La cita y otros cuentos

[Pages:148] LA CITA Y OTROS CUENTOS

Eduardo Zamacois es un autor sin hueco en la historia oficial de la literatura espa?ola, pero sin duda es tan relevante como Clar?n o Blasco Iba?ez.

En esta obra Zamacois presenta cuatro narraciones breves cuya narraci?n ensimisma al lector por su contenido ?tico-social.

?1913, Zamacois Eduardo ?1980, Ed. Renacimiento Colecci?n: Novelas cortas UUID: ad395626-759f-4d71-b6df-3d2410512101 Generado con: QualityEbook v0.84 Generado por: Fideo99, 27/11/2016

LA CITA

TRAS un largo mirar interrogante, lleno de conmiseraci?n maternal, la actriz

a?adi?: --?Ay, Ricardo!... ?Por qu? ser?s as?? ?Por qu? no resignarte y hallar alegr?a

en lo que tienes? ?Por qu? lo ajeno te admira, y lo tuyo, que ? m?s de un descontentadizo har?a dichoso, s?lo te inspira hast?o y desd?n?...

Call?, y su voz d?bil, en la que hubo, juntamente con un desesperado anhelo de persuasi?n, la seguridad ?ntima de no conseguir nada, fu? suplicante como el gesto de una mano mendiga.

Ricardo Villarroya adopt? en la butaquita donde estaba sentado una actitud m?s c?moda. Lanz? un suspiro. Sus cejas fuertes se arquearon sentimentales bajo la frente descollada y alta.

--?Qu? quieres?--dijo--, uno es... como naci?. En medio de nuestras inconsecuencias aparentes, todos somos perenne y fatalmente esclavos de nosotros mismos. Lo disparatado obedece ? leyes precisas; la existencia m?s aventurera, m?s incongruente, m?s copiosa en funambulescos altibajos, es ordenada como el vivir del campesino que jam?s rebas? los horizontes avaros de su lugar. Lo raro no existe; lo raro, mi pobre Fuensanta, es la palabra con que enmascaramos lo que no sabemos, la explicaci?n fr?vola de las concatenaciones ocultas que no adivinamos. Todo tiene su por qu?; los mismos locos son, ? su modo, discretos; el Destino es un tratado de l?gica...

--?Por lo visto, renuncias al prop?sito de redimirte? --Completamente; soy un incurable. Hab?a cruzado una pierna sobre otra y baj? la cabeza, complaci?ndose distra?damente en aplastar la ceniza de su cigarro contra la suela de su bota de

charol; sus ojos se apagaron, las comisuras de sus labios descaecieron sin ilusi?n tras las gu?as viriles del bigote, y una intensa expresi?n de melancol?a nubl? su frente, envejecida prematuramente por el trabajo.

Era un hombre de treinta y cinco a?os, membrudo y alto, cuyos cabellos rojos, cortados militarmente al rape, dibujaban francamente las l?neas de una cabeza grande, de ?ngulo facial muy abierto, terca, cual predestinada para heroicos y duraderos combates. Una barba puntiaguda y raleante daba firmeza al rostro. El pecho, amplio, ten?a un alentar poderoso y sereno; la sangre arrebolaba la piel del recio cuello y de las mejillas; un espeso vello bermejo cubr?a las mu?ecas robustas y las manos; manos at?vicas, de largos y temerarios dedos. Hall?base Ricardo Villarroya en pleno apogeo art?stico: sus ?ltimos libros hab?an merecido ?xito codiciable; sus art?culos de cr?tica jugosa y violenta erigi?ronle en campe?n de la joven grey literaria; la ?nica comedia que estren? suscit? pol?micas ardientes. Adem?s, era un poco orador; la extrema izquierda de la opini?n adoraba en ?l; su nombre, que serv?a de l?baro ? las mayores osad?as de la forma y del pensamiento, resonaba como un alerta b?lico en la atm?sfera febril de las asambleas. Todo en ?l era impetuosidad, inquietud, soberbia; la ambici?n bru??a sus ojos claros; sus labios viciosos re?an mal; en el continuo vibrar de su cuerpo saludable y recio, pleno de apetitos moceros, hab?a como una voz de la especie.

Fuensanta Godoy le observaba atentamente, con emoci?n triste, mientras acariciaba entre sus manos finas y blancas la mano derecha del novelista.

--Te quiero--dijo--, te quiero much?simo... cual mi usado coraz?n no esperaba tornar ? querer. ?Por qu? me correspondes en mala moneda? ?Por qu? no eres bueno para m?? ?C?mo no procuras serme fiel?

