Historia de la Decadencia y Caída del Imperio Romano I
Historia de la Decadencia y Ca¨ªda del Imperio
Romano
Volumen I
Por
Edward Gibbon
PER?ODO DE LOS ANTONINOS
I
EXTENSI?N Y PODER MILITAR DEL IMPERIO EN TIEMPOS DE LOS ANTONINOS
En el siglo II de la era cristiana, el Imperio Romano abarcaba la parte m¨¢s pr¨®spera de la tierra y la
porci¨®n m¨¢s civilizada de la humanidad. Los confines de tan extensa monarqu¨ªa estaban resguardados
por la fama antigua y el valor disciplinado, y la apacible pero eficaz autoridad de leyes y costumbres
hab¨ªa hermanado gradualmente a las provincias. Sus pac¨ªficos moradores disfrutaban y abusaban de las
ventajas de la riqueza y el lujo, y la imagen de una constituci¨®n libre se preservaba con decoroso
acatamiento: el Senado romano se mostraba con autoridad soberana, y trasladaba a los emperadores la
potestad ejecutiva del gobierno. El virtuoso desempe?o de Nerva, Trajano, Adriano y los dos Antoninos
condujo la administraci¨®n p¨²blica por un venturoso lapso de m¨¢s de ochenta a?os (desde el 98 hasta el
180 d. C.); tanto en este cap¨ªtulo como en los dos pr¨®ximos vamos a describir la prosperidad del
Imperio, y luego a puntualizar, desde la muerte de Marco Antonino, las m¨¢s importantes circunstancias
de su decadencia y ca¨ªda: un acontecimiento que se recordar¨¢ siempre, y que a¨²n lo perciben las
naciones de la tierra.
Las principales conquistas de los romanos fueron obra de la Rep¨²blica, y los emperadores sol¨ªan
darse por satisfechos con afianzar los dominios obtenidos por la pol¨ªtica del Senado, la emulaci¨®n de los
c¨®nsules y el entusiasmo b¨¦lico del pueblo. Los primeros siete siglos rebosaron de incesantes triunfos,
pero fue tarea de Augusto abandonar el ambicioso intento de ir sometiendo el mundo entero, e
introducir moderaci¨®n en los negocios p¨²blicos. Propenso a la paz tanto por su temperamento como por
sus circunstancias, pronto advirti¨® que a Roma, en su tan encumbrada posici¨®n, le aguardaban muchas
menos esperanzas que temores en el trance de las armas, y que en el empe?o de lejanas guerras el
avance era cada vez m¨¢s dif¨ªcil, el ¨¦xito, m¨¢s azaroso, y la posesi¨®n resultaba en extremo contingente, a
la vez que poco provechosa. La experiencia de Augusto fue dando mayor firmeza a estas ben¨¦ficas
reflexiones, y lo convenci¨® de que, con el atinado br¨ªo de sus consejos, afianzar¨ªa cuantas concesiones
requiriesen el se?or¨ªo y la salvaci¨®n de Roma de parte de los m¨¢s desaforados b¨¢rbaros: en lugar de
exponer su persona y sus legiones a los flechazos de los partos, consigui¨®, por medio de un honroso
tratado, la restituci¨®n de los pendones y los prisioneros apresados en la derrota de Craso.
A principios de su reinado, sus generales intentaron sojuzgar a Etiop¨ªa y la Arabia Felix, y
avanzaron m¨¢s de mil millas (1600 km) al sur del tr¨®pico, pero luego el ardor del clima rechaz¨® la
invasi¨®n y protegi¨® a los pac¨ªficos moradores de esas aisladas regiones. El norte de Europa no merec¨ªa
los gastos y fatigas de la conquista, pues las selvas y los pantanos de Germania herv¨ªan con una brava
casta de b¨¢rbaros que despreciaban la vida sin libertad, y aunque en el primer encuentro aparentaron
ceder al empuje del poder¨ªo romano, luego, en un acto de desesperaci¨®n, recobraron su independencia, y
recordaron a Augusto las vicisitudes de la suerte. Al fallecimiento de este emperador, en el Senado se
ley¨® p¨²blicamente su testamento, que dejaba a sus sucesores, como valiosa herencia, el encargo de ce?ir
el Imperio a los confines que, al parecer, la naturaleza hab¨ªa colocado como linderos o baluartes
permanentes: al poniente, el pi¨¦lago Atl¨¢ntico; al norte, el Rin y el Danubio, y en el mediod¨ªa, los
arenosos desiertos de Arabia y ?frica.
