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CR?NICAS GALACTICOLONDINIUMISM?TICASViernes 20 de abril a lunes 7 de mayo de 2018Proemio vienéreoBueno, que ya cumplí con mi periplo por Moravia y Bohemia y regresé a Viena y pasé una fugaz semana y estoy nuevamente aerotransportado camino de Múnich. La semana sedentaria lo fue bastante. Entregué el coche, recogí los anteojos, salí a trotar como hacía rato que no, disfruté de la primavera intensa en esos y otros breves encontronazos con la intemperie, pero, básicamente, me quedé en mi útero de?Untere Donaustrasse?mirando series por la tele y, al cabo de cuántos a?os, construyendo chalets acassussianos con mi?Bayko, frugal de toda frugalidad, porque ahora que el bolsillo es más ce?ido y menos profundo, es cuestión de medir los gastos locales para poder viajar más desahogadamente por ahí. Tuve la grata y enorme sorpresa de que me ofrecieran un día de laburo en el Parlamento Europeo. Pero no quiero hacerme ilusiones. También me han ofrecido tres días en el mercado privado en junio aquí en Viena, y tampoco les tengo demasiada fe. De cualquier modo, sería guita dulce: si viene, mejor; si no, todo queda como estaba.Fui organizando de a poco mi periplo. Dos días en Cardiff (bueno, lo que quede de hoy y todo ma?ana) y, a partir del domingo, una semana rodando por la izquierda de la carretera, se?ora. Espero recuperar los reflejos que supe tener de mozo.?Amarcord?mis misiones anuales en Jamaica, feroz entre las fieras del volante, o mi escapada a?Stratford-upon-Avon?con la entra?able Susy y el altipla?ero José Luis Flores, de retorno que andábamos de Moscú, allá por agosto de 1971, o la formidable recorrida de Escocia con la China (una fiesta completa entre los paisajes, la mesa y la cama) o mi solitario?rally?por el norte de Inglaterra, de Whitby a Barrow, montando en cuanto tren histórico encontré (?y vaya si los hay!), visitando el campo de concentración para los alemanes e italianos capturados en el norte del ?frica (que, por esas ironías algo macabras de la historia, se llama?Eden?(Paraíso), la región de los lagos..., y, cómo no, la excursión de fin de semana a Brighton, con esta vez la Turca, y escala en el?Blue Bell Railway?y almuerzo en el reserváu del comedor del Orient Express en el que Joseph Losey filmó su fulgurante “Asesinato en el?ídem”. Ya ni recuerdo en qué a?o fueron. Con la Turca viajé durante su primer reinado, 1990 y cortos, calculo; con la China en el interregno de la Turca; por las tierras de las hermanas Bront? quizás un a?o antes; 2000 cortos, seguramente, o 1990 y largos. ?Ah, esta peripatética vida mía, tan inverosímilmente bondadosa! Es cierto que, desde la debacle fenomenal de mi experiencia con la OIT (ya ni recuerdo exactamente cuándo, pero la?Porcinetta?aún no caminaba, con lo que infiero que habrá sido en diciembre de 2007), la línea del gráfico no ha cesado de descender. Debe de haber sido por entonces o no demasiado después que las cosas con Nadia todavía la Chapu empezaron a descascararse.?Amarcord?que, rechifláu en mi tristeza por aquella experiencia maldita, me preguntaba si, al cabo de esos a?os de felicidad perfecta, si las cosas no irían a empeorar. Mal podía imaginarme el desastre que se avecinaba. Pero sobrevino. Y pasó. Y ahora, magullado, cierto es, pero entero, ya más viejo, es cierto, pero con una salud a prueba de médicos, vuelvo a afrontar con una sonrisa agradecida el ce?o de la mar tonante (?salud, viejo Leopoldo Marechal!). No pueden quedarme demasiados tiros en la cartuchera, pero no pienso dilapidar ni uno. Acude a mis neuronas el inicio de la Oda de Horacio que tradujo (bueno, rescribió, como no podía ser de otro modo para que la poesía siga siéndolo ya trasvasada) Dryden:Happy the man, and happy he alone,He who can call to-day his own,He who, secure within, can sayTomorrow do thy worst, for I have lived to-day!Que a mi vez traduje (bueno, rescribí):Feliz solo de aquel que puede decir: “Soyel due?o de este día que me toca”y espetar en el rostro de la Fortuna loca:“?Me matarás ma?ana, pero he vivido hoy!”Y en eso ando, en vivir todo lo a fondo que cuerpo y bolsillo lo permiten cada precioso día. Admito, claro, que pasarme horas mirando la caja boba puede pasar por poco meritorio, pero es uno de mis grandes placeres eso de estar desparramado en mi colchón junando las paradojas del Padre Brown, pero lo disfruto, bueno, a fondo, cual prescribe la consigna. Abandonaré la mesa del banquete ahíto y mi salva de despedida será un eructo agradecido.De camino a?Morzinplatz, para tomar el ómnibus a?Schwechat, soy testigo de un incidente inusitado: A bordo de un tranvía hay un altercado entre cinco o seis muchachones. Gritos destemplados, empujones, amagos de pi?as. A uno lo bajan a empellones; vuelve a subir; lo bajan otra vez. No está claro si el que parece acompa?arlo está tratando de aplacar o atizar el fuego. La cosa no va a pasar a mayores. Es la primera vez en casi treinta a?os que presencio un caso de violencia callejera en este país.?Entretanto, cuando voy al mostrador de embarque reservado a los que viajan en?Business?o son unos patos como el infraescricto pero herederos, por anteriores méritos, de la condición de?Senator?vitalicio, me entero de que no tengo derecho a despachar equipaje. En rigor, todo lo que tendriola que despachar es mi vetusta y castigada mochila, vacía ella, que llenarase con los ferropaquetes que me han encomendado los ferrodementes. El chiste me costariola 40 euros. Ya estoy por dejar mi vieja compa?era de tantos viajes abandonada a su suerte, pero la muchacha se apiada de mí: Si puede plegarla, llévela como paquete. Puedo. En una tiendita me compro una bolsa (diez euros, queselevacer) y como Pancho por su terminal aérea.Contra mis vaticinios, no he dormido en el ómnibus a?Schwechat?ni en el avión. Acabo de aterrizar en Múnich totalmente desvelado; apenas si un escozor distante en los lagrimales. A la salida nomás del tubo, el letrero que anuncia vuelos y puertas me precave que tengo 26 minutos de safari hasta el mío y la mía. Son las siete y media y mi embarque es a las ocho y cuarto, de forma que minga Senator Lounge y a caminar se ha dicho. El aeropuerto (no puedo creer que no lo haya conocido; en todo caso, no lo reconozco) es una maravilla futurística. No sé cómo se las han ingeniado para que la luz natural llegue a raudales a todos lados. Escaleras mecánicas interminables, negocios y negocios y negocios, más escaleras. Ya estoy resignado (bueno, no tanto, porque el ejercicio siempre viene bien) a caminar varios kilómetros cuando una serie de escaleras mecánicas abajo me deja en el andén de la estación del aeroportuario subte. El tren es eso, un auténtico tren, de cuatro vagones destellantes. Cabe acotar que la lastimadura que con tanto esmero curé en Bohemia y Moravia y que daba por cicatrizada, esta ma?ana mismo comenzó a hacer de las suyas (?ya lleva casi un mes, mierda!), así que a poco de llegar a mi puerta recalo en una farmacia donde me compro pomada para la nana y curitas. Para variar, me he puesto a considerar con qué fémina me gustaría compartir el viaje. La China, tal vez. Pero no, si tuviera el botón mágico de la felicidad sin cortapisas elegiría a mi paquidermita de seis o siete a?os, los suficientes para exclamar a cada paso “?Que lindo, papi!” ?Nostalgia de los tiempos que han pasado -gemía Homero Manzi-, arena que la vida se llevó, pesadumbre del barrio que ha cambiado y amargura del sue?o que murió! Yo, por suerte, no me quejo tanto de que me hayan cambiado el barrio, y el sue?o que murió lo hizo de muerte natural. Como insisto, no me perturba mi nueva vigilia. Solo me acongoja que vaya a ser tan breve.En el segundo vuelo logro dormitar algo, pero no demasiado. Ya estoy en Londres. Es lo que los anglosajones nac-pop llaman?a Peronist day. Sol radiante, como 25 grados o más. He sacado pasaje a Cardiff en el autobús de las 13:10 temeroso de los retrasos, las colas para pasar por inmigración y la espera del equipaje. Ensucede que el avión aterriza puntual, que la cola para inmigraciones no es tal y que no tengo equipaje que aguardar, con lo que a las diez estoy solícito en la terminal de autobuses con una amansadora de 190 minutos por delante. El billete es inmutable e irrembolsable. Para salir antes, tendriola que ponerme con 46 libras y monedas (unos 70 dólares de los nuestros). Como dirían Pelé, Ronaldo, Maradona y Messi, ?las pelotas! Me he ubicado en un café, adquirido un ídem y un sánguche para el camino, y aquí me ando escribiendo estas pamplinas.Juno el relós: son apenas las once y cuarto.?Amarcord?el suplicio de las pérfidas agujas a la rastra de la gliptodontuela por el laberinto de Harry Potter o los vericuetos de EuroDisney (vide “Crónicas filiopaleomondescas”).Y parlando de barrios que han cambiado y la consiguiente pesadumbre, si me consterna implacablemente la mutación de Londres y, en general, de Inglaterra toda (incluidas Escocia y Gales, que, para nosotros, son Inglaterra y chau, como que todos los espa?oles son gallegos salvo los vascos). Desde mi mesa juno los flamantes double-deckers. No hay consuelo por los clásicos routemasters y, sobre todo, sus predecesores inmediatos. ?Cómo se les ha podido ocurrir eliminar el balconcito abierto que permitía ascender y descender en cualquier semáforo o atasco! ?Y los Austin sin puerta delantera izquierda y taxímetro al aire libre! ?Y los coches casi invariablemente negros! La muchacha que orientaba en la cola de inmigraciones, la que me revisó el pasaporte, la que me dijo dónde quedaba la terminal de autobuses, la que no me pudo cambiar el pasaje, el pibe que me entregó el?espresso... Ellos y los que trabajaban en los mostradores, ventanillas y puestos contiguos, y los de seguridad, y la mitad o más de los que aguardan como yo pacientemente que los lleven a algún lado, todos “étnicos”, venidos ayer o hace ya una pila de generaciones de los cuatro confines del Imperio. En Nueva York (o, si a eso vamos, en Buenos Aires) no solo que no me molesta, sino que me entusiasma. Pero aquí le restan al paisaje una autenticidad que acaso nunca tuvo salvo en mi imaginación de ni?o. Yo extra?o el Londres que no llegué a conocer, el de las viejitas como la de Quinteto de la Muerte y los atildados caballeros de bombín, levitón y paraguas, la de locomotoras de vapor y vagones saturados de portezuelas. Miro a mi alrededor las pieles de ébano, los ojos rasgados, las melenas rasta o afro, los chadores, los saris, los turbantes, y es como si, en una pesadilla atroz, me hubieran llenado de diésel americanas mi difunto tendido. ?Eso! Yo a?oro la Inglaterra que reconstruí amorosamente en aquellos fenecidos dieciséis metros cuadrados. Es la única razón por la que me arrepiento de no haber nacido antes.Desde el primer asiento del ómnibus miro el interminable paisaje del atasco monumental. Poco antes de salir, el caribe?o que anunciaba las salidas nos advirtió que, por problemas técnicos, la cartelera electrónica estaba mostrando cualquier cosa. ?l mismo u otro del mismo cuadrante geográfico vino luego a desconectarla. El servicio a Swansea llega con diez minutos de atraso y sale atrasado veinte. Maneja un inglés esta vez en serio, interminablemente alto e inconcebiblemente flaco, dijérase un Giacometti de carne y hueso. No es demasiado simpático, pero me deja quedarme en este par de asientos parece que reservados hasta que aparezcan los correspondientes culos. Me he quedado dormido una media hora, tal vez un poco más. El atasco que me había arrullado a poco de salir prosigue. Se trata, sospecho, de un accidente. Nadie toca bocina, nadie se cambia de carril: la vida es así y no tiene sentido exasperarse; toda rebelión es inútil. Estos pueblos han aprendido a resignarse a lo irreparable y alzarse contra lo arbitrario. Al nuestro le falta mucho. Lástima. Se vive mejor de esta manera. Por alguna razón, nuestro chofer ha resuelto pasarse de la pista izquierda a la central. Pone la se?al y chau: todo el mundo le abre paso. Ahora se ve la razón del embotellamiento y la audaz maniobra