Carlos Zorrilla P



Carlos Zorrilla P. Textos filosóficos VI

no de cuenta: 304587061 Prof. Julio Beltrán

Tratado de la naturaleza humana, de David Hume:

Sobre el papel de la razón y la simpatía en el origen de las virtudes y vicios naturales

Introducción

Una vez que Hume ha establecido el principio por el cual se rigen el conocer y el actuar de la mente humana de acuerdo a sus propias facultades, y que ha caracterizado las pasiones directas e indirectas, haciendo de ellas y de las situaciones y mecanismos que ellas suscitan un catálogo hasta cierto punto detallado, dirige entonces su investigación a dilucidar el origen de las virtudes y vicios que operan de modo natural en la mente humana, es decir aquellas cuyo efecto no depende de construcciones sociales o estructuras advenedizas, sino que de suyo está posibilitado connaturalmente por la mera operación de la mente. Puede decirse, pues, que en cierto punto de su obra (aquél que directamente concierne a este trabajo) Hume ya ha asentado cuál es la forma en que la mente humana conoce y también cuáles son las afecciones y pasiones que la mueven, de tal modo que lo que se aboca a investigar es de qué manera llega originalmente a emitir juicios morales o juzgar de acuerdo a la distinción de virtuoso vs. vicioso. A eso es a lo que se refiere cuando habla de encontrar el origen de las virtudes y vicios naturales. Con el descubrimiento de dicho origen, alcanzado con fiel apego al método empirista naturalista que hasta entonces ha seguido el autor, se llegará –dice- a la conclusión y consumación del sistema moral que ha intentado: “…the examination of these [natural virtues and vices] will conlcude this system of morals”[1]

El presente trabajo de investigación tiene como objetivo seguir el desarrollo de la inquisición de Hume en lo relativo al tema citado, así como discutir las críticas que dicho desarrollo suscita (anticipadas por Hume mismo) y las respuestas que da a las críticas previstas. Cabe notar que la discusión se llevará a cabo a la luz de la tesis humeana de que la razón no es sino esclava de las pasiones, y que son las pasiones, en última instancia, y el sentir, lo que se encuentra a la base de toda determinación moral. Con todo, lo que más me interesa resaltar no es tanto esa pretendida esclavitud de la razón a las pasiones, sino cómo en última instancia el principio de la simpatía, para poder fungir como base y sostén de la facultad de emitir juicios morales, debe a su vez estar apoyado en una cierta habilidad de la mente. Hablo de aquella habilidad que Hume llama[2] unos ciertos principios de corrección que nos enseña la experiencia, y que no son, en rigor, sino la capacidad de abstracción, es decir la capacidad de tomar una instancia particular y depurarla de todos aquellos rasgos que le confieren su particularidad específica, tal que pueda ser vista como si fuera general o, verbigracia, abstracta. Sin esa capacidad, la elaboración de juicios morales, y por tanto la construcción de sistemas éticos y de axiologías que guiaran la praxis humana, no sería posible. Mostrar exactamente la razón de esto es el objetivo ulterior de esta investigación.

La simpatía y su principio auxiliar

Buscando Hume el origen de las virtudes y vicios naturales, es decir de aquellas virtudes y vicios que no dependen de los artificios y edificaciones sociales del hombre, sino que operan con independencia de ellos, recuerda la tesis capital de su sistema moral: que el principio activo o móvil primordial de la mente humana y su quehacer no es otro que la natural disposición que ésta siente para inclinarse hacia el placer y rehuirle al dolor. Si no fuera por esa disposición que la naturaleza humana presenta de forma originaria, la mente quedaría virtualmente sin la capacidad de actuar, de sentir voliciones y de tener pasiones. Mas aun, permanecería asimismo indiferente ante todas las cualidades y modos con que se presentara un objeto, ya que los juicios morales de bueno y malo, en tanto algo es virtuoso o vicioso, dependen enteramente de los efectos del placer y del dolor.[3] En otras palabras: son los efectos del placer y del dolor los que mueven a la mente –ya sea de modo propenso, ya sea de modo adverso- y que, dependiendo de las circunstancias particulares en que se encuentren y esté circunscrita su aparición, se diversifican para constituir la amplia variedad de pasiones y voliciones de las que es capaz la naturaleza humana en su operación. Aunado a ello, decíamos también que no hay distinción moral si no hay efecto –o bien placentero o bien doloroso- por el cual la mente pueda ser movida y tenga la capacidad de emitir un juicio correspondiente a la dirección del movimiento que fue en ella suscitado. Las cualidades de un objeto que nos dan satisfacción las tildamos de virtuosas; las que en cambio nos producen displacer, las tomamos por viciosas; lo importante, lo medular en esta cuestión, es que de hecho actuamos en consecuencia a estas determinaciones alcanzadas. Vemos, por tanto, la razón por la cual para Hume la moralidad entera descansa sobre el principio según el cual por naturaleza los humanos nos sentimos atraídos al placer y en cambio repelidos por el dolor; la razón por la cual es también tan importante para Hume insistir que la parte afectiva del alma humana es donde se finca su capacidad de valorar su propia praxis. Todo cuanto pueda ser dicho dentro del campo de la moral y la práctica humana debe partir de este principio y estar siempre soportado por él. Cualquier tesis particular o sistema de moralidad que no se conforme con lo estipulado por esa natural disposición, como ciertos sistemas de los clásicos y de los racionalistas, no puede ser sino falaz y debe ser desechado como elucubración vacía que ha abandonado la certeza que la experiencia concreta nos ha dado y que por tanto nada aporta a la auténtica ciencia de la naturaleza humana.

