. AXULOS, >vlarx peIz’,eur de la iechnique), que

y los asuntos humanos estuvo siempre unida a la imaginación bolchevique. Los bolcheviques apreciaron particularmente la ventaja añadida de que un experimento puede, en principio, ser repetido en cualquier momento y en cualquier lugar; el ingeniero social sólo tiene que imponer las condiciones adecuadas en un laboratorio improvisado. Como resultado, el procedimiento

tecnológico podía ser aprendido y los modelos, así generados, podían ser aplicados universalmente. Con toda probabilidad, los

7 bolcheviques rusos —por lo demás— ortodoxos rechazaron des‘ de un principio las reflexiones de Marx sobre una posible vía «únicamente rusocomunitaria» hacia el socialismo a causa de

su predilecciónpor la tecnología social. Este es también el motivo por el que insistieron en «su» Marx, el Darwin de la ciencia social, el rnaítre-penseur de las leyes históricas, con cuyo espíritu era fácilmente conciliable la idea del experimento social. Incluso valoraron el efecto de Marx hacia Darwin. La «selección natural» era el modo brutal «primario de la naturaleza» de producir «experimentalmente» la máxima capacitación para la supervivencia. Los experimentos llevados a cabo en la sociedad,

en «la segunda naturaleza», eran diseñados conscientemente y llevados a cabo bajo la supervisión del ingeniero social. Pero la lucha por la supervivencia, «el experimento con éxito», requería, como los bolcheviques se apresuraron a demostrar, no menos brutalidad que en la primera naturaleza.

II. INFORME DE UN SUPERVIVIENTE DE UN LABORATORIO SOCIAL:

CAMBOYA, EL EXPERIMENTO RADICAL

No es normal que un superviviente común de un genocidio, una víctima ordinaria de atrocidades extraordinarias, sea capaz de dar cuenta exhaustiva y global de acontecimientos que alcan-

fue ridiculizado por la izquierda intelectual francesa. Sigue siendo cuestionable si la tesis de Axelos puede explicar globalmente el «fenómeno Marx». Pero tenía su interés y el libro debe ser rehabilitado.

7. Ya que la posición de Marx sobre la »posicion especial» de Rusia, al igual que todo el debate sobre la necesidad de la fase capitalista en Rusia, ha sido analizado por A. WALItKI, Deó ate o» capiralisn>.

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zan dimensiones terroríficas, tanto en términos de pérdidas de vidas humanas como de la crueldad que implica. Pero éste es el caso de Pm Yathay y la crónica de sus sufrimientos.8 Primero debemos revelar los hechos. Yathay cita repetidamente la cifra de aproximadamente tres millones de personas que perecieron tanto a causa del hambre impuesta coactivamente como de las ejecuciones masivas en Camboya bajo el régimen de los Jeme- res Rojos. Esto es generalmente confirmado por los reportajes periodísticos y otros relatos recopilados mediante la única base de que podemos disponer: entrevistas con los supervivientes, estimaciones indirectas, etcétera. Pero Pm Yathay es el sujeto ideal para una «historia desde dentro». Tiene el suficiente conocimiento para ser políticamente consciente de la naturaleza de los hechos que han acontecido en su nación azotada por el destino, y presenta la suficiente información de fondo para hacer la historia comprensible incluso a aquellos que no la siguieron en los periódicos. Tanto como es necesario para una visión lúcida. Más transformaría este informe desde la morada de los muertos en una tesis doctoral.

El lector normal debería estar interesado no en el estruendo político, sino en el ingenioso mecanismo de todo un país convertido en diminutos Buchenwalds. Y ¿quién podía observarlos más de cerca que un esclavo de tales campos? El término «esclavo» no se utiliza de una forma poco precisa. Pm Yathay y los millones de personas que junto a él fueron bautizados la «nueva gente», y así aislados del campesinado (la «vieja gente») —no libre pero tampoco esclavizado—, eran esclavos en el sentido romano clásico. Aquellos que se hayan preguntado en alguna ocasión cómo un hombre libre esclavizado podía hacer frente a la realidad de pesadilla que le rodeaba, tienen ahora un documento único. El manuscrito del esclavo moderno proporciona una visión interna de los interminables sufrimientos de todos los tiempos; los de los habitantes de Cartago o el Asia Menor, arrancados de sus raíces y convertidos en «herramientas parlantes» para finalmente fertilizar, junto con sus esposas y sus hijos, los latifundia romanos, y los de los negros africanos enfrentándose a un destino similar y finalmente encontrándolo en las más modernas plantaciones del capitalismo. Sin embargo, esta misma descripción revela de inmediato la inexactitud del término. Incluso la esclavitud más brutal y primitiva implicaba algún cálculo econó 8 Pm YATHAY, L’utopie nieurtrire, París: Robert Laffont, 1976.

I mico. Aun cuando el dueño de los esclavos los considerara como

>, una mercancía fácilmente reemplazable, había pagado por «ella»

y, por lo tanto, quería «explotarla» hasta cubrir su inversión. No ocurre así con el dueño colectivo de esclavos de Camboya: la

J «Organización>). El libro de Yathay demuestra irrebatiblemente que el sistema de posesión de esclavos de los Jemeres Rojos nunca pretendió un uso racional y, por consiguiente, ni siquiera una

protección elemental de la fuerza de trabajo esclava. Sólo busca ba la destrucción de la «nueva gente>) mediante la combinación

j mortal de desnutrición y exceso de trabajo.

vi El rasgo fundamental del experimento de Camboya es su carácter igualitario absolutista. Junto con las tendencias de la «revolución cultural proletaria», éste es el único experimento consciente del comunismo de Babeuf —una doctrina que, por diversas razones, casi había desaparecido del socialismo—. Pm Yathay es lo suficientemente inteligente como para entender que los Jemeres Rojos habían resuelto el constante dilema subyacente a todos los intentos igualitarios, el conflicto entre la libertad y la igualdad, mediante la simple eliminación de la libertad como valor. La propaganda de los

Jeremes Rojos mencionaba constantemente el fin de la explo tación de la dominación imperialista, de la desigualdad so cial pero nunca del valor burgués de la libertad. En camboya se había organizado minuciosamente un sistema de igualdad impuesta tiránicamente —por encima de todo, la igualdad económica—. Los campesinos ignorantes y a menudo analfabetos que militaban en las filas de los Jemeres Rojos mostraban una complejidad inesperada respecto a este principio fundamental. Uno de ellos se lo explicó a Yathay de la siguiente manera: ¿Sabes por qué la Angkar (la «Organización») ha retirado el dinero de la circulación? Si emitimos dinero, cada uno de vosotros pedirá un sueldo. Naturalmente, podríamos daros a todos un mismo salario, pero ¿cómo podría la Angkar asegurarse de que todos lo gastáis de la misma manera? Ciertamente habría gente que ahorraría más que otra. A largo plazo, esto desembocaría en nuevas desigualdades. 9

De esto se desprenden dos consecuencias. La primera es estrictamente babeufiana: lo contrario a la relación medios-fines en la corriente principal socialista, en la que la igualdad había

9. Pm YvFHAY, L’ulopie >neurtrrere, p. 307.

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sido, en el mejor de los casos, el medio principal de promover la libertad o la (neurtrire, p. 103.

término moderno y emancipatorio- «clases» no podía serle aplicado. Existían tres grupos de ese tipo en la Camboya de los Jemeres Rojos. El primero estaba constituido por la casta de los «supervisores generales» de los Jemeres Rojos (un conjunto subdividido a su vez en los jefes militares y el brazo civil de la Angkar relativamente subordinado). El segundo, denominado la «vieja gente» —un grupo social básicamente coincidente en extensión con el campesinado de las regiones— era un grupo oprimido y aterrorizado, pero que gozaba de considerables privilegios en comparación con el tercer grupo. Este último era el de la «nueva gente», en su mayoría la población esclavizada deportada de las ciudades.