de nuestro auriga: la autopista está en obras y se ha cerrado el carril izquierdo. Son apenas unos metros, pero bastan para detener el mundo. Ya nos deslizamos raudos a las cincuenta millas autorizadas. Nadie las supera. Pareciera que todos los vehículos estuvieran inmóviles sobre una cinta autodeslizante. El paisaje, pero, de autopista. Los árboles que nos flanquean impiden ver el prado (si lo hay), los pueblitos de casas amontonadas como cachorros mamando de la iglesia. Por fin, la arboleda amaina y ahora sí, la campi?a verde que te quiero verde, con su aire de césped, como si un jardinero celestial se ocupara de mantenerlo siempre parejo. La campi?a inglesa, al cabo, es eso: un inmenso jardín inglés. Han aparecido y quedado atrás dos o tres reses. El prado se ha puesto a ondularse, así, con los dos pronombres reflexivos. Un mar de mansas olas inmóviles. Hasta que, otra vez, el cortejo de árboles se cierne a protegerlo de nuestra indiscreción. El verde queda un par de tonos por debajo del alpino. Cada quinientos metros hay un cartel que nos recuerda que las cámaras controlan la velocidad, que el auxilio mecánico es gratuito y que, en caso necesario, no hay más que esperar. Ni siquiera hace falta llamar para solicitarlo. Evidentemente, no queda tramo de la autopista sin vigilar. Un cartel acaba de anunciar la proximidad del Centro Ferroviario de Didcot. ?Claro, si estamos cerca de Bath y camino de Bristol!?Amarcord?aquella vez que, de visita a mi sobrino postizo Marcelo Pereyra, me hice la gran escapada gran. La formidable playa donde se restaura y exhibe el noble material de cuando era un gamín melancólico y a?oraba esa Inglaterra que acaso ya entonces no existía queda detrás de la estación. El viejo ferroviario, inglés a lo Michael Caine o John Hopkins, que me vende la entrada me pregunta de dónde soy. “Argentino”. “?Argentino! -se emociona-. ?La patria del ingeniero Porta!” Sipi, viejo compinche, la patria del ingeniero Dante Livio Porta, que dise?ó y fabricó la locomotora de vapor más avanzada del mundo, que hasta hace un tiempo se oxidaba rebanada en rodajas, creo que en Tafí viejo, porque los “Libertadores” no podían tolerar nada que recordase la “Segunda Tiranía” y acendrase la nostalgia por “el tirano prófugo”. Y así quedó el que ya nomás iba a ser el hospital más grande no sé si de toda América, que murió de dinamita tras decenios después de haber ganado fama como el inhóspito, abigarrado y miserable “albergue de Warnes”, y tantas obras que nunca se terminaron, o monumentos que se derruyeron, como el soberbio palacio Pereyra Iraola, cuyo único pecado fue servir de residencia presidencial capitalina. En su lugar amenaza hoy con aterrizar o tomar vuelo la Biblioteca Nacional imaginada por Clorindo Testa. Un edificio magnífico, pero que no necesitaba usurpar glorias pretéritas para existir.Han pasado casi tres horas. Atravesamos un puente poco menos que homérico -dos torres blancas como de cincuenta metros sobre el nivel del pavimento (y vaya a saber cuántos sobre el del mar) que rigen las ocho arpas de las que pendemos y que salva lo que parece más un brazo de mar que un estuario. Debemos de haber ingresado en Gales. Sipi, porque los carteles empiezan a estar en idioma. Sorpresivamente, el primer peaje (resultará también el último). No sé cómo será el sistema por estos pagos; seguramente como en Austria y los vecinos del este, del norte y del oeste: un impuesto universal y listo. Otra cosa de notar es que, salvo en tramos en que se permite el pasmo de las sesenta millas (?ni cien kilómetros!), la velocidad máxima ha sido de cincuenta (o sea, poco más de ochenta por hora). Decididamente, no es un pueblo tuerca: Stirling Moss es un fantasma del viejo pasado. No sé si será el peaje, pero nos hemos quedado clavados en el pavimento. De este lau no se mueve ni un alfiler hasta donde alcanza la vista... y son kilómetros (en bajada y en curva). Otra vez nadie arrecia con el claxon ni se cambia de carril. Fuimos mal, veníamos bien, ahora vamos nuevamente mal... la vida es así. Lástima, pero, las horas de sol que se me acaban.Llegamos al peaje y, en efecto, una vez traspuesto el campo vuelve a volverse orégano. Salimos de la autopista y nos metemos por meandros que no terminan de ser urbanos. Chalets, semáforos, descampados, vacas. El tránsito se entorpece. Nuestro postillón ha debido tocar la bocina dos veces (y son las únicas que he oído en todo el viaje). Nos detenemos en una especie de estacionamiento donde sube el nuevo chofer. Me toca abandonar la platea de privilegio, queselevacer. El campo va perdiendo la batalla y ahora hemos entrado en Newport, donde baja una buena parte del pasaje. He caído en cuenta de que ya no se ven más casas rodantes. Es verdad que no estamos en temporada, pero en todos estos a?os que me he pasado por las carreteras de Europa no recuerdo haber visto la cantidad de caracoles con ruedas que tanto me llamaron la atención durante mi primer viaje, en 1965. Amarcord que, salvo Alemania e Italia, Europa no tenía casi autopistas: una, sin terminar, entre París y Marsella, otra de Ginebra a Zúrich pasando por Lausana y, que yo recuerde, niente più.Ebben, el ómnibus me deja en Sophia Gardens, un lugar edénico... pero que no tiene se?al de güifi. Por suerte, he memorizado el trayecto que me dictó Guguelmaps. Siguiendo las instrucciones de uno de los choferes (africano él, claro), mochila al lomo, valija a la rastra y pipa en ristre, subo por una senda peatonal paralela a un arroyo o río y desemboco proprio proprio en Castle street, así llamada porque, enefectivamente, sobre ella está el susodicho Cardiff Castle en el que me detendré ma?ana, de modo que aguantensén. Busco, casualmente, Castle stop, que es la parada donde debo encaramarme al X3 hasta Ipswich Rd y allí transbordar al X59, que, si Dios fuera servido, me dejariola a unas cuadras del Ibis Cardiff Gate. El duende de Guguelmaps me calcula la cosa en 45 minutos, caminatas inclusas. El X3 tarda lo suyo en llegar, pero llega. Solo que el auriga no tiene ni puta idea de qué cazzo es ni mucho menos dónde queda ese Ipswich rd. Sé que son once paradas y me arriesgo igual. La ciudad se va deshilachando. Pasamos por un shopping a lo bestia y me digo que mejor me bajo y, por último, condesciendo a la ignominia del taxi. Y en ese preciso instante el auriga me comunica que fíjese es aquí. Y ahí, en efecto es. El X59 está al llegar. Y llega, pero el postillón me dice que “A esta hora de la noche” ya no hay servicio hasta donde voy. Claro, son nada menos que las 19:15 de la madrugada. “Mire, tome el X11, que, al menos, lo acerca”. Eso hago. La conductora es una muchacha de lo más agraciada, graciosa y grácil, que se apiada de mí y me dice que no me aflija, que donde ella me deje he de tomar el 57, cuya terminal queda a media milla, pie más, pulgada menos, del hotel. Es letona. Le digo que su país me encanta y ella, desconfiada, pesquisa, “?Cómo se llama la capital?”, “Riga; una hernosa ciudad hanseática”. Amigos desde y para siempre. El autobús de recambio tarda lo suyo. Toco el timbre en una casa y nada. Pruebo con la de al lado. Me atiende una se?ora entrada en a?os y kilos (libras, bah) a quien pregunto si me presta su se?al de güifi, y ella, muy amablemente, me dice que el hijo no está y que ella no tiene ni puta idea de lo que es una computadora. En el barrio de chalets suburbanos parece no haber un habitante más. A esperar, pues. Por fin llega mi colectivo y el nuevo postillón me asegura que me deja relativamente cerca, pero que el camino al hotel es peligroso. (?Je je -río entre mí-; si supieras que vengo de Buenos Aires!). Sigo las indicaciones y doblo a la izquierda en la rotonda. Ensucede que no hay calzada, lo cual, como bien precavía el auriga, hace el camino peligroso. Voy subiendo penosamente, con la mochila a la espalda y la maletita a la rastra. Hago un desganado conato de autostop, pero nadie me da bola. Ya resignado, sigo mi penoso calvario ascendente cuando, de la nada, se detiene a mi lado un pibe que me pregunta si me puede llevar a algún lado. Es un adolescente sin concesiones y su vehículo así lo corrobora con su colección de trastos y mugre, pero, a equino gratuito... El pibe me lleva derechito hasta el hotel, que queda un buen par de kilómetros ruta arriba y luego parque adentro.Es un albergue agradable y funcional. Se ha hecho tarde y me muero de hambre. Me morfo un tostado con una pinta de birra, me doy una ducha y al letto.Sábado 21Me alzo a las siete y a las y media estoy en la calle. He de dirigirme a un paraje llamado Asda y ahí tomar el X1. La gallega del GPS, pero, me manda como si tuviera auto (yo, no ella). Me apiolo como a las ocho o diez cuadras y regreso al hotel a recuperar la se?al. Ahora me dice bien. Solo que a las cuatro cuadras me suelta la mano en medio del desierto. Hay edificios por todos lados, sí, pero son oficinas y es sábado y son las ocho de la ma?ana. Voy preguntando a los pocos viandantes con que tropiezo y cada uno me manda en una dirección distinta. Finalmente uno me dice que tome un senderito de esos que solo hay en Gran Breta?a y que cuando llegue a la calle principal voy a ver las paradas. Eso hago. Es un caminito que el tiempo amenaza con borrar, entre cercas de ligustros y árboles que dejan entrever, cada tanto, el prado que sube o baja pero siempre se aleja. Llego a una calle pon poca pinta de principal y unos ciclistas providenciales me encaminan: seguir por ahí media milla (ocho cuadras), girar a la izquierda en el empalme y encontrar las paradas en la próxima rotonda. La cuesta es, como todas, arriba. Pero el paisaje es inconfundiblemente inglés (británico, bah) y yo voy tan contento como si la cuesta fuera para abajo. Giro a la izquierda y, cómo no, ahí está la rotonda y, en seguida, la parada. Pero esa es para los que van pa?l otro lau. Una chiquilina me dice que ahizito nomáh está la opuesta. Son ya las nueve y media; es decir, que llevo andando más de una hora. Me hago amigo de una pareja de gente de mi edad que a poco toma un colectivo reptante. Yo espero un double-decker, cualquiera, pero que sea de do? piso? que sea. Y llega, y subo, y pretendo pagar con diez libras, y el chofer me dice que no da cambio (los otros buses que temado son “X” -o sea, cross-town, vale decir, de media distancia- y en ellos sí dan cambio, pero este no es “X”. Pregunto al único pasajero -de aspecto oriental él- si no tiene menudo y no tiene, pero se ofrece a pagarme la libra y media que cuesta el boleto. Subo por la escalerita como puedo y me siento en el pulman a deleitarme. En el asiento opuesto se sienta un muchacho con una pibita hermosa de unos cuatro a?os. Le digo, “Good morning, miss!” y me mira sin responder. El muchacho le dice en francés que me salude. “?Ah, habla usted francés, se?orita!”