Comenzamos recalcando la importancia de ese principio “cuasi-hedónico” de la fundamentación de la filosofía moral de Hume por dos razones. Primero, porque precisamente éste ejemplifica de modo peculiarmente claro el naturalismo empírico del autor. No importa qué sea lo que haga operar al principio de inclinación al placer; el hecho, constatable en la experiencia y dado por la experiencia, es que dicho principio impera a la base del actuar y sentir humano. El filósofo no debe pretender, más allá de los recursos legítimos de su método, indagar las causas últimas del principio; debe en cambio señalar el actuar efectivo del principio donde la experiencia y la evidencia empírica le muestren que éste opera y debe asimismo descubrir cuáles son las situaciones y mecanismos resultantes de dicho actuar. En segundo lugar, interesaba también hacer relucir lo fundamental del principio de la inclinación al placer porque en esa cualidad de principio fundamental de la moralidad puede verse muy notoriamente por qué Hume asevera que la razón no es sino esclava de las pasiones, y que la razón jamás puede ser el móvil detrás de la praxis humana, ni su principio rector, ni nada más que un auxilio calculador de los medios necesarios para alcanzar los fines que los verdaderos móviles e impulsos determinen. Sobre esto último habrá mucho que decir más adelante.

Por ahora persigamos esta idea: cuando algo nos parece virtuoso, es porque una determinada cualidad o carácter del objeto en cuestión nos ha dado un cierto placer. Cuando algo en cambio nos parece vicioso, y así lo juzgamos, es porque una cierta cualidad o carácter en el objeto, es decir en la persona que juzgamos, nos ha causado cierta molestia o malestar. La cualidad debe ser duradera y proceder del carácter del objeto o persona juzgado, no de la mera acción pasajera que se tome en consideración. Es del carácter duradero y hasta cierto punto estable de donde se puede extraer lo que constituirá el origen de nuestras determinaciones morales. Las acciones aisladas jamás constituyen base suficiente para dilucidar el origen de una pasión o juicio moral. Solamente en tanto son indicaciones del carácter que las subyace y les da pie es que pueden ser consideradas material de juicios morales.[4] Esta acotación es importante tenerla en cuenta a lo largo de todo el desarrollo que seguirá. Repitámosla una última vez: no se juzgan jamás las acciones, sino el carácter o rasgo que dichas acciones dejan ver.

Las cualidades o el carácter que conocemos a través de las acciones de una persona y que nos produce placer lo tomamos por virtuoso; el que nos produce dolor o displacer lo tomamos por vicioso, eso ha quedado ya claro. ¿Pero cuál exactamente es la manera por la cual los objetos o personas, incluso aquellas retiradas o lejanas, nos llegan a producir placer y dolor? ¿Qué principio posibilita que el carácter de una persona cualquiera, expresado por medio de sus acciones, nos llegue a afectar o a mover de tal manera que sobre él se emita un juicio moral y se le califique de virtuoso o vicioso? Para dar respuesta a esto último debemos atender de nuevo a un principio que Hume ya antes ha explicado y que juega un papel vital a lo largo de varios puntos de su sistema: el principio de simpatía.