El informe de Yathay sobre la nueva organización social es conciso y lúcido: «En noviembre de 1976, los Jemeres Rojos alcanzaron la etapa final de su organización política... La cooperativa... era la unidad básica de esta organización. En función de su tamaño, una cooperativa estaba formada por tres o cuatro campos... un campo era una unidad de vida diaria que tenía una capacidad entre cincuenta y cien plazas y una cocina común. En contraste con esta unidad fija también existía una unidad móvil, el campamento. Las cooperativas constituían conjuntamente... la aldea. En la aldea también estaba el Peanich, que tenía un depósito en el que se almacenaba la comida. Éste era el punto donde se acumulaba y distribuía el alimento. Era el Peanich quien aseguraba la distribución de los productos... La población de todos los campos estaba ligada al cultivo del arroz. Toda la mano de obra de la aldea se dedicaba a la producción del arroz.»

Un sistema tan complicado, sin precedentes, de unidades de vida al servicio de diversos propósitos no podía derivarse de medidas improvisadas. Más bien da testimonio de la existencia de un plan rector concebido mucho antes de su puesta en práctica. Quizá la prueba más sólida de ello, que fue también la fuente directa de todos los horrores posteriores, fue la abolición de las ciudades. Yathay, carente de información, no describe si todas las ciudades camboyanas, o sólo la capital, Pnom Penh, sufrieron la deportación forzosa. Sin embargo, como la capital, al igual que Saigón, había estado hipertróficamente superpoblada durante los años de la guerra civil hasta alcanzar los 2-3 millo 11 Pm YATI-IAY, L’utopie ,neurtri0-e, pp. 281 -282.

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nes de habitantes (en un país de 6 millones), esta sola evacuación forzosa explicaría todo lo que ocurrió. Pero respecto a la deportación de toda la población de Pnom Penh, Yathay es una autoridad. Su crónica queda fuera de toda duda. El rasgo más sorprendente es el carácter incuestionablemente planificado de toda la operación, que había sido ocultada incluso a los cuadros militares dirigentes. Pero los funcionarios de los Jemeres Rojos entendían muy bien la necesidad doctrinal de la deportación. Uno de ellos se lo expuso sin rodeos a Pm Yathay: «Ya sabes que Vietnam no es completamente revolucionario. Vietnam no ordenó la evacuación de sus ciudades, en contraste con nuestra decisión. Sabemos que es muy peligroso dejar las ciudades intactas, habitadas. Son centros de provocación y de formación de grupos. En una ciudad es difícil descubrir los núcleos contrarrevolucionarios. Si no se cambia la forma de vida urbana, las organizaciones hostiles pueden volver a constituirse y alinearse contra nosotros. Hemos evacuado las ciudades para aplastar toda resistencia, para destruir el capitalismo reaccionario y mercantil en su cuna. Expulsar a la población urbana significa la eliminación de los gérmenes de la resistencia contra los Jemeres Rojos.’2 Ésta es una pieza de información muy valiosa. Muestra, primero, que la abolición de las ciudades fue, para el militante medio, una parte integrante de la doctrina original, diferenciando a los Jemeres Rojos de la «inconsistencia» del comunismo vietnamita (e incluso del chino). Segundo, la abolición de las ciudades como paso necesario para una sociedad de control absoluto es aceptada categóricamente por los funcionarios. Pero, tercero, cuando menciona la destrucción de «la cuna del capitalismo mercantil», empiezan a aflorar nuevas implicaciones socioeconómicas.

La más importante es la abolición total del mercado. Desde luego, la hostilidad hacia el mercado es típica de todas las sociedades de socialismo de Estado establecidas. Es también una parte innegable de la doctrina original de los socialistas más representativos, que nunca, en sus mayores pesadillas nocturnas, hubieran imaginado nada como Camboya. Lo que es crucial aquí es el carácter extremista del experimento camboyano con una sociedad sin mercado. La primera característica es el radicalismo doctrinario de la ingeniería social que, con los Jemeres

12. Pm YA1FIAY, L’>ttopie n>eurtrare, p. 105.

Rojos fue cualquier cosa menos poco sistematico Estos fueron los primeros en llegar hasta el fin (amargo) de una transforma cion social que habia sido puesta en practica con poco entusias mo incluso por Lenin durante el período del comunismo de guerra Todas las mediaciones de la vida social que teman algo que ver con una economía de mercado fueron destruidas bajo amenaia de muerte Se abobo el dinero se desmonetarizaron las piedras preciosas y el oro y hasta donde fue posible se con fiscaron. Se eliminó el comercio, incluso en la forma de racionamiento Los generos considerados necesarios por la Angkar fueron distribuidos directamente incluso a aquellos que perte necian al grupo no esclavizado de la poblacion Con las muy ra ras excepciones de posesiones estrictamente personales todo era recogido directamente de los productores especialmente los alimentos y almacenado en los depositos centrales para ser re distribuido posteriormente segun unos limites de necesidades estrictamente prescritos Los campesinos «libres» podian que darse con la mitad de su produccion la «nueva gente» no podia quedarse con nada —una vez mas bajo amenazas de muerte

Para la mayor parte de los socialistas la eliminacion de los mecanismos del mercado como un medio sirvio al menos en los terminos de su teoria para un nuevo fin socialmente benefi cioso es decir para garantizar la existencia física de los que se encontraban por debajo de la linea de la absoluta pobreza en los momentos en los que el laissez fatre operaba con absoluta crueldad Con los Jemeres Rojos se dio la vuelta a la relacion medios-fines. Para la «Organización», la sociedad sin mercado era un fin en sí misma, y un medio sólo quizás en relación al sistema de control social absoluto. Pero, no hay que asombrar- se, bajo la superficie de una sociedad «sin mercado» prosperó una red de mercado negro, gigantesca aunque confusa, tanto entre los dueños de los esclavos como entre éstos. Una sociedad de igualitarismo frugal y absoluto normalmente no reduce, sino que más bien intensifica, la escasez que imperaba por encima de todo en la Camboya «liberada». Entre los esclavos, condenados a morir de hambre lentamente, el mercado negro era algo natural. A pesar de las frecuentes ejecuciones de aquellos a los que se sorprendía en flagrante delito, robaban e intercambiaban tazas de arroz (junto con el azúcar, el único alimento disponible) por gemas y moneda extranjera. El mercado negro operaba a gran escala. Por supuesto era un mercado «fragmentado». Al

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no tener ningún objeto (aparte del arroz, el azúcar y las prendas de vestir) un reconocimiento social generalizado como valor de uso, la demanda de circulación como mercancía «legítima» debía establecerse de aldea en aldea, de objeto en objeto. Esto era particularmente cierto para las piedras preciosas y la moneda extranjera que, sin un reconocimiento social generalizado, tenían que ser introducidas «personalmente» en un circuito cara a cara de transacciones y tráfico que era una forma de pleno derecho, aunque algo arcaica, de operación mercantil. Yathay describe cómo consiguió establecer el dólar norteamericano como un valor de intercambio en uno de los lugares de su deportación donde anteriormente sólo se habían aceptado dos artículos: el arroz y el oro. Sus argumentos eran parcialmente políticos (uno podía utilizar dólares en el caso de que el régimen cayera o en el de que consiguiera escaparse), parcialmente técnicos. El arroz podía medirse, argumentaba, el dólar también. Pero el oro, sin las herramientas adecuadas, no podía ser pesado ni cortado en trozos. No hace falta decir que cuando deportaron a Yathay a otra aldea, su mercado «personal» se hundió.

Y lo que es más importante, las transacciones del mercado negro eran mucho más prósperas entre los partidarios de la igualdad absoluta: el aparato de los Jemeres Rojos. La razón de esta atrevida insubordinación es que la necesaria heterogeneidad y las «necesidades artificiales» no pueden ser erradicadas de ninguna sociedad que haya establecido el menor contacto con el mundo modernizado. (La ignorancia total era quizá la única limitación a la imaginación; Pm Yathay vio en una ocasión a un joven militante de los Jemeres Rojos tirando al río miles de dólares encontrados en el cuerpo de uno de los esclavos por la sencilla razón de que el «dinero imperialista» no significaba nada para él.) Relojes y medicinas eran los principales artículos del «mercado superior», que utilizaba la coacción extra- económica, pero que no podía funcionar exclusivamente bajo la coacción. Y fue así como llegó a ocurrir lo contrario que en los campos nazis. En éstos, un truco normal (aunque terriblemente peligroso) entre los reclusos era esconder mientras pudieran los cadáveres de sus compañeros para poder obtener sus raciones. En Camboya, los guardias de los Jemeres Rojos hacían uso regularmente del mismo truco para recoger del depósito central las raciones de arroz de los muertos con objeto de utilizarlas en el mercado negro.