Felizmente para el sosiego humano, sus sucesores inmediatos, acosados por vicios y temores, se
avinieron al pac¨ªfico sistema recomendado por la cordura de Augusto. Dedicados a la b¨²squeda del
placer o el ejercicio de la tiran¨ªa, los primeros C¨¦sares apenas asomaron por sus ej¨¦rcitos y sus
provincias, y no estaban dispuestos a tolerar que sus entendidos y esforzados lugartenientes se
enorgulleciesen de unos triunfos que su propia indolencia desatend¨ªa. El prestigio militar de un s¨²bdito
era considerado una insolente invasi¨®n de la prerrogativa imperial, y todo general romano, a impulsos
de su obligaci¨®n y de su inter¨¦s, ten¨ªa que resguardar los confines que le compet¨ªan, sin aspirar a
conquistas que pod¨ªan ser no menos aciagas para ¨¦l mismo que para los b¨¢rbaros avasallados.
En el siglo I de la era cristiana, la ¨²nica anexi¨®n que recibi¨® el Imperio fue la provincia de Breta?a.
S¨®lo en este caso, los sucesores de C¨¦sar y de Augusto se dejaron llevar por las huellas del primero
antes que por el mandato del segundo. Su cercan¨ªa a la costa de la Galia parec¨ªa invitar a las armas, y la
posibilidad halag¨¹e?a, aunque dudosa, de que existiera una pesquer¨ªa de perlas cebaba su codicia; por
otra parte, la Breta?a era vista como un mundo aislado y diverso, y su conquista apenas se consideraba
una excepci¨®n del sistema general del arreglo continental. Tras una guerra de alrededor de cuarenta
a?os, entablada por el m¨¢s necio, sostenida por el m¨¢s disoluto y terminada por el m¨¢s medroso de
todos los emperadores, la mayor parte de la isla qued¨® sujeta al yugo romano. Las diferentes tribus de
bretones pose¨ªan arrojo sin tino y ansia de libertad sin concordia. Tomaron las armas con brav¨ªo
desenfreno; luego las abandonaron o, con inconstancia salvaje, las volvieron unos contra otros, y al
pelear separadamente todos fueron sometidos. Ni la fortaleza de Car¨¢ctaco, ni la desesperaci¨®n de
Boadicea ni el fanatismo de los druidas lograron evitar la servidumbre de su patria ni resistir el avance
de los caudillos imperiales que segu¨ªan afianzando la gloria nacional, mientras el trono era deshonrado
por los hombres m¨¢s d¨¦biles o los m¨¢s viciosos. Mientras Domiciano, encerrado en su palacio, sent¨ªa el
pavor que ¨¦l mismo inspiraba, sus legiones, a las ¨®rdenes del virtuoso Agr¨ªcola, arrollaron las fuerzas
conjuntas de los caledonios, al pie de la serran¨ªa Grampia, y sus escuadrillas, arroj¨¢ndose a ignotas y
peligrosas traves¨ªas, ocuparon toda la isla con armas romanas. Ya se consideraba concluida la conquista
de Breta?a, y era el prop¨®sito de Agr¨ªcola completar y afianzar su logro con la f¨¢cil ocupaci¨®n de
Irlanda, para lo cual bastaba una ¨²nica legi¨®n con algunos auxiliares. Aquella isla occidental pod¨ªa
convertirse en una posesi¨®n apreciable, y los bretones se avendr¨ªan con menos repugnancia a cargar sus
cadenas si la visi¨®n y el ejemplo de la libertad eran eliminados ante sus ojos.