De acuerdo a Hume, las mentes de todos los hombres son similares en sus sentimientos y operaciones; de hecho, es precisamente gracias a dicha similitud que es posible que la filosofía lleve a cabo una ciencia de la naturaleza del hombre. Como tal, no hay ninguna afección que un cierto hombre padezca o algún sentimiento que tenga, que no pueda ser también compartido por otro hombre. La simpatía consiste en que cuando uno ve a otro hombre tener una cierta pasión, uno se imagina las causas o efectos de esa pasión, y por medio de la vivificación de esa idea, se llega a formar una impresión de dicha idea, tal que es como si uno mismo sintiera la misma pasión:

“when I see the effects of passion in the voice and gesture of any person, my mind immediately passes from these effects to their causes, and forms such a lively idea of the passion, as is presently converted into the passion itself. In like manner, when I perceive the causes of any emotion, my mind is convey’d to the effects, and is actuated with a like emotion”[5]

Dicho sucintamente, lo que se sabe o se ve que un igual siente puede, por medio de la imaginación, y en virtud de la semejanza constitutiva de la mente de todos los hombres, llegar a ser sentido por uno mismo. La idea de lo que afecta al otro puede producir la afección en sí en uno mismo. En este sentido es que Hume dice: “sympathy is nothing but the conversion of an idea into an impression by the force of imagination.”[6] La pasión del otro no llega a uno mismo, sino que a través de las causas o efectos que ella tiene, uno infiere la pasión y puede llegar a sentirla por medio de la simpatía. Es gracias a este principio de la simpatía que tenemos noción de la belleza, por otro lado. Las cosas bellas en general no son sino cosas de las cuales por simpatía nos damos cuenta que, de ser sus dueños, nos darían placer.[7] Imaginamos lo que siente su dueño hipotético y si es placentero, decimos que el objeto es bello; si es doloroso, decimos que es feo. Lo mismo pasa con las virtudes artificiales como la justicia o la obediencia civil. Sus convenciones descansan igualmente sobre la simpatía. Quienes las inventaron comenzaron por ver sencillamente por su propio interés. Más tarde, se elevaron sus mandatos a un plano más general y se les tomó como legítimos incluso para un tiempo y espacio remoto imaginando qué sentiría cada uno de esos inventores de la convención (y más tarde los procuradores y preservadores suyos) en caso de estar ellos mismos implicados en las situaciones que en realidad no les ejercían una influencia directa. Para decirlo en términos coloquiales: se pusieron en el lugar de personas hipotéticas de otro tiempo y espacio y llegaron a una convención de acuerdo a lo que imaginaron que sentirían de haber estado en los zapatos de esas otras personas implicadas en conflictos lejanos. Quienes fallan en contra de dichas convenciones son vistas como viciosas y quienes las cumplen como virtuosas sencillamente porque uno puede imaginar, por simpatía, lo que uno sentiría si dichas fallas o acatos le afectaran al interés particular propio.

“Thus it appears that sympathy is a very powerful principle in human nature, that it has a great influence on our taste of beauty, and that it produces our sentiment of morals in all the artificial virtues.”[8] ¿Pero qué hay específicamente de su papel con respecto a las virtudes y vicios naturales: virtudes tales como la generosidad, la castidad, la caridad, la clemencia, la moderación y vicios tales como los contrarios de todas estas anteriores? Como ya se vio, en el caso de las virtudes artificiales, es su beneficio al bien del todo social lo que les granjea nuestra aprobación (si bien por la injerencia de la simpatía). De lo anterior, y quizá abusando un poco del principio filosófico de la simplicidad y economía de las causas, Hume extiende la suposición de que igualmente en el caso de las virtudes naturales sucede que las cualidades que nos gustan y producen placer, y que por tanto juzgamos positivamente, son aquellas que llevan una tendencia al bien de la humanidad. Según Hume[9], si eso era cierto para el caso de las virtudes artificiales, y puesto que no se necesitaría suponer otras causas para explicar las virtudes naturales, entonces también es cierto para éstas últimas: donde una causa baste para explicar un efecto particular, los filósofos no deben postular más causas gratuitamente. Esa extensión comienza como una presuposición –y repito: no sé qué tan legítima- pero Hume la toma por confirmada como certeza al considerar que de hecho aquellas cualidades que juzgamos virtuosas hacen que el hombre que las posee sea un miembro propicio al orden social y que en cambio cuantas cualidades juzgamos viciosas coinciden con ser aquellas que poseen los hombres que no juzgamos adecuados para la construcción de una sociedad próspera. Y sin embargo el hombre es un animal un tanto egoísta por naturaleza. ¿Qué podría hacer que nos importara el todo social, o la humanidad? Nuestro interés por el todo social, más allá del interés propio, no puede ser dado sino por una cosa: la simpatía. Sólo ella nos saca de nosotros mismos y de nuestro natural egoísmo y nos hace preocuparnos por qué es lo que sucede con situaciones alejadas de nuestro más próximo interés. Ergo, en última instancia es la simpatía la que dota de valor moral a las virtudes y vicios naturales.