. ?Para qué! No paró de parloetar. Me contó su vida y la de su familia, incluido, si entendí bien, cierto altercado que tuvo con la policía porque quería meterse en el mar y la madre no la dejaba.El 58 de desliza casi sin hacer ruido por varios meandros. Es como si Dios se hubiera puesto a jugar con un Bayko a escala natural: chalets y más chalets entre los árboles y los pájaros. Vamos a bajar por una hondonada en cuyo extremo opuesto se yergue la ciudad moderna; no más de diez o doce rascacielos. Ya avanzamos por una calle comercial, como tantas de estos pagos, de casas de dos plantas y negocios peque?os de carteles de colores. A nuestra derecha de pronto el castillo. Desciendo en la parada que sigue, frente al estadio, y tomo una calleja a la que dan seis o siete pubs. No he desayunado (se pagaba aparte) y muero por un feca y una media luna europea. Frente al castillo, a mi izquierda, una de esos típicos pasajes comerciales victorianos (parece que por aquí hay unos cuantos), remedo de los viejos mercados porte?os antes de que los shoppingearan, y que los lugare?os llaman, sin maldad, “arcadas”. Un corredor de, si acaso, dos metros de ancho que separa hileras de tiendas birladas a otros siglos: una barbería de las de antes, anticuarios, buquinistas... en el ángulo, el café donde me voy a zampar mi espresso y mi croissant. Hace calor y me desembarazo de campera y pulóver. Desayunado, recojo mi ajuar y, por esas cosas del inconsciente, me palpo por las dudas el bolsillo de la camisa a ver si todavía tengo mi treinta única tarjeta europea. ?No! Se me debe de haber caído, calculo, cuando bajé del 58. Ya estoy por regresar a ver si milagrosamente la encuentro cuando ?oia! La veo en el suelo, bajo la silla. Vuelvo a Castle street a tomar el autobús turístico. Dejo mi parafernalia en la planta baja y me siento nuevamente en el pulman pero a la intemperie. Frente a la entrada del castillo se acomoda una banda militar: pantalones azul marino casi negro, casacas furiosamente rojas, cascos como de dragón pero negros los que soplan o los típicos coloniales blancos, pero con pincho, los que redoblan, o, en el caso del tambor mayor y el director, morriones de piel de oso. Detrás, cinco cosos sin instrumento pero con yelmos bru?idos fungen de hierática guardia. Y comienza la bailanta. A mí me encanta la pompa militar británica. Casi que les perdono haber conquistado y expoliado el mundo de tan vistosos uniformes como los que han lucido para hacerlo.La ba?adera (?recordates, gerontes, que así llamábamos a aquellos ómnibus descapotados en que íbamos a la playa o al corso?) se pone en marcha. Al principio, todo bien. Damos una vuelta por el barrio, digamos, administrativo: solemnes edificios del Ayuntamiento, los Tribunales, la Universidad y el Museo (que, diz la narración, tiene la colección más importante de pinturas impresionistas fuera de Francia). Pasan los palacetes de los millonarios del carbón y del hierro de cuando Gales se tornó la productora energética del Imperio y Cardiff su puerto de exportación, allá por tiempos de la Revolución Industrial, y salimos hacia la bahía, que tiene tanta historia para aprender como poco que ver. Atravesamos un barrio creado por un magnate abstemio, que prohibió que sus inquilinos bebieran, y proscribió los?pubs, y no permitió que se alojaran en sus propiedades taberneros ni productores de cerveza... y murió de cirrosis. Amenaza con llover y refresca. Me pongo otra vez pulóver y campera. Luego se desnubla y vuelvo a sacarme todo. Así dos o tres veces.Una hora más tarde, me bajo otra vez frente al castillo. El chofer me dice que está por celebrarse la ceremonia de los 21 ca?onazos en homenaje a la Reina. Me meto, pues, con valija y mochila a presenciar otro concierto de la banda susodicha. Estoy en lo que vendría a ser la plaza de armas. A mis espaldas la puerta medieval, la muralla y la torre con el reloj reminiscente de las de Praga, a foro izquierda un pabellón, luego una fortificación de menor enjundia y, al fondo, otra (?lo que queda del castillo normando original?); a foro derecha, la muralla lateral. Frente a mí, la banda. Más atrás, tres piezas de artillería apuntando a la estratósfera y el batallón de artilleros formado como soldaditos de plomo frente a un palco donde se conoce que paran los mandos mandamases, unos de uniforme de ahora y otros con la casaca roja y el morrión. En el montón, algunos efectivos en traje de fajina, con el plumerito blanco que distingue los cuerpos galeses asomándoles del costado de la boina. Al rato la banda depone sus bronces, se deja oír una cadena de voces de mando (la primera, de mujer) que si se oyen desde acá no entiendo para qué hay que repetirlas allá, pero en fin: No 1... No 1... No 1. ?Fuego!... ?Fuego!... ?Fuego!... ?PUM! Algún botija se asusta. En el bar logro encontrar se?al. Como la luz me impide ver bien la pantalla, dejo la valija afuera y me adentro un metro (una yarda, bah) en el recinto. Ipso pucho aparecen dos ursos de la seguridad que, con amabilidad inconfundiblemente británica me preguntan si la valijita es mía. “Téngala con usted, por favor”. En este país con esas cosas no se jode. Busco cómo llegar a 18 Alexandra rd. Son, dice el duende, 22 minutos en línea recta. Al principio, duende y gallega están de acuerdo: “Gira a la derecha”. Sigo por Castle street, atravieso el río y... La gallega y el duende se pelean: ella me ordena girar a la izquierda, él seguir derecho casi un kilómetro. Le tengo más confianza al duende. Pero él también me suelta la mano. Pregunto y pregunto. La mitad de los encuestados no sabe, la otra mitad tampoco, pero no lo admite y me envía a diferentes cuadrantes del mismísimo carajo. Me meto en una ferretería y la muchachita busca Alexandra rd?en su computadora. Me dice que derecho unas cinco cuadras. Pero nones. Como a la hora ingreso en un restorán chino. El due?o busca en su propio telefónico y me manda retroceder. Unas cuadras más adelante, una negrita simpatiquísima me deriva inopinadamente hacia la izquierda. No puede ser. Pero está tan segura que le hago caso y... no solo que sí puede ser, sino que es.Alexandra rd es una de tantas calles idénticas de este país: recuas de casas indiferenciables, medianera con medianera, chimeneas de ocho toberas encabalgadas sobre los techos en punta, ventanas en saliente... Toco timbre en el no. 18, pero no hay respuesta. La confirmación de la reserva dice que hay que comparecer a las dos y son apenas pasada la una. Dejo mi impedimenta junto a la puerta, me calzo la música, me preparo una pipa y me voy a yirar por el rioba. No hay demasiado de interés. Regreso y me siento en la cerca a teclear pamplinas. Al rato, sale una muchachita salpicada de pecas. “?Sergio?” La familia estaba ahí todo el tiempo, pero no ha de haber oído el timbre o, más seguramente, no lo habré tocado bien. Me hacen subir por una escalera alfombrada y estrecha que -?estamos en Gran Breta?a o no?- al llegar a la planta alta se divide cuatro escalones para la izquierda y dos para la derecha. Mi habitación es mínima pero agradable. Como todas las de la cuadra y, sospecho, del barrio y, me atrevo a creer, del país, esta no tiene cinco metros de ancho. El pasillo de entrada tiene apenas el suficiente para la escalera -unos 70 cm- y tiene que abrirse como puede para hace lugar a la puerta que da a la cocina. A la izquierda, la sala, que no puede tener mucho más de dos metros de manga, porque debe dejar espacio al pasillo exterior. Desensillo y me mando otra vez pa?l centro de rompedor. Y entonces caigo en por qué me perdí: tanto la gallega como el duende meaban extra tarro: ni a la izquierda, ni derecho: ?para la derecha, mierda! Caminé unas veinte o treinta cuadras de más.Averiguo dónde tomar el ómnibus al aeropuerto, que es donde debo recoger el coche ma?ana. Media hora de marcha, dice el duende. Me digo que, puesto a pasear, bien puedo explorar la cosa ahora que no tengo ni mochila ni valija. No hace frío, pero, por las dudas, llevo pulóver y campera. Desando por Cambridge st el camino que debí haber andado y llego al castillo. El sol se despereza y despierta con brío. Me saco el pulóver y me lo anudo al cuello. El río que atravesé es el mismo paralelo al cual caminé ayer y el parque no es otro que Sophia Gardens, lo que son las cosas. Poco antes de que expire la muralla, la gallega me conmina a girar a la derecha. El duende me dice que no le crea y siga como venía, pero la calle que sugiere la gallega es una peatonal macanuda, con edificios amenos y llena de gente que celebra un segundo día de sol radiante. El encendedor se queda sin gas y en este país no existen los quioscos. Me compro un chiche de libra y media que me saca de apuros, pero necesito gas. En otra “arcada” que alberga un auténtico mercado, con pescaderías cargadas de ostras y salmones, encuentro un chiringuito donde por fin lo consigo. En el supermercado de en frente compro crema de afeitar, dentífrico y un cicatrizante para la puta lastimadura (que el que compré en Múnich ha desaparecido misteriosamente). La pecosita me recomienda uno muy bueno; tanto, que cuando voy a garpar me sale treinta libras. Pero no quiero correr riesgos: hace más de un mes que tengo la herida sin cicatrizar del todo. Por cierto, se me acaba la batería del telefonino y se extinguen duende y gallega. Lástima no tanto por ellos como porque no puedo sacar fotos de la multitud, ni de los edificios, ni de los negocios, ni vídeos de los formidables músicos callejeros. Me sorprende la cantidad de mendigos y gente durmiendo en la calle. No tantos ni de aspecto tan astroso como los de la Reina del Plata, las cosas como son, pero demasiados para una de las ocho economías más poderosas del orbe. Otra cosa de notar es que hay mucho menos “extracomunitarios” de nacionalidad o etnia que en Londres.El sol arrecia y me despojo también de la campera. Menos mal que me han dado una bolsa en la que me ingenio para aplastar las dos prendas. Cerca del castillo una piba en ruinas me pide una moneda. A unas ocho cuadras de la casa hay un chiringuito turco que, averiguo, está abierto hasta las tres de la madrugada. Anoto para cenar. A las 18:00 de la tarde, dos pipas largas y no yuxtafumadas después de haber salido, abro la puerta de 18?Alexandra rd, subo a mi cuarto, me doy una ducha y me recuesto a pasar las fotos a la compu y tratar de subirlas a fésibuc, pero el servidor está trabajando a reglamento y resulta imposible. Entonces opto por ponerme a escribir estas pamplinas mientras se carga el celular. De la planta baja sube un bullicio de jóvenes. Bajo y me presento a los amigos de la pecosita, que me cargan de lo lindo.A eso de las ocho y media estoy en la calle. Por Castle st, en un zaguán a oscuras, hacen alegre pícnic antes de echarse a dormir tres desahuciados cuarentones. Unos cincuenta minutos después encaro High st, la peatonal de esta tarde, repleta de jóvenes que meten una bulla prácticamente caribe?a. Se conoce que las chicas (al parecer, solo ellas) celebran algo como el día de la estudianta, porque las hay a montones, en grupos exclusivamente femeninos, y vestidas de fiesta, con unas bandas presidenciales violáceas de hombro a cadera opuesta. Bajo sacando fotos. He decidido zamparme una merecida pinta de Guiness, pero prefiero hacerlo a la vuelta. Cuando por fin me decido, los pubs que encuentro son demasiado bulliciosos, con música... Doblo resignadamente por Castle st y emprendo la derrota -nunca mejor dicho- de retorno. Me consuela saber que sobre Cambridge st abundan los bares y cafés, aunque descreo de encontrar un auténtico pub. En el chiringuito turco ordeno un kebab que voy deglutiendo por el camino hasta que consigo asiento en la parada de ómnibus. Hay una se?ora de aspecto inconfundiblemente indostano. Llega otra, más ordinaria que una alpargata usada, que la saluda a los gritos. Parece entrada en copas. Me pide fuego y enciende un canuto deforme. Acabo mi manducación y prosigo en busca del quimérico pub. Recuerdo que hay uno en la esquina mero de Alexandra, pero dos cuadras antes doy con otro y ahí sí me mando mi so?ada pinta. Por la tele pasan un documental sobre los voluntarios que han ido al ?frica a combatir la epidemia de Ebola. Es conmovedor. La abnegación de esta gente, sin duda, pero, sobre todo, la miseria total de las víctimas: ni?os que -nos narran- van a morir uno o dos días después de la filmación; enfermeras que hace meses que no cobran ni tienen vestiduras protectoras ni los elementos médicos básicos. Muerte y muerte, y miseria y miseria, y muerte otra vez y muerte. Yo pienso en los pibes que ríen en la mesa contigua, despreocupados, alegres, llenos de vida. Y en mí, mimado por la existencia, y en todos los que creemos tener problemas. No que me dé culpa: no la tengo. Pero sí la indignación y la tristeza de saber que el mundo se divide entre unos pocos opulentos, prepotentes, ladrones, asesinos, unos muchos como uno, que viven con cierta solvencia, y los miles de millones que no tienen qué comer, ni cómo curarse de enfermedades con las que los demás ni so?amos. Indignación y tristeza por este mundo de mierda de los ricos para los ricos, aunque yo, personalmente, no tenga de qué quejarme ni mucho menos. ?Las cosas podrían -debieran- ser tan diferentes! Y me da bronca y tristeza la conciencia de que