Pero las virtudes de Agr¨ªcola pronto motivaron su remoci¨®n del gobierno de Breta?a, lo que malogr¨®
definitivamente aquel grandioso y atinado plan de conquista. Antes de su alejamiento, el prudente
general se ocup¨® de la seguridad y el afianzamiento de ese dominio. Hab¨ªa observado que los golfos
enfrentados, llamados actualmente los estuarios de Escocia, divid¨ªan casi por completo a la isla en dos
partes desiguales. En el angosto trecho de alrededor de cuarenta millas (65 km) que los separaba,
Agr¨ªcola estableci¨® una l¨ªnea de puestos militares que m¨¢s tarde, durante el reinado de Antonino P¨ªo,
fue fortificada con un terrapl¨¦n alzado sobre un cimiento de piedra. Esta muralla de Antonino, a poca
distancia de las modernas ciudades de Edimburgo y Glasgow, constituy¨® el l¨ªmite de la provincia
romana. Los caledonios siguieron conservando, en el extremo septentrional de la isla, su salvaje
independencia, que estribaba no menos en su pobreza que en su valor. Sus correr¨ªas fueron rechazadas
con repetidos escarmientos, mas el pa¨ªs nunca fue sojuzgado. Los due?os de los climas m¨¢s amenos y
saludables del globo daban la espalda con desprecio a l¨®bregas serran¨ªas azotadas por aguaceros
tempestuosos; a lagos encapotados por cerraz¨®n pardusca, y a p¨¢ramos helados y solitarios en los cuales
los ciervos del bosque hu¨ªan acosados por una cuadrilla de b¨¢rbaros desnudos. Tal era la situaci¨®n de los
confines romanos, y tales las normas del sistema imperial desde la muerte de Augusto hasta el
advenimiento de Trajano. Ese pr¨ªncipe activo y virtuoso, que hab¨ªa recibido la educaci¨®n de un soldado
y pose¨ªa el talento de un general, troc¨® el ocio pac¨ªfico de sus antecesores por trances de guerra y
conquista, y por fin las legiones, tras largu¨ªsimo plazo, disfrutaron de la conducci¨®n de un emperador
militar. Trajano estren¨® sus haza?as contra los dacios, naci¨®n belicos¨ªsima que moraba tras el Danubio y
que, durante el reinado de Domiciano, insultaba impunemente la majestad de Roma. A la fiereza y la
pujanza propias de b¨¢rbaros agregaban el desprecio por la vida, que proven¨ªa de su entra?able concepto
de la inmortalidad y la trasmigraci¨®n del alma. Dec¨¦balo, el rey dacio, mostr¨® ser un digno competidor
de Trajano, ya que, seg¨²n reconoc¨ªan sus enemigos, no desconfiaba de su propia fortuna ni de la suerte
com¨²n hasta apurar el ¨²ltimo recurso de su entereza y su desempe?o. Esta guerra memorable, con una
breve interrupci¨®n de las hostilidades, dur¨® cinco a?os, y dado que el emperador pudo concentrar toda
la fuerza del Estado, tuvo como consecuencia la absoluta sumisi¨®n de los b¨¢rbaros. La nueva provincia
de Dacia, que constitu¨ªa la segunda excepci¨®n al precepto de Augusto, ten¨ªa un per¨ªmetro de alrededor
de mil trescientas millas (2000 km), y sus l¨ªmites naturales eran el Teis o Tibisco, el Dni¨¦ster, el bajo
Danubio y el mar Euxino. A¨²n pueden rastrearse los vestigios del camino militar desde la orilla del
Danubio hasta las cercan¨ªas de Bender, un famoso paraje en la historia moderna, actual conf¨ªn entre los
imperios de Rusia y Turqu¨ªa.