¿Cuál es entonces la diferencia entre las virtudes naturales y las artificiales si ambas reciben el dominio de su acción de la fuerza de la simpatía? Sencillamente que con las primeras, su beneficio a la humanidad puede verse en la particularidad de cada acto, y con las segundas, en cambio, a veces cada acto no deja ver cómo se está operando a favor de la humanidad o del todo social, sino que debe ser el conjunto de actos, tomados en su totalidad, los que así lo hagan. Con las virtudes o vicios naturales, su efecto en pro o en contra de la humanidad es diáfano y discernible en cada caso; con todo acto de caridad, por ejemplo, es fácil ver el bien hecho a quien lo recibió y a la humanidad misma. Con las artificiales, en cambio, incluso puede llegar a parecer que un determinado acto de justicia vaya en contra del bien social; no es fácil ver –para ejemplificar esto último- que cuando un magistrado manda que un pobre le pague a un rico, ello vaya en beneficio de la sociedad. El hecho es que el todo del sistema de actos justos revela que en realidad la justicia, como engranaje complejo, sí va en pro de la humanidad, sin importar si aisladamente sus casos no parecen moverse en ese sentido.[10]

Hasta aquí, pues, queda establecida la hipótesis general de Hume con respecto al origen de las virtudes y vicios naturales. Vale la pena resumirla e insertarla en el contexto de la esclavitud de la razón a las pasiones. En primer lugar, recordemos que la actividad de la mente humana depende de la natural disposición que presenta de inclinarse hacia lo placentero y esquivar lo doloroso; de acuerdo a ello, la mente de cada uno fija su interés propio y determina sus voliciones y deseos. Aquellas cosas que vayan a favor del deseo propio, es decir que sean factibles de producir placer, son vistas como buenas. Las que produzcan dolor, en cambio, se consideran detrimentales al interés propio y por ello son juzgadas negativamente. De esto vale ya la pena recalcar que no es la razón la que elige qué tomar por bueno y qué por malo, sino que eso le es dictado por la natural inclinación que la naturaleza humana detenta con respecto a los placeres y dolores. “Moral good and evil are certainly distinguish’d by our sentiments, not by reason.”[11] Los vicios y las virtudes se juzgan con base en una propensión dada de suyo en la naturaleza humana y en las pasiones que de ella derivan y se diversifican, pero nunca con base en una decisión o elección que pueda ser racional o incluso razonable. Por eso dirá Hume en otro lado[12] que no es más racional querer permanecer a salvo que desear la destrucción del mundo entero. Esto es significativo para el primer sentido de la frase de Hume de que la razón es esclava de las pasiones.[13] Puesto que no hay un voluntarismo volitivo en el sistema humeano, la razón jamás está al origen de las virtudes y vicios naturales y por tanto jamás puede constituir el fundamento o columna axial de un sistema de moralidad, como querían en general los clásicos y los racionalistas continentales.

La razón más bien debe entenderse como un cálculo de probabilidades y proyección de medios necesarios para un fin determinado. Así, no hace sino obedecer a lo demandado por las pasiones (que a su vez actúan de acuerdo a la natural inclinación citada). Las pasiones determinan el fin, es decir aquello que se quiere o se busca, o aquello que en su caso se quiere evitar; la razón entonces calcula y propone la manera óptima de conseguir dicho fin. Las pasiones disponen; la razón propone sobre esa disposición que debe acatar. En este primer sentido, la razón está subordinada a las pasiones, es su esclava. Estas es la primera y auténtica interpretación de la frase de Hume.