Bajo la administración de los Jemeres Rojos, Camboya fue

el único intento moderno de comunismo agrario, basado en el

monocultivo y la autosuficiencia como objetivo político cons ciente ¿Fue ésta una simple extensión, o quizás una dramática

exposición, de los regímenes comunistas, o fue sólo una desvia ció del modelo habitual? Al tomar partido los Jemeres Rojos

por China y contra la Unión Soviética, la propaganda soviética

< tendió a sugerir lo último. Sin embargo, desde el análisis ex haustiv y preciso de Yathay, el régimen de los Jemeres Rojos

aparece como una extensión consistente del modelo soviético.

Era una dictadura sobre las necesidades diseñada y puesta en

práctica sobre la base de un radicalismo pervertido. Era una

sociedad dirigida por una autoridad política omnipotente. El

«nuevo hombre» educado por el sistema y las formas de opre sió que prevalecían a través del mismo podían encontrarse

más o menos en las sociedades soviéticas. Pero también exis tía importantes diferencias. Así, el proyecto agrario comunis t había desaparecido totalmente de la Unión Soviética y de su

imperio de la Europa del Este. Este proyecto buscaba la des trucció de las aldeas más que la reducción de la sociedad a un

conjunto de aldeas autosuficientes. Incluso la tendencia más igualitaria del comunismo asiático, la revolución cultural china, fue algo diferente. Nunca persiguió la destrucción de las

ciudades, aunque desde luego intentara incrementar el poder político y económico de las aldeas. Pero los dirigentes de los

Jemeres Rojos no estaban interesados en absoluto por la modernización. Su sociedad vivía en una edad de piedra de la tecnología. Por consiguiente, cuando se analiza el genocidio camboyano es lícito culpar a las elites del poder comunista asiáticas y no asiáticas de su aparición. Es igualmente lícito señalar los aspectos fundamentales de los regímenes comunistas que han introducido proyectos en la ‘ estaba formada por antiguos residentes de Pnom Penh procedentes de todas las clases sociales. Incluso señala que, al contrario que los ricos o las personas acomodadas que habían escondido sus joyas, oro y moneda extranjera, los pobres fueron los primeros en perecer porque no tenían absolutamente nada que cambiar en el vital mercado negro del arroz.

Pero ¿por qué no aniquilar a los habitantes de las ciudades de una vez, de un plumazo? ¿Por qué el complicado sistema de dejar que los habitantes de las ciudades murieran de hambre? ¿Por qué no crear campos de exterminio modernos y eficientes? En primer lugar, mientras que las fábricas de muerte por gas modernas podían ser atractivas para un bárbaro educado en una cultura urbana, no lo serían ciertamente para los soldados campesinos. Hecho de un modo lo suficientemente bárbaro, estos últimos quizá pudieran considerar el hambre masiva de los habitantes de la ciudad como un «castigo histórico justo)>. Sin embargo, es cuestionable cómo hubieran reaccionado si hubiesen visto a cientos de miles de niños empujados hacia las cámaras de gas. La frontera entre humanidad y barbarie es relativamente fácil de traspasar, pero no bajo cualquier condición. Además, existía el sentimiento de confianza en uno mismo, tan común a todos los tipos de Gulags, de que el tiempo estaba del lado del guardián, no del prisionero. Por tanto, no había ninguna prisa y la aniquilación física de grupos sociales enteros podía desarrollarse con seguridad de una forma más o menos gradual.

Las primeras fases de la nueva esclavitud pueden esbozarse basándose en la narración de Yathay. A consecuencia de la pacífica y solemne marcha de los Jemeres Rojos hacia Pnom Penh, se dio la orden a toda la población de abandonar de inmediato la ciudad bajo la amenaza de «el castigo más severo».

No se dio ninguna razón. Sólo existían rumores imprecisos sobre posibles ataques aéreos estadounidense. Al igual que sucedió con los judíos, la evacuación parecía temporal. De hecho, el

[ primer requerimiento oficial para que se ausentara de la ciudad era únicamente para una duración de tres días y nunca fue revocado. La gente fue simplemente alejada de ella cada vez más.

Sin embargo, a diferencia de los nazis, los camboyanos no proporcionaron ningún medio de transporte. Las gentes, incluyendo los niños, las personas mayores y los enfermos y mutilados, anduvieron mientras pudieron, y después simplemente murieron. De nuevo a diferencia de los nazis, los guardias de los Jemeres Rojos no ejecutaron a los que se quedaban atrás, simple- mente los abandonaron a su inevitable destino. Yathay, que

contempló todo con los ojos de un esclavo y que no menciona más que lo que vio desde esa perspectiva, no pudo observar nin< guna pauta estricta en la evacuación. La gente sólo tenía que

marchar hacia las aldeas donde los campesinos locales (la «vieja gente») decidía si aceptar a los recién llegados o dejarles expuestos a la adversidad del clima y la indiferencia de la naturaleza. Un hecho cruel se hizo evidente de inmediato: no iban a dejar la aldea en la que habían sido recibidos. Sus propios movimientos dentro de ella eran cada vez más regulados y controlados, tan estrictamente como los de los internados en los campos de concentración. Posteriormente hubo dos olas más de deportación masiva. Yathay sólo pudo intentar adivinar por qué habían sido ordenadas. Dadas la creciente crueldad ejercida durante las olas consecutivas de deportación, y la falta de cualquier motivación económica, las interpretó como señales de una victoria final de la línea dura dentro del liderazgo de los Jemeres Rojos. En realidad, las nuevas olas eran esencialmente formas intensificadas de exterminio masivo de la «nueva gente».

Mientras tanto se produjeron dos importantes anuncios públicos. Primero: «la nueva gente» era propiedad del Estado (esto fue una desilusión para la «vieja gente» que quería utilizarla como esclavos trabajadores de su propiedad); y, segundo, su ce-

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Sión era final e irrevocable. Este último anuncio parecía entrar en conflicto con la constante exhortación a «purificarse» de la culpabilidad del pasado. En este y otros asuntos los Jemeres Rojos no fueron muy exigentes con la consistencia lógica de los mismos. La ‘eurtrire, p. 256.

gico de la práctica. Los informes de los campos de reeducación (que son instituciones típicas de la versión asiática de las dictaduras sobre las necesidades) confirman la existencia del mismo ritual, dirigido invariablemente a la destrucción de la personalidad. Lo que es particularmente camboyano es el rechazo categórico de todos los vínculos familiares mediante la afirmación explícita de que la Arzgkar, y no la familia, cuida de los hijos.

La hora más crítica del sufrimiento llega cuando la campana dobla por los hijos de la «nueva gente». El primero en morir de los hijos de Yathay fue el pequeño, un niño de tres años que murió en una etapa muy temprana, a raíz de una de las enfermedades típicas del hambre, en poco tiempo y sin excesivos sufrimientos. La apenada madre que creía con optimismo que nada peor podía ocurrir, luchó por el privilegio ilícito (es decir, religioso) de incinerar a su hijo muerto y llevar las cenizas con ella. Mucho más monstruosa fue la suerte que padeció su segundo hijo, de cinco años. Tuvo que ser dejado atrás cuando Yathay y su mujer intentaron una desesperada huida (porque la identidad de Yathay había sido descubierta, y ello significaba la muerte ineludible). Enseñaron a su hijo a memorizar su verdadero nombre en el improbable caso de que sobreviviera, y la forma de comportarse como un esclavo obediente. Le dijeron que ellos iban a morir (lo que, a efectos prácticos, era verdad en lo concerniente al niño) y le dejaron en el «hospital» bajo el dudoso cuidado de una mujer que ya había perdido seis de sus hijos.