Trajano estaba ¨¢vido de prestigio, y mientras los hombres sigan vitoreando con mayor vehemencia a
sus verdugos que a sus bienhechores, el af¨¢n de gloria militar ser¨¢ siempre el vicio de los ¨¢nimos m¨¢s
encumbrados. Las alabanzas de Alejandro, entonadas por historiadores y poetas, encendieron en el
pecho de Trajano un peligroso deseo de emulaci¨®n. Con ese ejemplo, el emperador romano emprendi¨®
una expedici¨®n contra las naciones de Oriente, pero se lamentaba, suspirando, de que su avanzada edad
cortaba las alas a su esperanza de igualar la fama del hijo de Filipo. Sin embargo, la gloria de Trajano,
aunque pasajera, fue r¨¢pida y ostentosa. Los partos, degradados y exhaustos a causa de sus discordias
intestinas, huyeron ante su presencia, y el emperador baj¨® triunfalmente por el Tigris desde las cumbres
de Armenia hasta el golfo P¨¦rsico. Disfrut¨® del honor de ser el primero y ¨²ltimo general romano que
lleg¨® a navegar por aquellos lejanos mares. Sus escuadras arrasaron las costas de Arabia, y se jact¨®
equivocadamente de haberse asomado hasta los confines de la India. At¨®nito, el Senado escuchaba d¨ªa
tras d¨ªa nuevos nombres de naciones rendidas a su prepotencia; le participaron que los reyes del
B¨®sforo, C¨®leos, Iberia, Albania, Ofroene e incluso el monarca de los partos hab¨ªan recibido sus
diademas de la diestra del emperador; que las tribus independientes de las sierras Carducas y Medas
hab¨ªan implorado su protecci¨®n y que los opulentos pa¨ªses de Armenia, Mesopotamia y Asiria fueron
convertidos en provincias. La muerte de Trajano enlut¨® tan esplendorosa perspectiva, y era sensato
temer que tantas y tan remotas naciones sacudir¨ªan el reci¨¦n uncido yugo, al no estar sujetas por la
prepotente mano que se lo hab¨ªa impuesto.
Una antigua tradici¨®n refer¨ªa que, cuando uno de los reyes romanos fund¨® el Capitolio, el dios
T¨¦rmino (que presid¨ªa las fronteras, y por entonces se representaba con una gran piedra) fue, de todas
las deidades inferiores, la ¨²nica que se neg¨® a ceder su sitio al mismo J¨²piter. Su rebeld¨ªa se interpret¨®
favorablemente, pues los agoreros dilucidaron que era un positivo presagio de que los confines del
poder¨ªo romano jam¨¢s retroceder¨ªan. Durante muchos siglos la predicci¨®n, como suele suceder, cooper¨®
para su logro, pero el propio T¨¦rmino, que desafi¨® la majestad de J¨²piter, se dobleg¨® al mandato del
emperador Adriano, pues la primera medida de su reinado fue el descarte de todas las conquistas
orientales de Trajano. Adriano devolvi¨® a los partos la elecci¨®n de su soberano independiente, retir¨® las
guarniciones romanas de las provincias de Armenia, Mesopotamia y Asiria, y observando el encargo de
Augusto restableci¨® en el ?ufrates el l¨ªmite del Imperio. Suelen criticarse los actos p¨²blicos y los
motivos rec¨®nditos de los pr¨ªncipes, y se tild¨® pues de envidiosa la disposici¨®n de Adriano, que tal vez
fue consecuencia de su moderaci¨®n y su cordura. El cambiante temperamento de ese emperador, capaz
tanto de bastard¨ªas como de sentimientos generosos, suministra alg¨²n margen a la sospecha, pero no
cab¨ªa enaltecer m¨¢s a su antecesor que confes¨¢ndose poco apto para el intento de resguardar aquellas
conquistas.