Hay un segundo sentido en que la frase podría interpretarse, pero ello se debe meramente a un uso vulgar equívoco del término 'razón'. De acuerdo a este segundo uso, habría ocasiones en las que la razón querría una cosa y las pasiones querrían en cambio otra cosa. Habría conflicto entre estos deseos y, si la fase es correcta, debido a su general esclavitud, la razón perdería siempre el enfrentamiento, ganando entonces el deseo de las pasiones. Esta visión da pie a la caricatura, tan festejada por algunos autores, del hombre como una bestia desenfrenada que jamás hace sino entregarse a los más violentos apetitos. En realidad, el conflicto del que se habla en esos casos en que dos deseos distintos se enfrentan, es un conflicto entre ciertos tipos de pasiones: por un lado, alguna o algunas pasiones violentas, por el otro, alguna o algunas apacibles. Pero el conflicto no es entre razón y pasiones, sino que vulgarmente se ha confundido el término de razón y se le ha utilizado para las pasiones apacibles, dándole un uso equívoco. Incidentalmente, menciono que no siempre en estos últimos casos gana el deseo de una u otras, sino que ello depende de modo particular del carácter y hábitos de la persona en cuestión. Las pasiones apacibles sí pueden llegar a subyugar a las pasiones más violentas.

Pero volvamos a la recapitulación del origen de las virtudes naturales. Si bien se vio que la natural inclinación al placer es suficiente para que una cosa que afecte mi interés propio de una manera placentera sea tildad de virtuosa, no obstante surgió la pregunta: ¿qué sucede en los casos en los que mi propia persona o mi interés no están directamente involucrados? A ello se respondió que sólo por simpatía podía extenderse la consideración a casos remotos y que gracias al principio de simpatía es que una cualidad del objeto o persona juzgada adquiría su determinación moral incluso en el caso de que la acción por medio de la cual dicha cualidad se manifestara no afectara de manera directa a quien la juzgara. Uno infiere de las causas o efectos que vemos que la pasión tiene en nuestro igual la idea de la pasión en cuestión y la imaginación en turno hace de esta idea una impresión a fuerza de vivificarla, gracias a lo cual podemos sentir de verdad con el otro: sym-pathós: sentir como si fuéramos el otro, y luego ser capaces de juzgar como si nos envolviera la misma situación que a él de hecho lo envuelve. En la simpatía que nos permite sentir como el otro y nos lleva a posicionarnos en la situación que a él lo rodea, inmerso en los placeres y dolores que lo asaltan y que él toma por cosas buenas (en el primer caso) o cosas malas (en el segundo), -en esa simpatía, repito- aunada con el hecho de que algunas cualidades propician el bien social y otras en cambio lo dificultan, ahí está el origen de las virtudes y vicios naturales. Y ésa es la hipótesis que Hume adelanta en la parte de su obra que se propone analizar este trabajo. A ello es a lo que se refiere Copleston cuando atestigua lo siguiente de David Hume:

"...he was well aware of the intimate links between human beings. In point of fact, Hume's world is not a world of mutually sundered human atoms, but the world of ordinary experience in which human beings stand to one another in varying degrees of mutual relationships"[14]

Pero, ante esta presunta feliz conclusión de la investigación surge de inmediato un obstáculo. Y es Hume mismo es quien lo anticipa.

¿De qué obstáculo hablamos? El obstáculo es bicéfalo, es decir puede desdoblarse en un par de objeciones muy claramente diferenciadas. Trataré primero la segunda que menciona Hume y luego pasaré a la que el da el primer lugar en su obra, esto por la sencilla razón de que aquel mecanismo que éste ensayo se propone analizar procede de la primera, y por tanto prefiero antes de entrar al nudo del asunto dejar dicho lo que debe ser dicho relativo a la segunda objeción que Hume trata.[15]

Como digo, entonces, la segunda parte del obstáculo a la tesis de Hume sobre el origen de las virtudes y vicios naturales consiste en la siguiente consideración. En muchas ocasiones consideramos en una persona ciertos rasgos como virtuosos, aun si ellos, por alguna circunstancia externa que se los impida, no llegan a producir un bien o efecto positivo. Lo mismo sucede con los vicios: con tan sólo ver en cierta persona los rasgos de las cualidades que consideramos viciosas, ellos nos producen displacer, incluso si por algún motivo externo no cumplen con su efecto y no producen mal al todo social o a alguna persona con la que podamos simpatizar. Si esto es así, ¿entonces cómo podría ser correcta la tesis de que los vicios son aquellas cualidades que van en contra de la humanidad y las virtudes las que en cambio se mueven para procurarle un bien? A esto Hume contesta[16] que en dichas ocasiones lo que sucede es que el entendimiento y la imaginación proceden por reglas generales que la experiencia les ha dado. De acuerdo a ellas, y siguiendo un cálculo de probabilidades, basta con que distingamos en alguien los rasgos virtuosos o vicios para pasar de esa causa aún no hecha efectiva al efecto usual que de hacerse efectiva produciría. En otras palabras: con que estén todos los rasgos de virtud o vicio en la persona que juzgamos, podemos alcanzar el efecto de placer o displacer que ellos producirían si llegaran a actualizar su operación, por mero hábito. Puesto que esos rasgos en el pasado han producido un efecto correspondiente, la imaginación lleva al entendimiento a ese efecto siguiendo reglas generales probabilísticas, incluso si en el presente caso algo impida que los rasgos en cuestión se completen como causa activa.