tantos los dieron todo por un mundo mejor sin saber que se tornaban cómplices de otros asesinos. ?Qué historia de mierda la de nuestra especie! Pero se tiene que poder cambiarla.Llego a casa poco antes de las diez. La llave que me ha dado la pecosita no sirve. El timbre, resulta, tampoco funciona. Como en las películas, arrojo monedas a la ventana hasta que finalmente la due?a de casa se asoma y baja a abrirme. A todo esto ha hecho su aparición un muchacho esmirriado con pinta extracomunitaria que viene a la fiesta. La se?ora lo saca carpiendo, porque son las diez y la pecosita duerme... ?Menos mal que es sábado!Domingo 22Por alguna razón, pese a lo que caminé desde las siete y media de la mattina, no logro conciliar el sue?o. Poco importa. Aprovecho que la ciudad duerme y no usa la internet para subir las fotos A las ocho y media me levanto, armo mi ajuar, pido licencia para dejarlo en consignación hasta el mediodía y salgo pa?l centro. Hace fresco pero no frío, con lo que campera pero no pulóver. Es durante unas diez cuadras, al cabo de las cuales asoma Febo y a la mierda la campera. Me muero por un espresso y un croissant, pero no quiero desperdiciarlos por este arrabal así que me aguanto hasta llegar a High st. Llego a Sophía Gardens, pero, con nubes, con lo que otra vez campera (a la que, me olvidé de se?alarlo, en algún momento y lugar se le piantó al presilla del cierre). Me adentro casi hasta la parada de ómnibus, cruzo el río y discurro por el culo del castillo. Bajo por High st y hago vivac desayunaticio en un simpático café. En eso se pone a lloviznar y otra vez campera. Se me hace que Dios me está cargando, y que a cada rato dice a sus ángeles meteorológicos: “?Ahí se sacó la campera!”, “?Dale que se puso el pulóver!”, “?Metele que ahora se lo sacó!” Aprovecho para sacar las fotos que la batería del telefonino me vedó ayer. La ciudad está casi muerta, lo que me permite asombrarme de la cantidad de gente durmiendo en la calle. Entre ellos, la muchacha en ruinas que ayer me pidió una moneda. Está sentada en la puerta de un negocio cerrado, con otros tres o cuatro compa?eros de infortunio. Bajo hasta la estación (noblesse ferroviaire oblige), un edificio sin pretensiones en el que, para junar trenes, hay que tener pasaje las pelotas.Bueno, entonces al museo a ver impresionistas. El edificio es una belleza, la entrada gratuita y la colección pasmosa, sobre todo para un villorrio mucho más peque?o que Bahía Blanca. Aparte de los Renoires y Manetes y Monetes y Pisarros y Sisleys y Cezzanes y Rodines y Mailloles, un Greco, un Boticelli, un Mantegna, un Veronese, un Rembrandt, un Rubens... ?Qué envidia!Se han hecho las once y media y emprendo el retorno. Apolo ha salido a saludar desde su carro y me tengo que sacar todo menos la camisa. Voy tan entusiasmado que me pasó de?Alexandra. Un cana me acompa?a de regreso un par de cuadras. Es un pibe de veintitantos, barba cuidada, orgulloso de la belleza de su país. En la esquina de Alexandra nos separamos como amigos de toda la vida. En el 18 no hay nadie. Cargo mis petates, dejo la llave sobre la mesita a la entrada y me pianto para Cambridge rd a la parada del X1 que no tarda en arribar. Quince minutos más tarde cambio de diligencia en Customhouse st, cerquita de la estación. Me he bajado en camisa, pero ha refrescado y me pongo la campera. Ni cinco minutos espero que aparece el T9. Resulta que sábados y domingos el servicio al y del aeropuerto es grattarola. ?Quién entiende este país! Aprovecho un recorrido anodino para dormitar. Cuando llegamos, hace un frío de cagarse. Me calzo el pulóver pero no basta. Entro en el vestíbulo desierto, una se?ora me pregunta qué busco y se ofrece a acompa?arme las tres cuadras a la intemperie que hay que caminar hasta el coto de los rentacares. Le cede la antorcha a un muchacho que me acompa?a hasta afuera y a quien digo que ya me he ubicado. Caigo en que igual me toca esperar hasta las tres, de suerte que regreso al aeropuerto a morfar algo y hacer tiempo. Allí cambio mi pulóver liviano por el de cuello cerrado que me queda de recuerdo de las primeras vacaciones de invierno en familia, a?o de Nuestro Se?or de 2007, por Colonia, Montevideo y Punta del Este, con Xoch apenas nacida y Vale de ocho a?os. Me morfo un delicioso sánguche de queso y pollo acompa?ado de una birra local de apelativo Terra Nova, colofono con un espresso y unos pastelitos y entonces me siento a teclear estas pamplinas.A las tres y media ya estoy en camino, manejando con el culo a cuatro manos, porque está lleno de boludos que circulan contramano. Tengo que clavarme en las neuronas que el encarar las rotondas los demás no sé pero yo tengo que aferrarme a la izquierda, que al doblar a la izquierda me tengo que quedar de este lado pero si a la derecha del otro, que el cordón de la vereda y lo que es peor la hilera de autos estacionados no quedan acá sino allá, que la palanca de cambios y el espejito también y que si me subo al auto de este lado me da el soponcio de que me han afanado el volante. Pero, cordonazo más, cordonazo menos, me acostumbro rápido. Los boludos que manejan contramano son un punto de referencia ideal, porque para esquivarlos me tengo que meter por donde debo. La cosa va a ser (ya me va a constar) de noche o en las calles desiertas. Una vez en la autopista paso mi primer camión. Es en la autopista, lo admito, ?pero es un camión! El autito (porque es, por suerte, una miniatura de cuya marca no me ocupé de acordarme, eso sí, de un azul metálico precioso) tiene la puta costumbre de subirse a la raya que demarca la banquina, Menos mal que la misma protesta BRRRRRR y me vuelvo a mezclar con el tráfico. Pero me acostumbro rápido.A todo esto, en saliendito nomás del ariopuerto la gallega y el duende me sueltan la mano, así que entro a dar vueltas al pedo hasta que en un shopping recupero la se?al. No saco fotos del trayecto por pura prudencia. Lástima, porque la llegada al mar es impresionante. No así la entrada en Swansea, que no parece -y luego resulta que, en efecto no es- gran cosa. Gallega y duende vuelven a esfumarse. Estaciono en la playa de un shopping y camino hacia lo que parece una calle comercial. Nada. Tengo que ir a 6 Brokesby rd. Un taxista me dice que es inútil que trate de explicarme porque es muy complicado llegar. Doy otra vuelta, estaciono sobre la vereda y pido en un restorán que me ayuden. El tipo, indostano, amabilísimo, me dice que tiene prohibido divulgar la contrase?a, pero busca la dirección en su telefonino y me muestra el trayecto: hallar la costanera, atravesar el segundo puente, girar a la izquierda y luego otra vez bastante más adelante y finalmente otra y otra. Pero la calle por la que confiaba llegar a la orilla del río está cortada. Veo un cartel que indica el Marriot. Allí seguro tengo se?al. Pero, o el cartel está mal o yo me despisto y termino en la marina. En un restorán aún cerrado, la muchachita que asea me deja entrar y me permite atrapar al duende y la gallega. Salgo raudo y beato, pero llegado a la ribera se borran. Salvo que yo me acuerdo: segundo puente, a la izquierda y luego otra vez. En eso la gallega se despierta. Pero me avisa tarde del próximo giro a la izquierda y la pierdo y me pierdo. Hago unos kilómetros hasta poder dar la vuelta en U y doblo por donde debí. Subo y subo. Algo me dice que me estoy yendo a la mierda. Paro en un mercadito. No tienen güifi, pero la chica conoce la calle, que no queda tan lejos. La encuentro. Y encuentro la casa. La vista desde la loma en que me encuentro es preciosa, pero el telefonino está descargado. Entrar es complicado. Menos mal que tuve la precaución de fotografiar las instrucciones. Hay que buscar en una caja como de medidor de luz la llave mediante una combinación que me han enviado. Bueno ya estoy. Lavo camisa, calzoncillos y calcetines y bajo a la ciudad sin mayor entusiasmo, porque me ha parecido totalmente anodina. Vuelvo a estacionarme en el shopping. La ciudad luce difunta. Detrás del shopping hay una iglesia debidamente medieval en cuyo zaguán. Como único signo de vida, hay un tipo sentado junto a un estéreo que retumba en el vacío. En la calle semicomercial de esta tarde no hay donde comer, pero me indican que dos cuadras a la izquierda voy a encontrar. Y así doy con Wind st, la breve si agradable columna vertebral del centro. Dos cuadras de restoranes, bares y discotecas embutidos en edificios aparentemente victorianos. En un chiringuito que vende pizzas, curries, kebabs y sánguches me morfo una margherita de antología. Los tres laburantes son iraquíes. ?Cómo será haber emigrado de un país que ya no existe? Y ahora les toca a los pobres sirios. En su monumental Historia de Europa, Roberts dice que los conflictos del Oriente medio y los Balcanes son, en el fondo, guerras de sucesión del Imperio Otomano (que se disputan, claro, las restantes potencias coloniales, incluidos, desde luego, los Estados Unidos). ?Pobres palestinos, kurdos, libaneses, serbios, bosnios! ?Pobres todos los pobres, condenados desde siempre, cada vez más y, pareciera, para siempre a su pobreza! ?Triunfará alguna vez el viejo sue?o del fin de la explotación de hombre por el hombre? ?Y, si triunfa, cuánta sangre más va a costar? Saco las pocas fotos que me permite la poca batería del telefonino y regreso a casa a teclear estas pamplinas.lunes 23Salgo como a las diez. Voy a echar una ojeada a Wind st, desayunar y piantarme para Aberystwith. Wind st es menos interesante a la luz de lo que se filtra del sol, y el castillo no es más que un montón de piedras. La gallega está haciendo, en cambio, méritos. La quasi autopista –quasi porque cada tanto abre la palma a una rotonda- surca una campi?a expectablemente verde y ondulada. Por suerte, pronto la abandono. La gallega me mete por un laberinto de caminos íntimos. Alguna aldea (ninguna pintoresca, pero), campos en que pacen apaciblemente algunas decenas de ovejas, árboles modestos, y, como el paisaje de Catamarca, mil distintos tonos de verde. Y en eso, el mar. Me meto en un pueblo ribere?o, con su marina de yates en reposo y botes tirados de espaldas al cielo, como tomando el sol... si lo hubiera. De aquí en adelante la ruta seguirá paralela a la costa, pero casi siempre montada a varios metros de altura. Ingresado en Aberystwith, claro, me pierdo, pero sé que no demasiado. Llamo a Chris, la malaya que me alquila el cuarto, que va a esperarme frente a la estación, unas pocas cuadras para abajo y hacia atrás. Mi anfitriona tiene unos cincuentaylargos y, pese a que lleva casi trienta a?os por estos lares, habla con un acento casi impenetrable. El cuarto es cómodo pero no tiene se?al de güifi. Me advierte que hay muchos robos: “Es que han venido demasiados inmigrantes” -esclarece desde su condición de nativa y vástaga de diez generaciones de anglonormandos. Tras un café realmente bueno, salgo a pasear.Aberystwith (donde y en cuyos alrededores se ha filmado mi bienamada policial Hinterland, de cuyos paisajes me enamoré y por eso indagué en la güiquipedia y aquí estoy) es una típica ciudad balnearia; la Brighton, me entero, de Gales. No veo ningún edificio de enjundia, pero da gusto caminar por estas calles tan típicamente inglesas... bueno, británicas. Me compro un sánguche de camarones que está en rebaja porque hay que morfárselo ya mismo no sea que, y salgo a la costanera. Se parece mucho a la de Dawlish (vide “Crónicas filiopaleomondescas”) y, como la de Dawlish, acaba en un monte de digo yo como de cien metros de altura, acaso más, que subo a cuidadosa pata por un sendero estrecho y precario (tanto, que hay carteles para disuadir peatones). A medida que jadeo por la pipa, la ciudad se va achicando entre el mar y el cielo. La subida, pero, no se hace tan fatigosa ni dilatada como temía. Ya cerca de la azotea, un puente me acarrea por encima de las vías del funicular. De haberlo sabido quizás me habría tentado, pero mejor así: buen ejercicio para las gambas y excelente bálsamo para el alma. Arriba hay una hostería cerrada y, metros encima, una torre con balcón