Hombres, mujeres y niños de la «nueva gente» eran aparentemente introducidos en la vida real sin signos externos —como la estrella de David utilizada en los guetos o el uniforme a rayas de los campos de concentración— que los distinguieran de la «vieja gente». El único signo visible de distinción era el estado de adelgazamiento de sus cuerpos en comparación con el bienestar físico relativo de un campesinado duramente explotado. Pero se les robaba tanto el tiempo normal como el espacio normal. Por regla general no tenían reloj, calculaban la hora mediante puras conjeturas: no existían ni calendarios ni periódicos. Las emisiones de Radio Jemeres Rojos eran irregulares y sólo el jefe de la aldea poseía una radio. Su espacio se reducía a lo que, como internados en campos, se les asignara, y no sólo mientras permanecían en campamentos en el bosque, sino también en las aldeas. Todos ellos eran conocidos personalmente

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por los guardias de los Jerrieres Rojos. Se les podía detener en cualquier momento, ordenndol que hicieran cualquier cosa que al guardián le pareciera adecuado, o requeriéndolos para que volvieran a sus habitáculos que eran barracones o bloques en un campo de internamiento más que en casas, ya que los supervisores podían entrar en cualquier momento u ordenarles que dejaran las puertas abiertas. Carecían de pasado excepto en su memoria; ya no poseían ninguna fotografía, carta o documento de ningún tipo. Carecían de futuro, incluso en su imaginación. Lo que les esperaba a ellos y a sus hijos era —por utilizar una de las pintorescas alusiones constantes de los activistas de los Jemeres Rojos— seir a la Angkar con sus cuerpos como fertilizante para los arrozales. Carecían de presente ya que no podían precisar un nombre o Una fecha exacta sobre el momento en el que fueron esclavizado5

Finalmente, ni siquiera tenían un cuerpo que funcionara normalmente. Al igual que los Uternados de todos los campos, nazis o bolcheviques, los deportados camboyanos también padecían diarreas crónicas disenterías beriberi y otras enfermedades típicas de la desnutrición Carecían de todas las instalaciones y medios necesarios para mantener una higiene normal, incluso de jabón y pasta dentífrica del mismo modo que las personas deportadas habían sido tratadas siempre. Corrompidos como lo estaban por la Vida Urbana, padecían más aún con esto. A diferencia de los europeos no tenían ningún conocimiento de los efectos de los Campos de concentración. Por consiguiente, los hombres se quedab pasmados al oír que las mujeres, con las que no había tenido Contactos sexuales en mucho tiempo, habían dejado de menstruar, un síntoma típico, y muy peligroso, de la vida femenina e dichos campos. Tenían, por supuesto, hospitales en la mejor tradición de Buchenwald, Mauthausen o Bergen-Belsen, otras palabras, eran lugares situados en los campos de internamiento de las aldeas en los que tiránicas enfermeras humillaban a los pacientes en lugar de tratarlos; lugares en los que Permanecer era más peligroso que hacerlo en las cabañas, debido a las enfermedades contagiosas que en ellos proliferaban; luga5 en los que no había médicos (los Jemeres Rojos estaban elimi d la alienación derivada de la división del trabajo), en lOS que no había medicamentos excepto unos pocos «producto5 naturales» que, en el mejor de los casos, no mataban a los Paciefltes, lugares en los que los en-

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fermos, de nuevO en penitencia por los daños producidos a la Angkar por su ausencia del trabajo, recibían media ración de una dieta para morir de hambre. Asaltado desde todas direcciones, el cuerpo perdía completamente la sexualidad. Aparte del hecho de que para los virtuosos militantes de los JemereS Rojos era un crimen peligroso castigado con la muerte el ser encontrado teniendo contacto sexual con alguien que no fuera su pareja (una vez más, cuando les vino bien, se reinstauró la instituciÓfl de la familia), ¿cómo podía un cuerpo totalmente exhausto entregarse a placeres sensuales?

No es de extrañar, pues, que la dignidad humana se derrumbase en ese mundo de cuerpos doloridos, sucios, hediondos y sin sexualidad; en ese mundo lleno de heridas, en el que la gente vivía literalmente como vegetales. La gente estaba encarcelada en un mundo solipsista de ansias incesantes por algo de comer. Yathay no sólo es objetivo y equilibrad0 también es despiadado (consigo mismo y con sus seres más queridos) al retratar el nadir humano. Describe cómo había experimentado en una ocasión la idea de escapar él solo y abandonar a su mujer y a sus dos hijos. No tiene miedo de compartir con el lector los momentos más íntimos, los que preceden a la muerte, con su amada madre que le rogó que le consiguiera algo de azúcar para probarla por última vez, y que, cuando recibió el azúcar, la saboreó hasta morir sin preocuParse de nada más. Obselwa objetivamente los terribles dramas de los que no pudieron resistir la tentación y llegaron al canibalism0. Yathay es consciente de que aquellos que cometieron antropofagia habían perdido irremediablemente la dimensión de su humanidad. Pero, desde luego, todo esto sucedió ante el telón de fondo del dominio de los Te- meres Rojos, de las exhortaciones moralizadoras de todos aquellos que habían creado esa misma situación. También narra con gran sensibilidad episodios de dignidad humana intacta. A través de ellos nos presenta a su padre. Su único deseo era ver a Yathay una vez más antes de morir. Habló con objetividad y lucidez de su inminente muerte, pero antes de nada lo hizo sobre cómo podía sobrevivir su hijo, a quien dio su última ración de alimento. Las dos hermanas de Yathay, madres de numerosos niños, murieron pronto; mujeres jóvenes que se ofrecieron voluntarias para el pestilentO «hospital» con objeto de cuidar a su madre moribunda y que murieron con ella.

Si las connotaciones ligadas al término «barbarie» no fueran

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tan universalmente negativas, incluso repulsivas, los agresivos militantes de los Jemeres Rojos, que habían rechazado tantos tabúes y disfrutado haciendo ostentación de su radicalismo sin igual, quizás aceptaran este término como una descripción precisa de su principal aspiración. Porque los dos componentes principales de la barbarie raramente han aflorado con tanta claridad como lo hicieron con los Jemeres Rojos. Estos son el rechazo radical de la civilización y el igualmente rechazo abierto de la tradición moral.

Respecto al primer componente, sólo el comunismo agrario de los Jemeres Rojos podía hacer realidad la barbarie moderna en su máxima expresión: la destrucción física deliberada de la civilización mecánica como algo históricamente negativo. Los Jemeres Rojos no eran nómadas camuflados de comunistas. Tenían un telos y una conciencia histórica. No eran «salvajes», sino asesinos moralizadores que hacían un juicio histórico a las ciudades, la industria, los mercados, el comercio mundial, y sus pecados. Los proyectos de industrialización del «socialismo real» generaban sus propias barbaries, pero habían llegado a un punto de acuerdo con la industrialización y la vida urbana de las que se desprendía irremediablemente el individualismo. Por contraste, existía una completa armonía entre los dirigentes de los Jemeres Rojos y sus soldados rasos en lo referente a las dimensiones económica, política y «moral» de la destrucción de la civilización individualista. Esto significaba, lo primero, auto- suficiencia y producción agraria; lo segundo, un control social absoluto, inalcanzable en las grandes ciudades, y lo tercero, una culpabilidad colectiva y un castigo colectivo.

En la nueva Camboya, Dios está muerto o, más bien, ha sido asesinado: sus templos fueron destruidos, sus predicadores ejecutados. Pero no era la Iglesia como «órgano ideológico de los opresores» lo que fue atacado; era el Dios de la misericordia y de la caridad lo que fue erradicado. Sin haber oído nunca hablar de Nietzsche, los instructores morales de los Jemeres Rojos habían entrenado a las nuevas bestias de acuerdo con la receta de aquél: les habían enseñado a vivir sin compasión ni miedo. Sólo habían tenido éxito en lo primero, pero no en lo segundo. En cualquier sociedad de neobarbarie producida experimentalmente, en la que la superación del miedo y la compasión es un telos social general, los educadores sólo pueden lograr un mundo desprovisto de misericordia, caridad o simpatía ( y por tanto

un mundo que es finalmente inhabitable), pero nunca un mundo libre de miedos. Por el contrario: su mundo es el del terror generalizado, y su objeto no es un Superhombre sino un ser infrahumano. Ya que mientras que predicaban las virtudes comunales, la colectividad y el interés general, los militantes de los Jemeres Rojos eran en su inmensa mayoría estraperlistas, ladrones, que robaban tanto a sus esclavos como al «interés general», y asesinos por resentimientos y beneficios personales. Por consiguiente, el entrenamiento colectivo del nuevo bárbaro volvió al punto de partida y, a través de hecatombes sinfín, retornó al mismo mundo de individualismo desenfrenado contra el que había desencadenado su cruzada.