En cuanto a la segunda objeción, y aquella que más de cerca nos interesa, Hume anticipa la siguiente crítica: la simpatía está a la base de la aprobación (o desaprobación) moral. Pero la simpatía es variable. Uno simpatiza más con personas allegadas o cercanas que con extraños.[17] Uno siente-con de manera más fácil si aquella persona de quien se trate y de quien se esté emitiendo el juicio moral es conocida, o al menos en cierta medida relacionada a uno mismo. Con todo, el juicio moral debería ser independiente de estas variaciones, debería ser uniforme e imparcial. Debería ser el mismo aquí y en una tierra remota, para el hermano y para el total desconocido. ¿Cómo lograr eso? ¿Si la simpatía está a la base de la aprobación moral y la simpatía es variable, cómo hacer para que la aprobación moral no sea a su vez variable? Hume responde a esta objeción sosteniendo que nuestra situación con respecto a las cosas y personas está en continuo cambio y que fluctúa constantemente. Aquello que en cierto punto nos parece alejado deviene cercano y viceversa. Además, cada hombre ve las cosas desde su particular punto de vista, tal que a cada cual le parecen remotas ciertas cosas y contiguas ciertas otras de manera muy distinta a como lo juzgan otros hombres. Concientes de ello, no tomamos en cuenta las particularidades de nuestro punto de vista, sino que para evitar las contradicciones e inestabilidades, nos situamos siempre en un punto de vista más general y constante: “we fix on some steady and general points of view, and always in our thought, place ourselves in them, whatever our present situation may be.”[18] Así, a la hora de emitir juicios morales, lo que hacemos es tomar en cuenta el punto de vista general y estable; de esa manera aunque la simpatía con el hombre en cuestión puede producirse con variaciones según la relación fáctica que nos una a dicho hombre, el juicio de aprobación o desaprobación hace caso omiso de esa relación y resulta ser invariable, imparcial. Este mecanismo de olvidar las peculiaridades y situarnos en las generalidades (que sin embargo no dejan de ser cosas particulares considerados bajo una cierta luz o según un cierto modo peculiar) nos lo enseña la experiencia misma, y es tan importante para nuestra vida que sin él no sería posible el lenguaje o comunicación alguna.[19] La corrección permite hacer juicios morales que sean –al menos hasta donde sea posible- invariables y constantes. Y decimos hasta donde sea posible porque Hume mismo admite, en el párrafo ya citado, que los mecanismos de corrección son necesarios, pero rara vez eficaces de forma absoluta. Veamos sucinta y someramente qué circunstancias dificultan que el mecanismo de corrección opere con efectividad, es decir qué circunstancias auxilian a la imaginación en su presentar ideas con vivacidad y qué circunstancias en cambio se lo dificultan.[20]