circular. Me meto creyendo que es para subir al mirador, pero la libra que pago es a efectos de contemplar una especie de diorama horizontal casi invisible. Hay, eso sí, un tendido ferroviario un tanto ecléctico de escalas y épocas. Doy una vuelta por el páramo respirando casi con los ojos que no saben si elegir los pliegues verdes que se alontanan tierra adentro, la ciudad aplastada junto a la playa, o el mar infinito. No más por lealtad ferroviaria, bajo en el funicular, Se ha puesto a lloviznar y refrescado. Ya sin incienso en el cachimbo, camino por las calles interiores. Debo de parecer un penitente, cubierto con la capucha y con los brazos ensimismados manteniendo cerrada la campera. He divisado un castillo tras el cabo que divide la costanera y hacia allí me dirijo en principio, pero tengo telefonino y MP3 en huelga de batería. Como son apenas las cuatro y quedan tres horas de luz, resuelvo recalar en casa a repostar mis chiches, seleccionar y perfeccionar las fotos de hoy y, de paso, teclear estas pamplinas. Por la tele, dijérase que como favor especial de Dios, pasan la archiinglesa “El mastín de los Baskerville”, con un Peter Cushing de antológico Sherlock Holmes y un pibe Christopher Lee de víctima (?debe de haber sido la única vez!). Amarcord cuando fuimos a verla de estreno, allá por 1959 o 60, con Patricio Cárrega y el Gordo Pereyra al fenecido cine Victoria (la calle, por cierto, ha sido bautizada Julio Viaggio, por mi tío abogado; diz que el proyecto original era ponerle Hermanos Viaggio, en homenaje a mi viejo el otro hermano médico). No puedo creer que todavía hoy recuerde los diálogos casi palabra por palabra, sobre todo esta maravilla “Come, Watson; this is a two-pipe problem” (venga, Watson; este es un problema para dos pipas”) que tanto he repetido cada vez que he debido afrontar una caminata dilatada: This is a two-pipe stroll.A las seis menos cuarto vuelvo a la intemperie. Amenaza con llover y cumple. Me he puesto los dos pulóveres y aun así me cago de frío. Por suerte descubrí la manera de trabar la capucha con sus cordones y eso me protege el cuello. Precavido, me compro un sánguche y un jugo y veo de conseguir un alfiler de gancho para la campera. En el único negocio plausible que hay abierto saben tener pero se han olvidado (?salud, viejo Marcos Mundstock! ?Qué será de tu vida? A?ares de cuando te quedaste un mes entero en mi cuchitril de treinta metros cuadradados y me hacías cagar de risa cada vez que abrías la boca. Amarcord que noviabas con Lily, sobrina del chanta entre los chantas Carlos Páez Vilaró, que por esos días vivía en Nueva York en un dpto. lleno de minitas advenedizas cuya (del dpto.) puerta perennemente abierta lucía un letrero que anunciaba “Casa Pueblo, Nueva York”. Y?amarcord?la noche que no volviste de la ópera y me pegué el gran cagazo de que te hubiera acaecido una desgracia, y que cuando te increpé al día siguiente me dejaste putearte hasta que por fin me callé, y entonces dijiste “?ya vas a ser madre y me vas a comprender!”). Bajo hasta la costanera y el viento me da una biaba de aquellas. No me dejo arredrar y me mando pa?l lau del castillo, que está en ruinas porque desde 1343 que la municipalidad no lo cuida. Llegando a él, el suntuoso y truchomedieval edificio creo que los tribunales. Del castillo queda el foso, la torre principal, una de las traseras, fragmentos de la muralla y los restos de la capilla. Detrás -?toda una alegoría!- un festín de columpios, toboganes y demás chicherío para los purretes. Regreso por la paralela, ya protegido de la furia de Eolo. En un?pub?pruebo una birra local nada desde?able y sigo hasta la estación, que está huérfana de trenes. En la esquina mero de casa y en sincronía pitagoriana se extinguen al unísono pipa y telefonino. Me doy una ducha (?por qué será que en este país la luz del ?oba se enciende casi siempre tirando de un cordoncito? Quizá en memoria de la proverbial y desaparecida cadena). Chris me hace un feca y me cuenta que quiere piantarse a Inglaterra propiamente dicha porque aquí es difícil conseguir laburo decente si no se habla galés. ?Pero si, según el último censo, solo masculla este trabalenguas el 18% de los locales! ?Se creerán catalanes?Engullo mi sánguche y salgo a ver la ciudad nocturna. Hace tanto pero tanto ofri que a los quince metros doy media vuelta y me subo al Vauxhall (he descubierto que tengo un Vauxhall nomás). Tomo la costanera y voy deteniéndome a sacar fotos. Parece mentira, pero veo pasar una pareja lo más como si nada, caminando del lado del mar. De algún boliche sale un grupo de adolescentes, uno de ellos en shorts. ?Cómo hacen? Amarcord aquella primera noche gélida en Bradford con las Lolitas prácticamente en cueros y los galanes en maga corta. He visto este espectáculo mil veces y nunca puedo dejar de asombrarme. Paso el castillo hasta que la ciudad se esfuma. Doy un par de vueltas por el centro y trato de encontrar el camino del cerro. Subo y subo, pero al cuete. Al final, me doy por vencido y retorno al nido. Chris madruga, así que me cepillo los dientes en puntas de pie y ni amago con encender la tele.Martes 24Me despierto a las siete y media. He tenido un sue?o maravilloso: de novio con una muchachita, hija de un amigo, a la que conocí de purreta pero ahora, tantos a?os después, está hecha toda una mujer, hermosa y fresca. Yo mismo no me lo puedo creer, pero todo es tan perfecto que no tengo más remedio. Nos queremos como adolescentes. Los padres, mis amigos, están encantados, lo mismo que los demás gerontes del grupo de bohemios de entonces. Mi felicidad es completa... Exactamente como cuando el inicio de la entonces Chapu. Mi experiencia psicoanalítica me da para comprender que no he hecho más que revivir aquella época idílica. Poco importa; porque la cosa es que entreabrí los ojos cargados de onírica dicha. Ahora que los tengo abiertos del todo sé que, aparte de imposible, el sue?o estaría condenado al derrumbe, porque mi horno, no tan maltrecho después de todo, no está para bollos. Querría, sí, un último romance, de esos de luna llena, pero solo eso: romance; mi vida apenas si da abasto para su legítimo propietario.Preparo mis petates y mientras se calienta el agua para el café, procedo a mi elemental aseo (vale decir, cepillarme los dientes y enjuagarme la cara, que todavía perduran los efectos de la ducha de anoche). Por supuesto que, como en todos los ba?os que me han tocado en esta y otras venerables británicas ocasiones, el agua sale dicotomizada en sendos grifos, uno para la fría y otro para la caliente, de suerte -es un decir- que si uno la prefiere menos fría que gélida o calda que escaldante, no tiene otra que poner el taponcito, abrir ambas vías e ir corrigiendo uno y otro chorrito según la evolución de la temperatura del charco resultante. Pero el progreso se abre paso incluso en esta isla tan parecida a una Tasmania de la civilización, en la que, aislada del resto de la especie, la humanidad ha seguido un desarrollo idiosincrásico. Me refiero a que, para mi pasmo, el agua fría sale ahora del grifo derecho y la caliente del izquierdo. Eso y el paso al sistema decimal son las grandes concesiones al despreciado “Continente”. Por cierto, la gallega me precave ahora que “a doscientos pies, gira a la izquierda” o “pera párate para seguir derecho dentro de un cuarto de milla” (confieso que todavía no he aprendido a prepararme para no doblar, ?que me pide, que me aferre al volante?). Lástima que la mutación de medidas de longitud no redunde en una mayor aproximación a la ruta indicada, pero en fin...No puedo menos de consignar que la falta de internet ya me está provocando el síndrome de abstinencia. Ayer no pude subir las fotos a féisbuc y ahora no puedo consultar mi correo. ?Y pensar que Robinson Crusoe se tuvo que aguantarse veintisiete a?os!Tras un espresso con su consabido croissant, su -es decir, mi- ruta. Llueve entre más o menos y a cántaros, pero el camino es deliciosamente ondulado y sinuoso, casi sin tránsito, y el paisaje simplemente espléndido con sus mil distintos tonos de verde mojado, sus lomas, sus colinas, sus árboles, sus prados como mesas de billar con las ovejas fungiendo de bolas blancas. No sé cuántas veces he exclamado para mis afueras ?qué lindo! Me imagino con la?porcinetta (Vale se aburriría como un molusco) o, por qué no, con la China. Amarcord, una vez más, aquel viaje de ensue?o por Escocia. Se hacen unas tres horas para los ciento y menos de cincuenta kilómetros. Es que voy con toda placidez, deteniéndome cada tanto a admirar un lago o contemplar un pueblo. Paso Caernarfon (que es mi destino secreto) y sigo unos veinte minutos más hasta Bangor. No parece interesante y luego en efecto resulta que no lo es, pero he conseguido alojamiento por menos de treinta euros en Tip and Spile, una posada cum pub en la punta misma del camino y la isla. No parecen tener güifi, pero, así que me voy al pueblo a ver. Me tomo un feca con una de esas deliciosas tartinas como de dulce de leche a las que me hice adicto en Edimburgo (?ay, Chinita que te embarazaste luego y ya no me diste bola!). Reservo habitación para ma?ana en Chester, me compro una campera XXXL que me calce encima de la otra (22 razonables libras) y salgo para Caernarfon.Es, de lejos, lo mejor que he visto en estos días. El soberbio castillo está soberbiamente conservado y parece contaminar la ciudad toda, porque de él se abren como tentáculos las murallas que en su momento rodearon la ciudad. Ahora están interrumpidas, un poco como las de York, pero el circuito es inconfundible: a cada rato cincuenta o cien metros de muro, alguna torre, un puente salvando la calle que en su momento ha debido ser foso. La mole gigantesca da al estuario y al mar. Hoy día defiende se?udamente la villa de una marina. Estaciono, cruzo una esclusa hasta la otra orilla de río y me solazo paseando mis ojos incrédulos por las almenas severas y las torres sombrías. A foro derecha, la ciudad que se desparrama hacia la campi?a. A foro izquierda la muralla que llega hasta el codo. Detrás del castillo, una plaza al estilo de las de Bohemia, aunque nada queda de las construcciones medievales. Por alguna razón, el telefonino está casi sin batería. Menos mal que tengo la computadora, que le sirve de alimento. Me pongo la mochilita al hombro y conecto el chiche. Por fortuna, el cable es lo suficientemente generoso. Visito el castillo a condición de que se pueda subir a las torres. Se puede, por siete libras y media precio de anciano de la tercera edad. Subo a la del extremo sur y luego a la opuesta. Las escaleras son en caracol cerrado y estrecho, con una soga vertical para aferrarse uno como pueda. ?Cómo habrá sido subir con armadura y arco y flechas? Las murallas tienen horadado un corredor con troneras para ambos lados. Apenas si quepo. Desde las cimas la vista es de pro, pese a que el cielo pesa como plomo y empasta todos los colores. El mar, el río y detrás el monte, la plaza de armas, las callejas caprichosas, el mar.Doy vueltas y vueltas. Descubro -?ay, demasiado tarde!