III. LAS RAÍCES DEL EXPERIMENTO

Retrospectivamente las décadas de los excesos del Gran Experirnento, que ocupa en la memoria humana colectiva un lugar equiparable al del episodio asesinos de Hitler, casi aparece

como la mayor explosión de irracionalidad humana que merezca nuestra vehemente condena pero que no puede ser comprendida racionalmente. Sin embargo, conviene a nuestro mejor interés colectivo el comprender que el Gran Experimento estuvo firmemente basado en los dilemas de la modernidad y en algu nas de sus tradiciones básicas.

Mediante la emancipación de los mercados de la supervisión e intervención del príncipe soberano, los esfuerzos modernos han creado por primera vez en la historia una economía libre y dinámica, dirigida al crecimiento y guiada no por valores simbólicos sino solamente por la motivación del beneficio.14 Al mis-

14 A la doctrina de Karl POLANYI sobre la antropo1ogia económica” recoDo cida hasta el momento sólo dentro de confines demasiado estrechos de la academia puede atribuirse el importante descubrimiento de que la especificidad del .capitalismo” o de la sociedad moderna consiste en hacer de la economía una esfera autónoma. De las inxestigaciones de Polányi queda claro que, en órdenes sociales anteriores, la producción para la subsistencia estuvo siempre entretejida en una red de avalores” mitológicos, religiosos, de parentesco y familiares, imaginaciones, prescripciones y tabúes que conjuntamente definían que, cómo y cuánto debería producirse. Por contraste, RICARDO tenía razón al describir el capitalismo” como la sociedad de la ,, en R. KOSELLECK, Futures past, trad. de Keith Tribe, Cambridge, MA:

MIT Press, 1985. Véase también Alain REY, ,,Revolution» - Histoire don nlot, París: Gallimard, 1986.

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nación de las acciones humanas por las «esferas más altas.» En la medida en que se aplicaba a turbulencias políticas, por ejemplo por Hobbes a los veinte años de revoluciones inglesas, siempre implicó el tiempo como una cualidad uniforme y repetibie. El nombre que se daba a los conflictos sociales era «guerra civil», no revolución.18 La descripción de los levantamientos como revoluciones comenzó en el siglo xviii, con la Ilustración, y ha conseguido su forma final en ya partir de l789. Los principales matices de significado, gradualmente acumulados al término, fueron los siguientes: se convirtió en un «singular colectivo», la Revolución escrita con mayúscula, cuya realización eran las revoluciones particulares; como tal, era un agente trascendental y metahistórico. La idea de la aceleración (del tiempo universal) siempre estuvo ligada a la revolución; como tal, el término adquirió un significado escatológico, equivalente al desplome del tiempo histórico «normal» y al «próximo fin de los tiempos», o al «fin de la prehistoria». El término fue extendiéndose de modo creciente desde los acontecimientos políticos a los cambios sociales; con esta metamorfosis tomó su esencia de un futuro hipostasiado, relegando el pasado a un segundo plano. También ganaba terreno con rapidez un significado extendido, la «revolución mundial», indicando la revolución a escala global. Esta extensión espacial trajo también consigo un cambio temporal: la revolución ya no se entendía como un acontecimiento en el tiempo, sino más bien como un proceso permanente. Por último, del sustantivo «singular colectivo» nació un verbo que denotaba la actividad revolucionaria. Indicaba la posibilidad de fabricar (Machbarkeit) el mundo, o la «Sociedad».2°

Este crecimiento en complejidad y alcance del término «revolución» fue únicamente peculiar de la modernidad occidental, y estuvo estrechamente vinculado a las preparaciones para ci Gran Experimento y al curso real de éste. (En todas las demás culturas apareció tarde e invariablemente como un trasplante del término occidental.) El agente mitológico-metahistóricn era la versión (relativamente) secularizada del espíritu hegeliano

17. KOSELLECK, pp. 40, 42.

18. KOSELLECK, p. 43.

19. KOSELLECK, p. 46.

20. KOSIr.LLE-cK, p. 46 et pasi) por Merleau-Ponty,22 estaba omnipresente en la modernidad.

El Gran Experimento, por consiguiente, puede ser percibido sin ningún género de dudas como mucho más que una loca aventura, una explosión de la parte irracional de la naturaleza humana; estaba bien arraigada en algunas de las tendencias principales de la modernidad. Tras su desplome absoluto, por tanto, cuando nos encontramos examinando cuidadosamente los escombros de sus proyectos antaño grandiosos, cuando la Revolución, por una vez, ha terminado y la «Razón en la Historia» —en su sentido teleológico hegeliano-marxista— se revela como una opción descartada, no es un partido determinado, sino la modernidad como un todo, la que tiene que extraer conclusiones importantes de este fracaso.

DESPUÉS DEL DESPLOME:

¿HACIA DÓNDE VA LA MODERNIDAD?

Aunque nunca fue más importante, hacer pronósticos políticos es extremadamente difícil en esta crucial coyuntura, en especial para aquellos que son enemigos de predicciones impuestas por la fuerza. Aquí sólo pueden insinuarse algunas importantes tendencias aún incipientes y su lugar posible en la historia futura, dejando abierta siempre la posibilidad de que lo que en la actualidad parece ser una bendición puede llegar a ser un col-de-sae, o puede degenerar en una nueva maldición para la modernidad. A pesar de esta salvedad, y contrastando con el resumen periodístico de los resultados de las revoluciones de 1989-91, el futuro de la modernidad no es probable que evolucione con la dinámica del «triunfo del capitalismo» sobre el «socialismo». Es infinitamente más probable que la típica imaginación social del siglo xix y’ sus formas de «instituir la sociedad», bajo la dominación exclusiva de la esfera económica, llegue gradualmente a su fin. Esto es lo que Dahrendorf quiso decir al rechazar como sistemas cerrados lo mismo el «capitalismo» que el «socialismo», así como con la defensa de la «sociedad abierta». 23 Y esta visión de la modernidad es corroborada con fuerza por la sociología de Luhmann, que ve nuestro mundo como un sistema de sistemas en el que no hay ningún centro dominante único, pero cuya unidad final es proporcionada por una interacción de varios subsistemas.24

El abandono de la tesis del centro económico dominante del mundo moderno (compartida en el siglo XIX por los socialistas

21. La exposición clásica de la racionalidad convirtiéndose en un caos opresivo es por supuesto de Max HDRKHEIMER y Theodor W. ADORNO, Dialeetic of Enlightrnent, trad. de John Cumming, Nueva York: Continuum, 1988. Sin embargo, el análisis ejemplar de un orden completamente planificado y «racional,’ que degenera en un sistema de control absoluto internamente irracional puede encontrarse en la filosofía de la cultura de Adorno, en particular en su análisis del camino de la,< nueva música». Th. W. ADORNO, Philosophie der Neueri Musik, en Th. W. ADORNO, Gesanirnelte Schrifren, vol. 12. Frankfurt: Suhrkamp, 1975.

22. Maurice MERLEAL’-PONTY, Aventures of the Dialectic, trad. de Joseph Bien, Evanston, Northwestern University Press, 1973, p. 74.

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23. DA11RENDORF, Re!lections on ¡he Revo?uuon jo Europe, p. 25.