Los ejes a lo largo de los cuales nos movemos en esta consideración son aquellos del espacio y el tiempo. Comencemos diciendo que la mente, al considerar objetos que toma por reales y existentes pero que no tiene presentes en sí, debe considerar también, ordenada y sucesivamente, todos aquellos otros objetos que se interpongan entre el objeto en cuestión y sí misma. Así, al pensar, digamos, en una campo a veinte kilómetros de distancia, debe pensar antes (aun si en cierto sentido de forma implícita) en todo aquello ubicado en los veinte kilómetros que la separan del campo. Si piensa en un día hace dos meses, o en un día dentro de dos meses, considera a su vez lo sucedido en el tiempo atrapado entre el presente y ese punto que le interesa en el pasado o en el futuro. Puesto que tiene que hacer el recorrido de objetos que la separan de la cosa que pretende considerar, mientras más fácil sea ese recorrido, con más vivacidad podrá tomar en cuenta su fin. Recorridos más largos dificultan el tránsito y por tanto restan vivacidad al objeto a considerarse. Por otro lado, la dificultad es mayor tratando de tiempo que de espacio, debido a que en el espacio las partes constitutivas del recorrido coexisten, pero no así en el tiempo. Y tratándose del tiempo, la dificultad es mayor con respecto al pasado, que al futuro, pues hacer el tránsito en dirección del futuro le resulta natural a la imaginación, y hacerlo en dirección al pasado es en cambio contrario a su movimiento natural. Otras consideraciones similares, que no analizaremos aquí, afectan de igual manera la capacidad de la imaginación de presentar ideas con vivacidad. Lo importante de todo esto es que un hombre con el que se quiere simpatizar debe considerarse, en el marco completo de su situación y afecciones particulares, con una cierta vivacidad, tal que la idea de aquella pasión que lo afecta pueda mediante la simpatía ser avivada a tal punto que produzca en aquel que juzga una impresión equivalente a la que supone que el otro hombre está experimentando. Mientras más difícil sea para la imaginación avivar la idea inferida hasta llegar a ser una pasión en el que juzga, más difícil será que éste simpatice con el otro y menos prontamente juzgará con neutralidad su situación. Es por esta razón que nos parece más fácil simpatizar con nuestro amigo que con un hombre que vivió siglos atrás, en un país lejano, incluso dado el caso de que ambos atraviesen exactamente la misma situación, y por eso también que juzgamos ambos casos de forma distinta.

Pero como dijimos, y aun si no es cien por ciento eficiente debido a las anteriores dificultades, para eso la experiencia provee un principio de corrección. Lo que yo quiero aquí enfatizar es que la simpatía, con toda la dignidad que Hume le confiere como principio base de su sistema moral, no podría operar adecuadamente si no fuera por esa corrección. ¿De qué serviría la habilidad de juzgar moralmente si jamás, ni siquiera en un mínimo grado, pudiera el ser humano dotar a sus juicios de cierta imparcialidad? En última instancia, pues, la capacidad moral del hombre y su capacidad de erigir sistemas ético-valorativos y axiológicos está fincada en su capacidad de situarse en una postura neutral antes de considerar las situaciones. Ese situarse depende absolutamente de su capacidad de abstracción. Por que, ¿qué si no una abstracción es aquella actividad de depurar a una situación de sus rasgos específicos y particulares y considerarla como si fuera general, es decir válida y aplicable para la totalidad de los casos? Y si la praxis humana en última instancia, y en tanto considerada con un sentido y dirección, se basa en la valoración, entonces también dicha praxis se ve apoyada por la capacidad de abstracción. Y resulta que después de todo esa capacidad de la mente de poder obviar ciertos rasgos y en cambio tomar en cuenta ciertos otros que sí son pertinentes juega un papel capital en el actuar del hombre. ¿Pero qué no es esa capacidad, si bien no una capacidad racional per se, sí al menos antes que pasional u emocional, una capacidad intelectiva? Eso es lo que quería señalar y traer a la mesa de discusión.

Conclusiones

Hemos llegado, pues, al término de esta investigación. A partir de la tesis humeana de que la mente humana es movida por su tendencia natural a buscar el placer y en cambo evitar el dolor, logramos rastrear el origen de las virtudes y de los vicios naturales y ubicarlo en la conjunción de la operación del principio de simpatía con la valoración de qué rasgos de carácter son benéficos al todo social o a la humanidad en conjunto y cuáles en cambio le son detrimentales o perjudiciales. Sin embargo, también vimos que el principio de simpatía, para poder operar con cierto grado de neutralidad e imparcialidad y por tanto servir adecuadamente al propósito de posibilitar una correcta facultad del juicio moral, debe a su vez estar auxiliada por otro principio, un cierto mecanismo que la experiencia misma provee y que consiste en la habilidad de hacer abstracción de las circunstancias de una situación tal que al ubicarnos en ella por simpatía no lo hagamos desde una perspectiva parcial sino desde un punto de vista neutral, ecuánime. Ese principio, a pesar de estar dado por la experiencia, la cual enseña que es más efectivo juzgar las cosas sin tomar en cuenta nuestra relación casuística específica, y más bien como si frente a una situación abstracta –repito: ese principio, no es un principio ni pasional, ni emocional. La capacidad de abstraer y hacer de una cosa particular algo general (sin estar por ello afirmando la existencia de entidades abstractas o generales) es una capacidad del intelecto, es intelectiva. No estoy con esto queriendo decir que la moralidad descanse en Hume sobre la razón y que debamos echar por la borda su máxima de que la razón es esclava de las pasiones. Eso sería sin duda pretender una necedad. Sin duda por algo Hume concluyó esa tesis.[21] Lo que sí estoy sugiriendo es que quizá convenga repensar y revalorar la interpretación que comúnmente se ha hecho de dicha máxima. Si bien es cierto que la razón es esclava de las pasiones porque son éstas las que determinan el fin buscado, merced a su principio fundamental, no me parece cierto, en cambio, que la razón se limite a calcular los medios para ese fin, y nada más. Hay que reflexionar de nuevo en torno al papel de la facultad racional-intelectiva en la praxis humana, eso es todo a lo que aquí apunto. Hay que pensar si no en todo caso la razón la calificó Hume de esclava de las pasiones porque las asiste obedientemente, no sólo calculando la optimización de los medios, sino también posibilitando que las pasiones y el principio del cual proceden cumplan con aquella función eminente de dirigir y ser amas y señoras de la moralidad. Si ello se convierte en motivo de una nueva y reiterada reflexión, entonces esta investigación ha llegado felizmente a buen término.