- un ferrocarril histórico. El tren acaba de partir y apenas si entreveo un trozo de vagón de madera. Mala suerte. Regreso al castillo, vuelvo a estacionar y doy un lento paseo arrastrado por la primera pipa de la jornada. Como el día es de perros, casi no hay nadie por ninguna parte. Son las seis y minutos de la tarde y estoy en un?pub?con mi media pinta de Guiness tecleando estas pamplinas.Llego a Bangor como a las siete y media, manduco el sánguche que me he comprado en Caernarfon y bajo al?pub?a tomarme una pinta de algo. Es un sitio tirando a astroso, pero animado. Me entero de que sí cómo no que hay güifi y corro a buscar la compu y telefonino para subir las fotos. Se me sientan a la mesa dos galeses que parecen recién salidos de Puerto Madryn. Como es tradicional -me entero luego-, a determinada hora (creo que a las nueve) se organiza el quizz, o sea, el cuestionario de trivialidades. Las preguntas las anuncia el due?o. Recuerdo unas pocas: ?A qué llamaron los alemanas “Operación León Marino”? (La invasión de Gran Breta?a), ?qué boxeador inglés es conocido como “el Oso” (o algo así)?, ?en qué película se dice “bueno, vamos a necesitar un cinturón más grande?, etc. Yo termino de subir las fotos y subo a mi cuchitril. Hace un ofri de defecarse y he debido enchufar el radiadorcito ambulante. Como el ba?o es compartido y tengo lavatorio en el cuarto, opto por resignar la ducha. El lavatorio, claro, tiene sus dos grifos, pero, fiel a la antigua usanza, los dispone al vesre: caliente a la izquierda y fría a la derecha. Pese a la bulla que sube del pub, me apoliyo sin sobresaltos.Miércoles 25Me despierto antes de las siete y me recibe un sol nac-pop. Me he preparado para una jornada abultadita: Castillo de Comwy por la mattina y Chester (donde pernocto) por la tarde, pero me pregunto si no merece que visite una vez más Caernarfon. El dilema me lo resuelve el inconsciente, porque no encuentro el MP3 por ningún lado. Tengo que habérmelo dejado en el pub de Caernarfon. Para allí voy. A las nueve menos cuarto estaciono frente a The Palace Vaults, que está, naturalmente, cerrado. En el boliche de al lado me dicen que abren “hasta” las once. Me resigno a resignarme: no vale la pena perder la ma?ana esperando aquí ni volver desde Comwy. En desagravio, me tomo un feca con un pastelito en la Plaza de Armas y cuando regreso al auto justiniano llega el encargado que, cómo no, me entrega mi adminículo. ?Vamos todavía!La ruta se torna interesante solo cuando se amanceba con el mar. Y ahí sí, pocos kilómetros más adelante, una muralla que ni la china. No, no es el castillo. Es la muralla de la ciudad. El castillo queda unas ocho cuadras intramuros, sobre el brazo de mar. Es una maravilla que deja humillado al de Caernarfon. Cruzo el puente hasta la otra orilla, doy vuelta en U y me estaciono justito antes de que el puente vuelva a arrancar. El paisaje es extraordinario: mar y mar a cada lado. De este, una marina y puerto de pescadores. Frente a mí, la mole compacta con sus como diez torres. Subo por unas escalerillas y tengo que optar entre subir a la muralla que se aleja bordeando la ciudad o ingresar en el casillo mismo. Primero, la muralla. Unos doscientos metros hasta que se rinde al hachazo de los siglos. Muros adentro, una ciudad como tantas de estos pagos que han sabido ser medievales pero se han olvidado. Quedan, claro, algunas casas digo yo que del siglo XIV o XV, pero, en general, son todas de bastante endijpuej. Muros afuera, el verde que te quiero verde de la loma que se roba un buen cacho de cielo. El castillo, entonces. No queda más que la carcasa descomunal en que, según indican algunos cimientos, huecos, recovecos, túneles y pasillos, estuvieron la capilla, la gran sala, las mazmorras, la cocina... Hay bastante gente, sobre todo, gurises, entusiasmados ellos. Subo a las dos torres abiertas al público. Una casi se mete en el mar, la otra hace pata ancha en las calles de la ciudadela. Salgo a la ciudad. Al fondo, la muralla que vi al llegar. Para allí voy, pero a mitad de camino advierto que a mi derecha se abre una callejuela que se agacha para pasar por un arco y se derrama sobre la explanada de los pescadores. Puedo elegir entre bajar hasta la muralla por el borde del agua o volver a la calle parece que principal. Me parece más interesante ésta, que también se agacha al llegar a su propio arco. Ahí mismo una escalera permite subir a pasear tras las almenas. Cada veinte o trienta metros, una torre. A mitad de camino entre un extremo y el otro, una fortificación más pretenciosa (seguro que encima y alrededor de la puerta principal). A partir de aquí, la senda se hace empinada a la par del suelo, que se va abultando. A unos trescientos metros -tal vez un poco más- del borde del mar, la muralla gira noventa grados y se marcha hacia la loma. Dos o tres o cuatro cuadras después vuelve a girar y, unas dos cuadras más tarde, abjura ante las vías del ferrocarril (ahora caigo en que hasta ahí había llegado la primera vez). O sea, que, salvo el intermezzo vial, el muro está completo.Rodeo el castillo por la espalda, ingreso en la ciudadela por la puerta de servicio, me compro un sánguche, desando mi primer andar hasta el Vauxhall y me mando para Chester. Que vuelve a quedar en Inglaterra propiamente dicha, como lo delata la circunstancia de que desaparecen los letreros en idioma. La gallega, por supuesto, me suelta la mano en el primer semáforo. Me meto en un shopping por dos libras ochenta para recuperar la se?al y por fin llego. O casi. Porque he dado mal el número, y no hay timbre, y veo que la puerta está sin trabar, y entro. Es un auténtico chiquero, que me recuerda el scomparso conventillo del paseo del Carmen (vide “Viaje a la oscura ciudad de Cacodelfia”). Pregunto si no hay nadie en casa y de la planta alta asoma un viejo que me dice que naquever. Ahora voy a la casa que es, solo que son las tres menos cuarto y mi anfitriona Cindy no vuelve hasta las cuatro. La idea es dar una vuelta siguiendo la pipa, pero se larga a llover, de suerte que exhumo la compu y me pongo a teclear estas pamplinas. Cuando llega Cindy cruzo la calle, me presento y me instalo. La casa queda en Ermine rd, una de esas calles de casas idénticas de ladrillo bermejo. Mi cuarto es ínfimo, pero tiene todo lo que tiene que tener. Es, como la de Cardiff, una vivienda esmirriada, en la que hay que pedir turno para pasar. Típicamente británica (ya puedo volver a decir “inglesa”), de escalera alfombrada bajo la cual cruje la madera original.Salgo a explorar la villa. A poco de atravesar el puente empieza el ensue?o: Casas casi absurdamente Túdor, copias fieles del Buenos Aires Rowing Club pero un poco torcidas por los siglos. La ciudad vieja, en rigor, es peque?a y conserva parte de la muralla (un muro enano que no ha de haber servido de gran cosa). Se trata de una arteria principal y tres o cuatro transversales como aisladas del tiempo y ancladas en la Historia. Por los primeros pisos corre una galería casi ininterrumpida. Ahora que cavilo, toda Chester parece un remedo delirante de Campanópolis (vide?“Viaje a la insólita ciudad de Campanópolis”). Lástima que fenece la batería del telefonino y ya no tengo para sacar fotos de la formidable catedral. La recorro desconfiando de mis ojos. Los vitrales (uno, al menos, moderno) son magníficos. El refectorio hoy convertido en café es inmenso, de techo prodigiosamente artesonado. No puede competir con Ely, es cierto, pero me la recuerda. Me anoto en la visita guiada a la torre para ma?ana a las once. El tipo que me atiende, un muchacho de treintaycortos que, además, va a ser el guía, es de una amabilidad inglesa hasta el caracú. “Si pierde la entrada, no se preocupe que me voy a acordar de usted”, precave visionario, porque, cómo no, a los dos pasos se me cae del bolsillo (el billete). De regreso me compro un poco de fiambre y pan y un jugo de naranja para la noche. Por el camino me morfo dos sánguches improvisados. Me he cagado de frío y calor tres o cuatro veces, y mojado otras dos.Llego a casa, pongo a cargar el telefonino, me doy una ducha, paso las fotos a la compu y vuelvo a salir. El telefonino dice que está lloviendo, pero hace un sol en prodigiosa retirada, que se despide lentamente pintando todo de suaves pasteles. Vuelvo a dar la vuelta que di, pero sacando fotos, con el cordón umbilical del telefonino calzado en la compu que cargo en la mochila. La ciudad está prácticamente desierta. En un recoveco una monta?a de trapos y encima una guitarra. Son una pareja que duerme apelmazada, cabeza con cabeza, los cuerpos acurrucados en direcciones opuestas. No son los únicos, claro. Va oscureciendo y es hora de mi pinta de Guiness. Pero pasa algo extra?ísimo: parafraseando a Baldomero, ?cuarenta balcones y ningún pub! Encuentro por fin uno en el que me siento a teclear estas pamplinas. Como ayer, pido probar alguna cerveza local, y, como ayer, me dan un caldo sin gusto. Me doy por derrotado y me pido una Guiness. En la mesa vecina un tipo de unos cincuentaycortos ya no sabe con quién trabar conversación. La soledad ha de ser terrible para quien no la ha buscado o no sabe saborearla.Son las nueve y media. Si la luminosidad se presta, saco más fotos. Si no, al letto.Jueves 26Me levanto temprano para dar otro gran paseo y estar a las once en la Catedral para escalar la torre. Esta vez me voy para el río, que queda al cabo de un parque como solo los ingleses. Voy por la costanera a la que da lo poco que queda de la muralla original. En la ribera opuesta, como trepados a los árboles, los palacetes de los ricachones. Llego al puente, que de este lado es recibido por la única puerta supérstite. Es, por dicha, un auténtico día nac-pop y la ciudad toda lo festeja con sus mejores tintes. En el gigantesco refectorio de la Catedral desayuno mi feca con su croissant. Aprovecho los quince minutos que me restan para recorrerla íntegra, ?Qué maravilla! La nave es interminable y los vitrales magníficos, incluso los modernos (me enteraré dentro de un rato que Chester no sufrió demasiado a manos de los Heinkel nazis, que preferían Birmingham, pero la onda expansiva y las vibraciones de las bombas destruyeron varios vitrales). A las once Matt nos lleva para arriba. Son 216 escalones, pero los hacemos en varias etapas, porque Matt, que es un tipo simpatiquísimo, nos lleva a dar la vuelta por el coro y los pasillos superiores, y el ex campanario y hasta el entretecho. La escalera en caracol es la más estrecha que haya tenido que trepar. El único rey que se le atrevió fue Carlos II, en 1641, para junar de lejos la batalla que se libraba a dos o tres kilómetros y en la que los cabezas rapadas de Cromwell le propinaron una soberbia paliza. Es que Carlos bis fue el rey más petizo de la historia de este país y por eso cabía por la escalera. La iglesia empezó de convento y románica, fundada por el sobrino de Guillermo el Conquistador en 1093. A partir de 1283 y durante los casi trescientos a?os siguientes la agrandaron gótica y, salvo la cosmética victoriana, como estaba entonces quedó. El panorama, lástima, no es mayormente de interés, pero las historias de Matt valen un Perú. Chester está casi en la frontera con Gales y los ingleses nunca se llevaron del todo bien con sus vecinos. La torre del Ayuntamiento tiene sendos relojes apuntando al norte, al este y al sur, pero ninguno de cara al oeste, porque a los galeses... ni la hora. Una de las campanas solo repicaba a las nueve de la noche, que era cuando se cerraban las puertas de la ciudadela. Los galeses podían venir de día a gastar plata, pero si alguno quedaba encerrado pasadas las nueve era, a su vez, pasado por las armas. La ley jamás fue derogada, de modo que sigue siendo lícito ajusticiar galeses por la noche. Cosas de los ingleses. Cuando Enrique VIII rompió con el papa y entró a saquear y destruir conventos, este se salvó porque sus encargados no tuvieron mayor reparo en acogerse a la nueva iglesia anglicana. La gira dura una hora que se pasa volando. Vuelvo a casa a buscar el auto y me voy a la mierda.Por alguna razón de la que, por suerte, no me acuerdo, elegí pasar esta noche en Wrexham. El hotel resultó una auténtica cagada, la ciudad, en cambio, también. En la esquina mero, compro detergente y, antes de salir de excursión, me lavo los dos pares de medias, los dos calzoncillos y la camisa que adeudo. Pongo todo a secar sobre el radiador y pa?l centro. De camino, la catedral, linda, pero después de Chester... igual está cerrada. Sigo una cuadra y desemboco en una peatonal misérrima que ostenta, eso sí, una hermosa casa Túdor, que es la que sale en la güiquipedia, porque no hay nada más que merezca la pena. Lo que sí hay de a tres por cuadra son peluquerías y barberías (debidamente separadas). Los barberos son todos turcos o afines y los únicos que siguen abiertos después de las cinco. En un supermercado inmenso, tipo Carrefour o Coto, que está, como varios otros negocios, por cerrar y vende todo al costo, me compro dos chocolatines y un jugo de naranja. En el chiringuito inicial agrego a mi parque un par de paquetes de tostaditas (que, como están al vencer, se venden a dos por una). De modo que a las seis y centavos estoy en mi habitación, con la tele encendida, morfando el paquete de fiambre de ayer y concentrado en mis pamplinas. Por cierto, me salió el día de laburo para el Consejo de Europa en Viena y puede que otro el 14. Tanto meglio!Ma?ana va a ser un día largo y quiero dormirme temprano, pero me lo impiden los vecinos (que oportunamente se disculpan y callan) y el tránsito. Es que la ventana no cierra bien y solo puedo dormitar entre el camión de las dos y el de las seis.viernes 27A las siete y media ya ruedo por la autopista. Llueve torrencialmente. Mi destino es Coventry, porque ahí cerquita queda el British Motor Museum, la colección más nutrida de autos nativos. Voy so?ando con las hileras de Rolls Royce y Bentley, Jaguar y Daimler, con los Lagonda, Sunbeam, Bristol, Alvis, Armstrong Siddeley, Wolseley, Riley, Humber, Hillman, Morris, Morgan, Triumph, MG y demás fenecidas glorias del glorioso pasado automotor del Imperio. Entre el tráfico infernal y la pioggia tardo más de dos horas. Si el hotel fue una cagada y Wrexham un asco, el Museo es una bazofia. Un solo Rolls Royce (útlmo modelo o casi), ni un solo Bentley ni prácticamente nada realmente clásico. ?Y yo que me restrgaba las manos ante la perspectiva de ver dendeveras todas aquellas preciosas miniaturas que daban inmóviles vueltas por mi tendido! Cancelo mi reserva en Coventry y la paso a Worcestshire que, como cualquiera sabe, se pronuncia “Wúster”. Llego como a la hora y centavos, ya con la lluvia rebajada a llovizna, de la mano -?milagro!