24. Niklas LtHMANN, en un artículo en The Neo’ York Times, «Bul jusi who is that fairy godmother?», 29 de septiembre de 1991, 4/1-4, informa sbre un crecientc cambio de mentalidad entre los economistas estadounidenses, precisamente en un momento en que el periodismo superficial recapitula la lección de la hora histórica del ,‘triunfo del capitalismo». «[Una parte considerable de los economistas americanos] están razonando cada vez más que el mercado solo, con su complejo de atributos egocéntricos, no es suficiente»; que la tarea de proporcionar empleo «realmente va más allá del ámbito de la economía, hacia la naturaleza de la cultura s hacia cómo organizamos tant) del resto de la sociedad ni sin someter a la sociedad a este nuevo centro (al ser el capitalismo tan artificial, tan exigente y tan alejado del orden natural de las cosas). Pero cuando ha surgido una forma de producción moderna y dinámica, la tendencia puede, en principio, invertirse; la «economía» puede ser reintegrada a la sociedad, y pueden hacerse valer los derechos de los ciudadanos en la esfera económica. Sólo existe un obstáculo, pero muy serio, a una reorganización efectiva de este tipo. Sin una reducción totalitaria, la modernidad es inevitablemente pluralista. Además, sólo tiene una sustancia moral comúnmente compartida muy «ligera». Y reintegrar la economía al conjunto social requiere una versión firme del consenso que, como norma, está basado en una sustancia moral densa.

Pero el cambio más dramático, todavía apenas perceptible, en la construcción global de la modernidad después del fracaso del Gran Experimento, será con toda probabilidad la cancelación del proyecto fáustico, el viaje, obsesivamente ligado al futuro, del nuevo mundo. La modernidad ha sido configurada hasta el momento únicamente por exploradores, innovadores científicos y tecnológicos, experimentadores radicales con el arte de gobernar y las estructuras sociales; todos ellos tipos sin domicilio permanente en el presente, pero cuyos ojos están fijos en continentes —reales o simbólicos— por conquistar. Los arquitectos, en el sentido moral, político, y también en el sentido literal del término, que levantan edificios para un presente con continuación, para un «mundo», raramente eran admitidos en el panteón de la modernidad. Pero ha llegado el tiempo de la invención y la reorganización, excluyendo ambas el proyecto de transcendencia absoluta. Queda por ver si será un tiempo beneficioso, de consolidación de ganancias y acopio de fuerzas para nuevas proezas y adelantos, o si será un período materialista carente de inspiración. Porque no sólo los horrores, sino también la grandeza de una modernidad joven, han estado intrínsecamente unidos a la «institución imaginaria social» radical. Esta última siempre tuvo como objetivo lo nunca visto, lo completamente nuevo, y a menudo le ha susurrado al actor al oído sugiriéndole, y, sí, también a la actriz, que desafiaran lo imposible y cruzaran el horizonte. Tales audaces esperanzas están en la actualidad enterradas bajo los escombros del Gran Experimento,

y esperamos con optimismo haber aprendido alguna lección. Pero todas las lecciones pueden aprenderse de nuevo. La modernidad tendría que volver a aprender la moral de su propia historia si hubiera perdido por completo su espíritu experimental.

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La situación de la esperanza al final del siglo

En los albores de la era moderna, la esperanza se hundió hasta llegar al punto más bajo de su prestigio y, sobre ella, Spinoza pronunció el veredicto del racionalismo clásico, excluyendo toda apelación. La esperanza es anterior al conocimiento, el marco mental de los «aún no conscientes», un producto de la imaginación, no un producto de la razón.’ Mientras que en los tiempos cristianos la esperanza había sido estimada como un sentimiento moral bien fundado en virtud de ser la confianza de la creatura en la buena nueva, en nuestra prometida salvación, en una promesa que no podía decepcionamos,2 en la posterior era del racionalismo la esperanza ya no era una portadora de certidumbre. Ante el tribunal de la ratio se demostró que era culpable de incoherencia, de ser cobarde, de asustarse y negar la realidad cuyo conocimiento es lo único que puede otorgarnos certidumbre; finalmente, se demostró que era culpable de ser «simplemente subjetiva». La polémica fue a la vez de naturaleza epistemológica y ética. También se invocó contra la esperanza la muy antigua máxima de los estoicos y los epicúreos, la máxima de rechazar la sombra proyectada por la muerte, la del carpe diem. Como bien había previsto el racionalismo, la esperanza había sido emparejada normalmente con el miedo; sin embargo, el miedo no era considerado únicamente cobarde, sino también como un estado en el que el uso de nuestras facultades racionales estaba limitado. Mientras sintamos miedo y esperanza no podemos conocer —se suponía— porque estamos cognitivamente paralizados. Mientras sintamos miedo y esperanza somos esclavos de nuestras pasiones y de nuestra imaginación, así como de esa autoridad superior que nos ha hecho una promesa y que, a cambio, nos mantiene en esclavitud. Goethe se sumó

1. Baruch SPINOZA, Ethics.

2. Véase la mejor caracterización de la interpretación de san Pablo del papel de la Esperan,» en la vida cristiana en Rudolf BULIMANN, Theolog’, of dic Neo’ Te5tanleol, Londres, 1952, pp. 320-323.

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alegremente al veredicto de Spinoza, y, en la segunda parte de Fausto, puso en la picota al miedo y la esperanza.3

Nadie supo mejor que el más importante filósofo de la esperanza, Ernst Bloch, que en el fondo de todas las utopías radicales está la esperanza, el impulso subjetivo que nunca hemos alcanzado. La esperanza, que no era todavía una realidad, a menudo buscaba la respetabilidad vistiéndose con el ropaje utópico, el disfraz de la realidad más allá de la realidad. Pero esta antigua historia alcanzó una etapa peculiar en la sociedad moderna, al aparecer esta sociedad en una forma emancipada después de la Revolución Francesa. El nuevo mundo era el fruto de la imaginación inventiva, pero estaba dirigido basándose en las leyes. Sin embargo, entonces las personas vivían encadenadas a las leyes. Muchas de ellas anhelaban una Atlántida más nueva, que estuviera más allá de las leyes. Lo que ahora les prometía la esperanza de la utopía radical era una «segunda salvación», no una esperanza anterior al conocimiento, sino más bien una esperanza por encima del calculo, la planificación y las leyes; una esperanza que transcendería una objetividad completamente dominada.

En este siglo, el debate más significativo entre las filosofías de la esperanza y la antiesperanza es el encuentro entre Bloch y Heidegger. El dominio completo del futuro o el «más allá» ha sido abreviado drásticamente en Heidegger a través del énfasis puesto en el «horizonte». El mundo del «ser-ahí» está situado dentro del horizonte; tener la esperanza de su trascendencia es un signo de inferioridad. En Heidegger, es la Enstschlossenheit heroica, herencia de Nietzsche, lo que sustituye a la esperanza. Bloch ofrece una réplica aguda y sociológicamente injusta a la posición de Heidegger: «Pero, sin embargo, tan sospechosa como la inmadurez (sentimentalismo) de la función utópica no desarrollada es la estolidez tan extendida —y ésta sí, muy madurada— del filisteo a mano, del empírico con telarañas en los

3. Klugheit:

Zwei der groessten Menscbeofeinde, Furcht uod Hoffnung, aogekeuet, íJalt idi ab von der Gerneinde; Platz gemacht! ¡br seid gerettet.

Johann Wolfgang GOETHE, Fausto, Der Tragoedie Zweiter Teil, en Fuenf Akten, Erster Akt, Weitlaufiger Saal, Berliner Ausgabe, Aufbau Verlag, vol. IV, Drao.’atische Dichtungen, 1965, p. 327.

ojos y su ignorancia del mundo; en suma, es la alianza en la que el burgués bien alimentado y el práctico superficial no sólo han rechazado en globo y de una vez la función anticipadora, sino que la hacen objeto de desprecio.» Y cita a Heidegger: «En el deseo la existencia proyecta su ser en posibilidades, que no sólo escapan a la preocupación, sino cuyo cumplimiento ni siquiera es reflexionado o esperado (!). Al contrario, la preeminencia del ser anticipado en el modus del mero deseo trae consigo una incomprensión de las posibilidades del hecho... El desear es una modificación existencial del proyectarse comprensivamente a sí mismo, de un proyecto que, caído en el abatimiento de la existencia, se abandona simplemente a las posibilidades.» Y Bloch añade: «Aplicadas sin más a la anticipación inmadura estas palabras suenan, sin duda, como las de un eunuco que echara en cara su impotencia a un Hércules niño... El punto de contacto entre el sueño y la vida —sin el cual el sueño no es más que utopía abstracta, y la vida sólo trivialidad— se halla en la capacidad utópica reintegrada a su verdadera dimensión, la cual se halla siempre vinculada a lo i4”

El encuentro es, de hecho, un punto muerto. Bloch señala correctamente hacia la esterilidad del rechazo de Heidegger de la dinámica de la esperanza iii ¿‘oto. El horizonte no es un firmamento fijo; es desplazado y empujado hacia adelante continuamente, mediante cada paso que damos, y el impulso esperanzador, a menudo ignorante o desestimador de los «potenciales objetivos», es una de las principales fuerzas que empujan el horizonte hacia adelante.5 En esta parte, Heidegger descubriría fácilmente en Bloch los vestigios de la vieja metafísica. Tras todo el potpourri de sueños, ensueños, proyecciones y fantasmas, en la filosofía de Bloch se esconde un fantasma metafísico: la Esperanza escrita con mayúscula, un principio que homogeneiza

4. Ernst BLOCH, The Principie of Hope, trad. por Neville Plaice, Stephen Plaice & Paul Knight, Carnbridge: MTT Press, 1986, vol. 1, pp. 145-146.