La ambiciosa gallard¨ªa de Trajano se contrapon¨ªa a la moderaci¨®n de su sucesor, pero la actividad
incesante de este ¨²ltimo descollaba en cotejo con el apacible sosiego de Antonino P¨ªo. La vida de
Adriano se redujo a un viaje perpetuo, y, atesorando el desempe?o de guerrero a la vez que el de
estadista, satisfac¨ªa su curiosidad al tiempo de cumplir con sus obligaciones. Sin preocuparse por las
diferencias clim¨¢ticas, andaba a pie y descubierto por las nieves de Caledonia y los abrasadores arenales
del Alto Egipto, y no qued¨® provincia en todo el Imperio que, en el transcurso de su reinado, no se
honrase con la presencia del monarca. Pero la tranquila vida de Antonino P¨ªo transcurri¨® en el regazo de
Italia, y, durante los veintitr¨¦s a?os que empu?¨® el tim¨®n del Estado, sus m¨¢s dilatadas peregrinaciones
fueron tan s¨®lo desde el palacio de Roma hasta el retiro de su quinta en Lanuvio. A pesar de las
diferencias personales, Adriano y ambos Antoninos se atuvieron igualmente al sistema general de
Augusto. Empe?ados en sostener la grandiosidad del Imperio sin dilatar sus l¨ªmites, se valieron de
arbitrios decorosos para ofrecer su amistad a los b¨¢rbaros y se esmeraron en demostrar al mundo que el
poder¨ªo romano, en realidad encumbrado sobre el apetito de m¨¢s conquistas, se deb¨ªa s¨®lo al amor por
el orden y la justicia. Fuera de alguna hostilidad pasajera que ejercit¨® provechosamente a las legiones
fronterizas, durante un venturoso per¨ªodo de cuarenta y tres a?os su ah¨ªnco fue coronado por el ¨¦xito, y
los reinados de Adriano y de Antonino P¨ªo ofrecieron la halag¨¹e?a perspectiva de una paz sostenida.
Reverenciado el nombre romano en todos los ¨¢mbitos de la tierra, el emperador sol¨ªa arbitrar en las
desavenencias que sobreven¨ªan entre los b¨¢rbaros m¨¢s brav¨ªos, y un historiador contempor¨¢neo refiere
haber visto desairados a algunos embajadores que ven¨ªan a solicitar el honor de alistarse entre los
vasallos de Roma. El terror a las armas romanas robustec¨ªa y encumbraba el se?or¨ªo y el comedimiento
de los emperadores, que conservaban la paz por medio de incesantes preparativos para la guerra; y
puesto que la justicia era la norma de sus pasos, pregonaban a las naciones que no estaban dispuestos ni
a cometer ni a tolerar tropel¨ªas. La fuerza militar, cuya mera presencia fue suficiente para Adriano y el
mayor de los Antoninos, debi¨® ser empleada contra los partos por el emperador Marco. Los b¨¢rbaros
provocaron hostilmente las iras del monarca fil¨®sofo, y, en busca de un justo desagravio, Marco y sus
generales lograron destacadas y repetidas victorias, tanto en el ?ufrates como en el Danubio. La fuerza
militar que en tal grado afianz¨® el sosiego y el poder¨ªo del Imperio se nos ofrece desde luego como
objeto grandioso y digno de nuestra atenci¨®n.
En la ¨¦poca m¨¢s pura de la Rep¨²blica, el uso de las armas era propio de aquella jerarqu¨ªa de
ciudadanos que ten¨ªan una patria que amar y una propiedad que defender, y participaban en la
formaci¨®n y el puntual cumplimiento de las leyes. Mas, a medida que tantas conquistas fueron
menoscabando la libertad general, la guerra se encumbr¨® en arte y se degrad¨® en comercio. Las legiones
mismas, aun cuando se reclutaran en provincias lejanas, se consideraban compuestas por ciudadanos
romanos; esa distinci¨®n sol¨ªa brindarse ya como atributo legal, ya como recompensa para el soldado,
pero se prestaba m¨¢s atenci¨®n a la edad, la fuerza y la estatura militar. En todo alistamiento, se prefer¨ªa a
los individuos del norte antes que a los del mediod¨ªa; para el manejo de las armas, los campesinos se
antepon¨ªan a los moradores de ciudades, y entre estos ¨²ltimos se supon¨ªa atinadamente que el violento
ejercicio de herreros, carpinteros y cazadores deb¨ªa proporcionar m¨¢s br¨ªo y denuedo que los oficios
sedentarios que ten¨ªan por objeto el mero lujo. Aunque se hab¨ªa abandonado el requisito de propiedad,
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