- virtual de la gallega. Mi anfitriona se llama Sue y su domicilio, un chalet moderno en Bromsgrove, a unos 20 kms (me entero tarde) de la ciudad. La dirección precisa es Crossley Walk 22. La gallega me asegura que he llegado. De acuerdo, pero llegar es una cosa, y encontrar la casa, otra muy que pero muy otra. Los propios vecinos a quienes pregunto no tienen ni puta idea. Finalmente encuentro la Caminata Crossley, Ahora busco los dos patitos. A mi derecha, del 6 al 18, a mi izquierda, del 35 al 61, a mis espaldas los veinte impares... Me doy por vencido y llamo a Sue, que asoma de una especie de cortada. Tiene ochenta a?os, padece del corazón y vive sola. Me hace entrar por el jardincito trasero, ni diez metros cuadrados invadidos de macetas, macetones, canteros, un cobertizo de cristal, una estatua de una ni?a bebiendo de un cántaro, una silla de mimbre, un banco rústico y mil cachivaches más bordeando un sendero de ladrillos en forma de signo de interrogación. La casa es agradable y mi cuarto un vero dpto. con todo y cocina. Dejo la hacienda y enfilo pa? Gúster.La gallega me lleva derechito (bueno, derechito es un decir, porque -y esta vez no es culpa de ella- hay que hacer arabescos) al trocén. Estaciono en un parking público al borde del río y subo por la costanera hasta la catedral, que no es como la de Chester, pero de todas formas espléndida. La ciudad es más moderna y menos pintoresca que su rival, pero muy agradable. Al lado de Wrexham: Sodoma, Gomorra, París y Atenas amalgamadas. Casi no hay edificios anteriores al siglo XIX, pero sí un barrio como quien dice Palermo Chico que es realmente hermoso, con los palacetes de ladrillo a la vista entre jardines y flores. Me tomo media pinta de stout en un pub que, lástima, no tiene güifi. Y la necesito sí o sí, porque ni puta idea de cómo volver a casa. Me digo que, en el peor de los casos, averiguo cómo salir para Bromsgrove y en alguna estación de servicio, so pretexto del sánguche, engancho se?al. En esas cavilaciones estoy cuando veo un chiringuito que vende Fish and Chips, en otras palabras, bacalao empanizado y papas fritas, que vienen a ser a la cocina británica lo que el choripán a la nuestra. Y elimino dos aves de un disparo, porque hace rato que me he prometido no volver a Viena sin haber comido siquiera una vez f&c y, de paso ca?azo, cargo el recorrido en el telefonino. Encontrar el auto fue una miniodisea, porque no me apiolé que había tres estacionamientos más o menos amontondos. De regreso, la gallega me hizo dar un par de vueltas al pedo además de las que no tenía más remedio que hacerme que dar. Como sea, aquí estoy tecleando estas pamplinas. Ma?ana, si el servicio meteorológico es servido, trepo a la torre de la Catedral. Luego un par de horas hasta -aunque cueste creerlo... ?ni hablemos de pronunciarlo!- Cwmfelinfach, de nuevo en Gales, cerca del castillo de Caerphilly, que diz que basurea ignominiosamente a Caernarfon y Comwy.Sábado 28Llovizna, pero igual me arriesgo. A las diez estaciono el Vauxhall en Gúster y desayuno en un bolichito cuya se?al de güifi es una cagada de modo que el GPS no puede encontrar Cwnfelinfach. Llamo a Jason, mi posadero, que medio me orienta y quedamos en que de las cuatro en adelante. A las once y centavos encaro los 236 escalones que me llevarán al tope de la torre (20 más que en Chester). Llegando al campanario, la escalera se estrecha tanto que no hay tráfico simultáneo en ambos sentidos. El pibe que está en la azotea grita por el intercom “?Bajan cuatro!” y la piba que está en el campanario hace esperar a los que pugnan por subir. Entonces “?Suben tres!” Solo que yo subo solo. Lástima el cielo encapotado, porque la vista es muy superior a la de Chester. No que la ciudad sea más bonita (como dije, no lo es), sino porque el paisaje es más entrador: el río y detrás y por los otros tres puntos cardinales, los prados de billar. Vuelvo al planeta natal, encuentro la manera de salir a la M5, que es la que me va a llevar al sur y, como siempre, paro en una estación de servicio a cargar el GPS. Pienso llegar hasta Coronaction Billings (así sin número), Cwmfelinfach, para familiarizarme con la ruta y luego al castillo de Caerphilly que, seguro, queda cerca y anunciado las pelotas como veremos. Aprovecho para probar un Cornish Pastie, versión anglosajona de la empanada salte?a, que resulta, para qué negarlo, una cagada. Enderrepente, la salida de una rotonda reza “Ledbury”. Me tienta volver a mirarlo, pero no sé cómo voy a andar de tiempo y me aguanto. Eso sí, de ahí en más las neuronas me van a embargar un recuerdo.Intermezzo?rememorativoFue en 1981. La había conocido en Baires y me había encamotado como pocas veces. Meses después vino a quedarse conmigo en Nueva York varias semanas y nos fuimos una de ellas a Londres (y un fin de semana a Quebec). Yo quería un poco de campi?a y en una oficina de información nos recomendaron Ledbury. Para allí fuimos. Un Chester en miniatura que recorrimos íntegro en un par de horas. Esa noche cenamos como reyes en el mismo hotel, un caserón Túdor rehacio al ángulo recto, con el cielorraso a ras de la nuca. Al día siguiente decidimos hacer algo de autostop por la comarca. Nos recogió un inglés que -?y después hay gente que descree de una Inteligencia Suprema que rige los destinos del hombre e, incluso, de la mujer!- tenía una tía en La Plata, que al a?o siguiente fui a visitar con Norma, la protagonista de mi siguiente romance (como la de Darío, la celeste historia de mi corazón ha sido -chasgracias, Deo- bastante plural). Amarcord que vivía en un barrio de clase media tirando a bastante baja, más allá del asfalto, en una típica casa ramplona, de azotea sobre el techo plano, dividida simétricamente en cuatro: cocina, ba?o, dormitorio y sala, que vendía cosméticos y tenía sala y cuarto atestados de cosas de pintarrajearse, y que a?oraba de su Inglaterra natal el que se pudiera subir al ómnibus con perro. Amarcord, sobre todo, que nunca se me ocurrió pensar que, en la Argentina, una inglesa pudiera ser tan pobre. Seguramente narró, pero no recuerdo, cómo vino a parar a La Plata; cosas de la guerra, supongo). Nuestro motoanfitrión nos llevó a recoger frutillas. Era fin de temporada y en los sembradíos daban una canasta por creo que una libra para que uno la llenara a su gusto. Después nos llevó a su casa en Hereford, donde conocimos a su novia (amarcord mi primer escusáu en el patio, una cabinita de tablones verdes, como sigue habiendo en tantas casa de anteguerra y unas cuantas de?post). A las seis nos dejaron en la estación. Con Alondrita -que así la llamaba- regresamos a Nueva York. Ella luego se volvió a Baires, y, como suele suceder, el tiempo y su cómplice, la distancia se encargaron de separarnos. Pero con el inglés y la novia seguí en contacto. Son Guido y Valeria (vide, entre otras, las “Crónicas neoberlinesogualeguaychuzas”), que me van a alojar esta semana como por décima vez en su casa... ?treinta y siete a?os después!*****A unos veinte kilómetros de Cardiff la gallega me suelta la mano y el duende se declara en huelga. Como sé más o menos pa? ánde andar, me las voy arreglando hasta que ?zas!, la gallega se despierta y me advierte “a mil piesh, en la rotonda, toma la shegunda shalida” y de ahí en más me conduce a puras “éshesh” hasta Cwmfelinfach. Voy por un camino silvestre que, de pronto, deja acercarse una y después otra hilera de casas clonadas. “A doshiéntosh métrosh, tu deshtino eshtará a la derecha”, me comunica la gallega antes de callar para siempre. Ocurre que Nant y Draenog no tiene anuncio visible, de forma que miro, cómo no, a mi derecha y no me sirve de mucho. Avanzo unos metros más y nada. Finalmente un vecino me dice que p?atráh y doblandito (ahora) a la izquierda. Retrocedo y doblodito... y ná de ná. Otra vecina me ve mirando para todos lados como un pelotudo, se me acerca y me pregunta si ando buscando el bedanbrecfas; eh ahizito nomáh, en la esquina mesma, pintáu de amarillo. Salvo que en la “T” de la esquina, los tres edificios son amarillos. Golpeo en el primero y nada. El segundo no tiene pinta, y el tercero es, pero Jason, cual preveía, no está.Bueno, al castillo se ha dicho. El inicio del periplo es evidente: volver por el senderito hasta la primera rotonda. ?Y endijpuej? Ni un puto cartel que diga “por acá. Míster”. Doy cincuenta mul vueltas. En la estación de Crosskeys un colectivero me indica más o menos. Me vuelvo a perder. Me meto -?solo para buscar se?al, nadie se apresure a acusarme de apóstata!- en un McDonald?s, excepto que para usar la güifi el sistema pide número de teléfono británico o nada. Me salva una familia. ?l me da las indicaciones precisas y ella me las dibuja en una servilleta. Las sigo y a la tercera salida de la segunda rotonda yes! un cartelito salvador anuncia “Caerphilly”. Y entro a andar. Y ná de ná. Paro en un pub y el matrimonio que sale me dice que voy bien pero estoy mal, porque Caerphilly queda como a veinte minutos más adelante. Nefeto, al ratico diviso las torres.El castillo es como en las fotos (claro): una inmensa, casi interminable maravilla, con un foso delante y un lago de cisnes detrás y a los costados (el fortín supo ser una isla, pero vaya a saber por qué ahora es una península). Es el segundo más grande del Reino Unido las pelotas después de Windsor y, para más datos, la primera fortificación concéntrica, con varios perímetros de defensa y data del siglo XIII, fundado, para variar, por uno de los invasores normandos, Roger de Clare. La cosa comienza con un muro de unos diría yo que trescientos metros de largo que protege la parte delantera del reducto. Que espera solemne detrás. Es la única faz que no da al lago y por eso, me digo, esta barbacana recta. A unos veinte metros, el castillo... pareciera. Una puerta escoltada de dos torreones enormes y la muralla exterior, derruida cada tanto. Y otros diez metros más adentro, ahora sí, el castillo proprio proprio. Otra puerta y otros torreones, el izquierdo partido en dos como por un rayo, con la mitad exterior inclinada hacia afuera cual pulgar abierto. El recinto es amplio. Puertas con torres portentosas delante y detrás, murallas con troneras a los costados y, contra la de la izquierda, los restos de la capilla y la formidable y casi intacta sala de banquetes. Me meto por los recovecos, recorro las almenas y me trepo a las dos torres habilitadas, desde las que puede otearse