* Para esta Cita de Ernst BLOCH, quien a su vez cita a Heidegger, he utilizado la traducción desde el alemán de Felipe González Vicén, El principio esperanza, tomo 1, Aguilar, Madrid, 1977, pp. 134-135. (N. de la T.)

5. La reducción de la dinámica esperanzadora por el énfasis de Heidegger sobre el horizonte es un hecho, aunque nunca dejó de recalcar que *todo empieza con el futuro». Es más, Heidegger incluso criticó a Freud por introducir una historia de la psique causal orientada al pasado mientras, según Heidegger, somos un proyecto, es decir, unos seres vinculados al luturo (Zollikon-Seniinar.s).

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los actos dispares y dispersos de ios anhelos, las esperanzas . los sueños, a lo largo de la historia.

Al decir esto no tenernos la intención de denigrar la tesis de Bloch. Dimensiones cruciales de la «filosofía de la praxis» han sido desenterradas por «el principio de la Esperanza», dimensiones que seguían estando ocultas, e incluso suprimidas, en la verSión más «científica» de esta teoría. La Esperanza está libre del fetichismo de las leyes porque es un agente marginal y excéntrico. Sin embargo, no es un antípoda de lo consciente. Presiona incesantemente para hacerse consciente y para manifestarse (y al haber alcanzado su objetivo contraproducente, pierde su calidad constitutiva). Debido a su marginalidad y a su carácter aún- no-consciente, la Esperanza se puede convertir, más que la «ciencia», en la guía de la praxis. La Esperanza es menos que la certeza ya que la certeza es lo que no es ambivalente, mientras que la Esperanza es la progenitora de numerosas certezas en potencia. El superávit de esperanza expresa un aspecto de la racionalidad crucial, y al menos racionalmente, nunca completamente explicable: esa circunstancia en la que siempre abrigamos reservas intelectuales ocultas que no pueden ser entendidas por la razón y que únicamente pueden ser movilizadas por la esperanza.

La modernidad tardía marcó la pleamar de la esperanza. El modernismo apocalíptico y redentor, sus visiones del mundo y sus trabajos artísticos, condujeron el concepto «Esperanza» a la cima de su carrera más reciente. Pero con el posmodernismo esta dinámica llegó a un estancamiento, y la Esperanza decadente parece haber vuelto a ese punto del nadir en el que había morado durante la era del racionalismo clásico. El contraste entre lo moderno y lo posmoderno no es un contraste entre la esperanza y la desesperanza. Los nichos posmodernos en el mundo moderno no son refugios para las ilusiones perdidas. Las esperanzas, en plural, mantienen el mundo funcionando del mismo modo que lo hicieran anteriormente; pero la Esperanza con mayúscula, la protagonista metafísica de Bloch, ha perdido su poderoso atractivo por muchas razones. Para empezar está relacionada con una promesa sin la que no es siquiera prerracional; carece de cuerpo, de estructura, de substancia, es una fantasía vacía. Al mismo tiempo, aquellos que tienen esperanza no pueden ser la fuente de las promesas de la Esperanza, porque la promesa tiene que darse desde un punto de Arquímedes, fijo por encima y más allá del dominio humano, para contar

con la más mínima autoridad. Sin embargo, las promesas transcendentes de la esperanza político-histórica han sido completamente descreditadas en el siglo del Holocausto y el Gulag.

Segundo, el concepto de la Esperanza unificada, homogeneizando los actos dispares de deseo, sueño, proyección, imaginación y fantasía, es inseparable de la Historia Universal, una narrativa que se desmorona frente a nosotros, disolviéndose en una aglomeración de discursos. La «Esperanza» no es un capataz menos exigente que las «leyes de la Historia», porque únicamente se siente realizada y satisfecha con la condición de imprimir su única marca personal sobre el mundo. Y el mundo de los posmodernos no quiere llevar una sino varias marcas.

La Esperanza con mayúscula es, en tercer lugar, el principio de la absoluta negación de todo lo que existe. La Esperanza no puede concertar un compromiso con el orden de las cosas reinante sin estar comprometida consigo misma, ya que la Esperanza es la encarnación de la alteridad. Podemos tener esperanza de pequeñas mejoras en las cosas de este mundo que nos afectan, pero únicamente actuamos bajo el signo de la Esperanza si anhelamos un mundo completamente distinto al nuestro. El culto moderno a la Esperanza, a diferencia de su antecesor cristiano, es un culto radical. Para los posmodernos, sin embargo, la promesa de la trascendencia absoluta de lo que existe es un salto hacia el abismo, un compromiso irresponsable sin garantía, un intento de cruzar el horizonte, lo que no podría ser otra cosa que un acto de locura.

La Esperanza y el Miedo, ambos con mayúscula, han estado tradicionalmente vinculados el uno con el otro. El Miedo es el horror vacui dentro del mismo síndrome en el que se encuentra la Esperanza como la promesa de verse cumplida, de llegar a estar realizada. El Miedo, en un sentido metafísico, es un concepto tan homogeneizado como la Esperanza: es un concepto que funde todos los miedos particulares que acompañan el camino de todo el género humano. El nombre filosófico más conocido de este espectro es la Angst, el fantasma favorito de la generación que precedió a la ola posmodernista.6 La deliberada vane 6 Véase la caracterización de la >generación existencialista» así como el papel de la Angst en sus movimientos culturales en >,Existencialism, Alienation, Postmodernism: Cultural Movements as Vehicles of Change in the Patterns of Everyday Life», en Agnes HEL1xR-Ferenc FEHÉR, The Postrnodern Political Condidon, Cambridge-Nueva York: Polity Press-Columbia University Press, 1988.

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dad filosófica del miedo con Angst conduce a abrazar la Esperanza. Pero el sentimiento generalizado de los posmodernos es el de volver a casa, más que el de encontrarse con el mundo completamente desprovisto de sentido (que es el sentimiento par excellence que nos conduce al Miedo). Dejar de lado el Miedo, el protagonista metafísico negativo, sugiere también por implicación el rechazo de la Esperanza. En este sentido, lo mejor es desechar la Esperanza, porque se ha observado continuamente en relación con los grandes y costosos intentos de trascender el presente en nuestra era que en ellos la Esperanza y el Miedo se han unido de forma indistinguible, y ambos han demostrado ser malos consejeros. La Esperanza fomentó experimentos irresponsables sobre seres vivos y llenos de sufrimientos. El miedo a la libertad, a tener una opinión propia, a encontrar en el mundo un vacío que deba llenarse con los ingredientes de la acción libre; todos estos miedos provocan invariablemente una brutalidad desenfrenada que antes destruiría el mundo que encontrar en él un acomodo sensato.