1. Tu trabajo está muy bien presentado: hay coherencia argumentativa; respetas los objetivos que te planteas al inicio del mismo; citas de manera pertinente los argumentos de Hume. Además, muestras bastante comprensión de los tópicos analizados

2. Por otra parte, desarrollas en término medio una crítica de análisis a la teoría de Hume que, según me parece, está bien sustentada en tu texto

Felicidades!!!

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[1] Hume, David. A Treatise of Human Nature. Book 3; Part 1; Section 1. Norton, David Fate. Norton, Mary J. (editors). Oxford University Press. New York, U.S.A. 2005. p. 367

[2] Vid. Hume, David. A Treatise of Human Nature. Book 3; Part 3; Section 1; Parragraphs 16 & ff. Norton, David Fate. Norton, Mary J. (editors). Oxford University Press. New York, U.S.A. 2005. p. 367

De este momento en adelante, cada vez que se cite el texto de la presente obra, se proveerá la referencia bibliográfica de acuerdo a la siguiente convención usual: TNH: Libro. Parte. Sección. Párrafo (donde convenga especificarlo). La edición de la obra citada siempre será aquella editada por Norton y Norton.

[3] Todo esto puede encontrarse declarado por Hume, de forma resumida, en: TNH: 3.1.1

[4] Cfr. TNH: 3.1.1.05

[5] TNH: 3.1.1.07

[6] TNH: 2.3.6.08

[7] Vid. TNH: 3.3.1.08

[8] TNH: 3.3.1.10.

[9] Loc. Cit.

[10] Cfr. TNH: 3.1.1.12-13

[11] TNH: 3.3.1.27

[12] TNH: 2.3.03.06

[13] Expresada en 2.3.03.04 bajo la ominosa condena: “Reason is, and ought only to be the slave of the passions, and can never pretend to any other office than to serve and obey them.”

[14] Copleston, Frederick, SJ. A History of Philosophy. Vol. V: Modern Philosophy, the British Philosophers from Hobbes to Hume. Image Books, Doubleday. United States of America. 1994. p. 324. 

[15] En TNH 3.3.1.19 y ss.

[16] TNH 3.3.1.20-21

[17] De la cita de Copleston, es aquí donde entra en juego la parte que reza “…in varying degrees of mutual relationships…”. Cfr. Nota 14.

[18] TNH: 3.3.1.15

[19] Curiosamente, Jorge Luis Borges habla de una cierta dosis mínima de olvido o ceguera voluntaria frente a las particularidades como requisito mínimo indispensable del pensar y del articular un lenguaje significativo. Dice en “Funes el Memorioso”: “Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer…”

(en Borges, J.L. Obras completas. Tomo 2. Emecé Ed. Argentina. 2004.)

[20]No me interesa aquí hacer un análisis detenido de estos factores, de manera que sólo los menciono de pasada. Para quien esté interesado en ahondar en la cuestión, la fuente de las consideraciones de Hume con respecto a estos factores que afectan la influencia de las pasiones y la posibilidad de emitir juicios morales sobre las virtudes y vicios naturales está en TNH 2.3.7 y 8.

[21] Cosa que, por cierto, ya fue tratada anteriormente

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