el lago plácido, la circunferencia urbana que oficia de perímetro final y, allá lejos, el verde sinuoso de las lomas. Salgo a pasear entre la muralla interior y la de ajuera. Contra la torre escorada han erigido un se?or de madera que parece sostenerla. Le digo a un changuito francés que pasea con su familia “?Te das cuenta? El pobre hombre no puede ni ir a hacer pipí porque si suelta la torre, se cae”. Medio incrédulo, el francesito indaga “?Y caca tampoco?” La familia se muere de risa. En eso estoy que asoma Febo y me enciende todos los tintes. Lástima que están por cerrar, pero me queda el consuelo de dar la vuelta alrededor del lago. Y ahí me llevo la sorpresa de los restos de una tercera (o, en rigor, primera) muralla. La película con leyendas en inglés y en idioma que pasan en una de las salas cuenta que las obras se iniciaron en 1268, pero que tres a?os después los galeses incendiaron todo y hubo que volver a empezar. Durante los próximos cien a?os el casillo fue asediado varias veces. En el siglo XIV se hizo famoso uno de sus habitantes, Hugh Despenser (h), especie de Madof cum Blaksley de la época y, como Godoy de Fernando VII y se?ora, favorito de Eduardo II y, afirman las malas lenguas, Isabella. Enresulta que enunadesas rey y favorito se piantaron con el tesoro, pero Isabella no se dejó mojar la oreja y los corrió hasta agarrarlos. Al marido le ordenó que abdicara a favor de su hijo, pero a Despenser júnior no le tuvo piedad. Relata la güiquipedia en su pintoresco castellano que:“Fue arrastrado por cuatro caballos hasta el cadalso, donde había una gran pira ardiendo. Se le desnudó y se le escribió en la piel versículos bíblicos contra la arrogancia y la maldad. Se le colgó de una horca a quince metros de altura, que se cortó antes de que lo asfixiara del todo. Entonces fue atado a la escalera a la vista de toda la multitud. El verdugo subió junto a él y le cortó el pene y los testículos, que fueron quemados frente a él mientras todavía estaba vivo y consciente. Aunque la emasculación no constaba formalmente como parte de la sentencia impuesta, era una práctica corriente a los condenados por traición. Seguidamente el verdugo le rajó el abdomen de arriba abajo y fue sacándole poco a poco las entra?as, dejando para el final su corazón, que asimismo fue arrojado al fuego. En la práctica de la evisceración el verdugo trataba de mantener vivo al ejecutado el mayor tiempo posible, de esta forma la última visión del reo era la de sus propias entra?as ardiendo, lo que a?adía al dolor la tortura psicológica. Justo antes de morir, consta que dio un ?alarido inhumano espantoso? para el deleite y regocijo de los espectadores. Finalmente su cadáver fue decapitado, el cuerpo cortado en cuatro pedazos y su cabeza subida a lo alto de las puertas de Londres.”Se ve que esa gente no se andaba con miramientos. Ni los parlamentaristas calvos, que en 1649 volaron todo a la mierda, de donde la torre escindida.Se han hecho las cinco. En el castillo, por suerte, hay se?al y esta vez la gallega no me falla. Jason es rubicundo y retacón, tiene cincuenta a?os y hace tres ha estado en la Argentina y por eso me espera con curiosidad e impaciencia. Nos hacemos amigos de entrada. “?Te gusta la poesía?” -pregunta. Es que es vástago de la familia más antigua de la aldea y de generación en generación ha llegado hasta sus manos un volumen con las poesías de Islwin (pronúnciase “?slüin”), apodo lírico de William Thomas, diz que el mejor poeta en lengua galesa, que vivió entre 1836 y 1875 y fue párroco de la capilla del pueblo. Uno de los poemas, me cuenta, menciona a “Chile”. ?Cómo diablos podía saber Islwin de la existencia de Chile allá por 1870? No, no era Chile, sino la Patagonia (bueno, no era Chile por poco). Y eso lo decidió viajar hasta allá. “?No te imaginás la sensación que me produjo que me hablaran en galés y con acento argentino!” Es que Jason es galés hasta el caracú. Sobre una repisa, la maqueta, armada por él mismo, del Mimosa, el barco que se llevó o trajo, según, a sus compatriotas. En la pared un mapa de la Argentina y una amalgama de nuestra bandera y, en vez del sol, el dragón de Gales que diz que es la insignia oficial de la Patagonia. Me cuenta de su romance con una Madryle?a (sipi, de Puerto Madryn) que conoció... ?en Cardiff!, que estaba... ?perfeccionando su galés!, porque laburaba de... ?profesora de galés!, en... Madryn! Parece que han conservado el idioma, pese al mestizaje típico de nuestra tierra generosa: María Jones Guagnini, Thomas Lewis García, etc. Jason se ha atravesado la Patagonia de Península Valdés a Donlavon y luego Esquel (el viaje que hice con mi sobrino Gastón hace treintaypico de a?os). Le llamó la atención el topónimo “Trevelin”, porque el alfabeto galés desconoce la “v”, como que este pueblo se llama “Cwmfelinfach” (que pronúnciase “Cunvélinvaj”). Mi nuevo amigo se ha pasado alli toda su estancia, salvo dos días inevitables en Buenos Aires, y se muere por volver. Ha sido camionero y, como tal, explica, no tenía mucha ocasión de hablar con la gente. Por eso optó por retirarse y convertir su casa de tres cuartos en bedanbrecfas. “Ahora la gente viene a mí y ella misma luego me dé ganas de viajar”. Es miembro del partido nacionalista Bara y tiene dos propósitos cúlmines: en Gales sobra el agua y habría que ver la forma de llevarla a quienes la necesitan, y, además, construir un puente a través del estrecho de Behring para poder viajar en auto de Cwmfelinfach a la Patagonia. Está divorciado, con dos hijos de 17 y 19, y tiene ahora una novia guyanesa que vive cerca con la madre. Me cuenta de la cantera de presonalidades que ha sido este valle de milla y media de largo. Por estos pagos nacieron Lloyd George, Primer Ministro, Aneurin Bevan, creador del Sistema Nacional de Salud (el célebre NHS), Artie Moore, el tullido que a principios del siglo XX no tuvo otra que dedicarse a la radiotelegrafía y captó el SOS del Titanic antes de que la noticia llegara a Gran Breta?a; tenía apenas 26 pirulos (cuando Marconi se enteró, se lo llevó de una oreja a trabajar con él), George Everest, el primero en medir (que no escalar) el monte homónimo, el susodicho bardo Islwin, and last and definitely least, Ricky Valens. Le propongo que cenemos una pasta. En el chiringuito de la aldea compro unos penne rigate de dudosa prosapia, queso?cheddar?rallado grueso, pasta de ajo y el único vino que hay: un merlot californiano que, por suerte, no está mal. Dejo las cosas en casa y me voy a aprovechar el atardecer soleado que me regala el Demiurgo a guisa de despedida. Desde un grupo como de seis o siete adolescentes de sexos mezclados uno exclama “?El hombre de la pipa!” y una le recrimina “?Sé más respetuoso, hombre!” Más adelante, tres botijas dejan de patear la pelota para interesarse por mi cachimbo. Les doy a oler el tabaco y los admiro con el soplete que tengo por encendedor. Bajo hasta un arroyo. Coincido con un tipo joven que ha sacado de paseo al perro y sus dos purretitos. El can es una especie de caniche que lleva en las fauces una rama como de metro y medio. Parece una ballesta con patas. Le tiran la rama al medio del agua y el mastín se zambulle entusiasmado. “Va a tener problemas con su mujer cuando vuelva con el perro empapado” -le digo. “Problema de ella” -filosofa en respuesta. Me detengo en la ínfima capilla en la que oficiaba Islwin. La monta?a se cierne por los cuatro costados y el único sonido es el esporádico diálogo de los pájaros. Cuando la pipa se acaba, a eso de las ocho, regreso a preparar la cena. Los penne la cocino con lo que hay: una cebolla y dos tomates frescos, sal, pimienta, un poco de?pepperoncino, la pasta de ajo y el queso. El aceite, pero, de girasol. Salen inesperadamente bien. In medias res me baja la presión y el mareo me desconcierta. Hacía rato que no me sucedía. Por suerte, se me pasa. Tras la cena monto a mi cuarto y no logro ver ni diez minutos de New Tricks que me quedo profundamente dormido.Domingo 29Me despierto a las siete menos cuarto, remoloneo unos minutos y, ya insomne, me dedico a teclear las pamplinas de ayer. Por la ventana, el sol no se decide si concede o escamotea su caricia a los árboles. A las nueve me doy una ducha y luego Jason me sirve café con tostadas y me regala de recuerdo un viejo double-decker (viejo el modelo, de los a?os 30, el chiche nuevo; es que me olvidé de consignar que mi anfitrión posee una envidiable colección de ónibu de do piso). Nos despedimos como lo que ahora somos, amigos para siempre. Jason se queda sabiendo que lo espero en Balvanera, solo o acompa?ado.Para cuando la gallega se desvanece ya estoy en la carretera. Es una hora entre verde y verde. De Cardiff al ariopuerto, pero, hay que ir por rotondas y semáforos sin gracia. Cargo nafta y poco después dejo el Vauxhall y me tomo el bondi pa?l centro. De la estación a Sophia Gardens?son unos buenos dos kilómetros de valijita y mochila. Llegado al puesto de comidas que queda de este lado del puentecito de cuyo otro lado está la terminal, me pido un sánguche de salchicha y queso a ver, que, de malo, no puedo terminar, y cuando exhumo la reserva noto con espanto que salgo no de los susodichos Jardines, sino de King Stop que, averiguo, queda del otro lado del castillo frente al Museo, vale decir, otro kilómetro más. Por suerte tengo casi una hora que estoy dejando pasar ya en la parada mientras tecleo estas pamplinas. Aprovecho para mencionar varias cosas que me han llamado la atención: la cantidad de gente de todas las edades paseando perros, la cantidad de gente en mangas de camisa pese al tornillo deputamadre (sin ir más lejos, reciencito, un gurí de ni tres a?os), el que en este país tan celoso de la seguridad vial no parece obligatorio ir con las luces encendidas de día ni siquiera cuando llueve (me he pegado más de un cagazo), la cantidad pasmosa de camiones en el país que inventó los trenes (casi tantos o más, incluso, que por nuestas patrias carreteras), la voz meliflua de los locutores (no he movido el dial de la BBC3, música clásica de la mejor con explicaciones de oro), el constante predominio de los chisporroteos de las aves por encima del clamor de los humanos (y, en la costa, la protesta airada de las gaviotas), la parsimonia de peatones y automovilistas. Ha sido un viaje perfecto, nube más, lluvia menos. Desde hace a?os que me he preguntado cada vez en premio de qué virtudes o en perdón de qué pecados estos regalos de la Providencia. Hoy creo tener una respuesta: He salvado a Valeria de vaya uno a saber qué vida. No parece muy consciente, lástima, pero uno lo hace porque es lo que hay que hacer. Las medallas son de yapa. Claro que hay muchísimos que se merecen muchísimo más, yo no más expongo mi CV.Me paso las tres horas de viaje sentado en la delantera del pulman y tecleando, para variar, estas pamplinas. A las cinco y media hollamos los arrabales de Londres. Media hora de nada de interés y cuando quiero acordar, Earl?s Court rd y el tránsito en paciente fila india. Tengo otros treinta minutos de la Londres Londres y, para mejor, paqueta, con sus recuas de casas iguales y blancas o edificios de no más de tres pisos y bermejos. Solo ahora, al cabo de tantérrimos viajes, caigo en cuenta de que, fuera del centro y sus portentos imperiales y salvo los cada vez más pero todavía pocos rascacielos de formas extravagantes, Londres es básicamente una ciudad de tres pisos. Luego el Támesis y los árboles que tanto escasean por las calles, tan Londres de este lado y “Guerra de las galaxias” del otro. Por fin Buckingham Palace rd y a bajar se ha dicho. Camino varias cuadras hasta Victoria Station, me tomo el subte a Richmond, ahí trasbordo al H37, desciendo en Talbot rd, camino tres cuadras, y nomás doblando a la izquierda por Eve rd llego a casa de mis hospedadores. Chismes, cerveza, algo de comer y más chismes. A las diez ya no doy más y me vengo a dormir. Salvo que como a las dos me desvelo y, como de consueto, me pongo a teclear estas pamplinas. ................
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