¿Puede una cultura sobrevivir sin Esperanza? Con mayor precisión, ¿puede un mundo existir eternamente y generar energía culturales en las que las esperanzas no estén respaldadas por una promesa y donde no tengan un carácter político? No hay necesidad de responder a esta pregunta hipotéticamente; será suficiente referirnos a la cultura clásica griega para dar una respuesta directa. La edad de oro de la antigua Grecia fue un momento único en la historia cultural también porque estaba familiarizado con esperanzas y miedos en plural, como cualquier otro período, pero no con la Esperanza y el Miedo en singular. Puede excavarse retrospectivamente en esta cultura una era arcaica en la que una gran Esperanza y un gran Miedo proyectan sus sombras sobre los orígenes helénicos. Pero la Esperanza alcanzó una realización gloriosa con la ciudad libre de Atenas, con su constitución y sus ciudadanos, con su filosofía y su tragedia, con la armonía entre el hombre y los dioses que eran la personificación de la belleza y la medida, así como la fuSión de las cualidades humanas y divinas. Al abundar la Esperanza y llegar a su cumplimiento disminuyó el Miedo a recaer en el mundo animal, el mundo de los brutos, esclavos y bárbaros, el miedo a la repetición interminable de la loca jarana de la fiesta de Cronos. La realización y la seguridad interna, en medio de las catástrofes que permanentemente acontecían, eran el

equilibrio que constituía y modelaba el substrato del mundo griego clásico. Por ello el único filósofo de nuestro tiempo que es totalmente griego, Cornelius Castoriadis, rechaza tan categóricamente tanto la Esperanza como el Miedo. Quizá para él éste sea el motivo de que la historia de la filosofía llegue a un fin, y la historia de la teología racionalizada comience con Platón, en cuyo pensamiento, con la visión de la era panfiliana, hace ya su aparición una figura de la Esperanza mística, casi precristiana.

La cultura griega clásica fue un universo tan excepcionalmente autosuficiente que la idea de cruzar el horizonte casi nunca estuvo presente en ella. No había nada en el espacio exterior que pudiera haber tentado a los griegos a embarcarse en una empresa tan temeraria, ni más tarde podía haber atraído a los que vivían en armonía junto a los dioses antropomórficos y en el conocimiento de la única diferencia entre ellos y los dioses, la inmortalidad. De ahí la ausencia de los principios de la Esperanza y el Miedo en la cultura de Atenas. Por contraste, la modernidad siempre ha sido un viaje ligado al futuro. El horizonte era para los modernos una fortaleza a conquistar, una cinta a cortar y a dejar atrás, quizá con la excepción de la filosofía de Hegel. En Hegel, el presente era absoluto. Mediante el regreso al hogar del Espíritu del Mundo el presente contiene, en forma de recuerdo, toda la historia pasada, la Verdad como un Todo. Nada más allá de la totalidad merece la pena ser explorado. En lugar de la transcendencia, podemos poseer el pasado en su totalidad, incluyendo la Esperanza, mediante el recuerdo de todas las esperanzas de épocas pasadas. Pero aparte de este episodio único, casi toda la cultura de la modernidad ha estado sintonizada con la esperanza de cruzar el horizonte. En algún punto había que paralizar esta obsesión con el futuro y la transcendencia, en otras palabras, con la dialéctica.

El acto monumental de detener el ciclo obsesivo de la dialéctica tiene lugar en los años memorables de 1989-1991, cercanos al fin de este siglo. Habiendo estado saturados por los insignificantes detalles de una política predominantemente epigónica y con el estallido del tribalismo en la región en la que tuvo lugar el cambio de época, los observadores aún no han alcanzado la distancia suficiente para comprender las consecuencias irreversibles que este giro ha traído. Y sin embargo, no es una exageración decir que tanto la razón como la imaginación de la modernidad nunca serán las mismas después del diluvio. El experi 240

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mento comunista, que se opuso arrogantemente a toda la historia documentada, ahora se revela como un catálogo completo de las patologías de la modernidad. Fue el carnaval de una imaginación política imprudente y de unos experimentos típicamente modernos con el arte de gobernar y la ingeniería social, bajo la guía de la Esperanza sin límites enmascarada como ciencia suprema; fue un experimento en el que no se mostró ninguna preocupación por los conejillos de indias utilizados en el laboratorio social. Fue un ejercicio de filosofía de la praxis en el que la teoría tuvo la audacia de prescribir a la vida ordinaria o «empírica» qué direcciones tenía que tomar. Fue una revolución antropológica basada en la idea exaltada de la deificación humana, en la que toda la inmundicia de la historia antigua, incluyendo la fuerza de trabajo esclava, volvió con creces. Fue una aventura de la Ciencia Suprema que se arrogó el papel de una nueva religión, haciendo el intento de resolver los problemas metafísicos en el medio de la política, una religión en la que palpitaba el corazón de Nietzsche, ya que la única hazaña en la que tuvo éxito fue la expulsión masiva de la conciencia y la conmiseración cristiana. Retó a todas las formas de organización social en la que los modernos, al igual que los premodernos, habían vivido siempre, sin ser capaz de proporcionar ni una sola solución duradera. Estaba obsesionada con la idea de transformar la naturaleza, mientras la envenenaba y destruía con mayor brutalidad que cualquier forma de industrialización centrada en el beneficio que pudiera tener. Corrompió nuestro vocabulario mediante la invención de términos en los que la libertad significaba tiranía, la reeducación significaba campos tras alambres de espinos, la ilustración era equivalente a un lavado de cerebro, el humanismo prescribía la crueldad para los niños de nuestros enemigos, y la lealtad exigía traicionar a nuestros parientes más próximos. La invención del Nuevo Discurso, en el que ambos especímenes de la misma especie monstruosa se fundían en uno, no proporcionó un lenguaje para la comunicación libre sino, en su lugar, una denominada «dialéctica» para disimular nuestras segundas intenciones. El Gran Experimento ha desacreditado el espíritu de planificación y diseño de la modernidad hasta el punto que probablemente pasarán decenios antes de que los modernos sean capaces de recobrar el vigor de la ingeniería social. Y el fracaso de este desarrollo verdaderamente canceroso de la modernidad explica un fuerte

tabú sobre la esperanza en una transcendencia absoluta del presente. Ya que mientras todavía tuvo un espíritu, el mundo totalitario fue realmente mantenido en funcionamiento por la Esperanza y el Miedo.

La modernidad escasa de Esperanza puede ser autocomplaciente, heroica, abuiTida, estar paralizada y, finalmente, segura de sí misma. Bloch acusó injustamente a Heidegger de dar voz a una modernidad autocomplaciente, a este tipo particular de modernidad que extrae la conclusión más filistea de la reciente prohibición de esperar la transcendencia absoluta. Los partidarios de la modernidad autocomplaciente se hacen eco de Pope en que todo está bien así como está. Para ellos la ensoñación y esperanza anticipatoria son un pasatiempo subversivo; en su lugar sugieren que corno pasatiempo cuidemos nuestros jardines. Reprimiendo su propia imaginación y embotando el filo crítico de su espíritu, la modernidad engreída también reduce su razón. No considera el hecho crucial de que la modernidad siempre ha sido, y seguirá siendo, una «sociedad insatisfecha»,7 que se alimenta de tensiones y negaciones, y no puede subsistir sin ellas.

Lo que Heidegger en realidad recomienda es la modernidad «heroica». Es una situación de determinación frente a la Existencia-hacia-la-muerte, nuestra última situación que no puede ser evitada, suspendida o superada por ningún tipo de esperanza. Tampoco la determinación (Entschlossenheit) puede reducir- se ni a un simple memento mori ni a una recomendación a favor de una postura estoica. No necesitaríamos la filosofía de Heidegger para ninguna de estas últimas decisiones. Con mayor profundidad, la determinación y la existencia-hacia-la-muerte señalan el potencial fracaso de nuestra cultura, el único marco en el que podemos imaginar y pensar no sólo sobre nuestra vida sino también sobre nuestra muerte. La modernidad heroica es una actitud de alta cultura que nunca deja de generar superávits culturales, a pesar de la ausencia de la Esperanza en ella. También es una forma pagana de modernidad que no sólo anda escasa de Esperanza, sino también de solidaridad, emancipación y muchos otros valores con los que nos ha dotado el humanismo tan obsoleto. Optando por una modernidad heroica como nuestra cultura

7. El análisis de la problemática de la «sociedad insatisfecha>’ puede cncontrarse en el capítulo de Agnes HELLER ‘Dissatisuicd Societv,, en A. HELLER, The poner o! shaoze, Londres: Routledge and Kegan Paul, 1983, en On Bcing Satisfied in a Society Dissatisfied» en HELLER-FETIÉR, The Posto ................
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