Los hombros de Villarroya esbozaron un movimiento de indiferencia. Ella continu?:

--Posible es que tropieces con mujeres m?s hermosas que yo ? m?s inteligentes, m?s elegantes, m?s agradables... Pero dificil?simo te ser? hallar una que posea estas cualidades en aquellas modestas, pero bien concertadas proporciones, en que yo las re?no y acoplo. No soy bell?sima, ni discreta en demas?a, ni gallarda y cautivadora con exceso, pero de todo hay algo en m?, y esta conjunci?n de amables virtudes es mi orgullo.

El la escuchaba haciendo con la cabeza signos distra?dos de asentimiento. --Y si ello es as?--prosigui? Fuensanta--, ?por qu? me olvidas y pospones ? otras mujeres? ?Por qu?, conociendo mis celos, suspendes sobre mi cabeza la

amenaza de que hoy, ma?ana, cuando m?s dichosa est? y menos lo aguarde, has de serme traidor?... Conozco bien, demasiado bien, quiz?, la complexi?n de tu alma: t? perteneces ? la raza maldita de los que s?lo adoran lo lejano, lo inasequible, lo que nadie obtuvo. ?C?mo no aplicas tu esp?ritu ind?mito al examen de sus recuerdos? ?Por qu? desprecias lo pret?rito? ?Acaso ese ayer que hoy miras desde?osamente, no sirvi? de riente ma?ana ? otros hombres que bulleron y amaron antes que t??... Escucha, Ricardo, y obed?ceme, porque a?n podemos ser felices. ?No tienes hijos y esposa? Y cuando el hogar leg?timo, el consagrado, te fastidie, ?no me tienes ? m?? ?Qu? m?s rebuscas? ?Qu? imposibles novedades pides ? la casualidad?

Argumentaba poco ? poco, blandamente, como se habla ? los enfermos, y sus palabras, dichas ? media voz, tra?an arrullos de infancia. En las contiendas implacables del arte, lo m?s hacedero es derrotar obst?culos, encumbrarse, llegar del ?xito ? los dorados fastigios, pues los viejos maestros ? quienes la juventud hostiliza est?n agotados y se defienden mal: lo dif?cil es guardar las posiciones conquistadas, resistir el fiero ataque de los biso?os que van llegando ? la batalla, afirmar la personalidad en medio de aquel desencerrado torbellino de enemigos brazos que rodean al dictador. Seg?n Fuensanta Godoy, para vencer en ese descomunal torneo, donde todas las ensoberbecidas furias de la vanidad intervienen, precisa tener una gran ambici?n, un orgullo sin l?mites ? un ciego y descomedido amor; un sentimiento, en fin, hondo, fan?tico, que baste por s? solo ? reparar cuantas brechas las estocadas de la desilusi?n y los consejos sigilosos de la fatiga van abriendo en el entusiasmo.

--Pero si ?nicamente adoras lo que no tienes-- continuaba--, ?qu? podr? sostenerte, alentarte, fortificarte, cuando est?s deshecho y pr?ximo ? caer?... Triste es, ciertamente, sucumbir en la obscuridad del primer asalto; pero ?no es peor ver la miel de nuestra popularidad deshacerse en olvido? ?Ah, Ricardo! T? ignoras eso; t? desconoces el sufrimiento del artista que sobrevive ? su prestigio y, no pudiendo ya derrotar las reputaciones que van improvis?ndose ? su alrededor, dice: ?Hace a?os yo era algo, ten?a un nombre...? Cr?eme, Ricardo, eso es horrible; te lo asegura la experiencia que me dieron veinte a?os de teatro...

Su voz se apag? en un suspiro, y por su rostro pas? como una sombra el luto de su alma.

Contaba Fuensanta Godoy poco m?s de treinta a?os, y sus vestidos negros, lascivamente apretados al cuerpo, modelaban una escultura de l?neas ondulantes y largas. Hondos surcos de melancol?a cortaban su frente guarnecida de rizosos

cabellos casta?os; la nariz, de perfil impecable, afilada parec?a por el sufrimiento; en su boca, de un raro humorismo, las risas y el llanto tej?an una dolora; bajo las cejas rafa?licas, los ojos negr?simos y tristes, un poco oblicuos, tal vez, como los de las japonesas, daban al semblante blanco, de un blanco terroso, la expresi?n dulce que embellece, con poes?a de enigma, el rostro de las mujeres de la Ciudad sin Noche.

Entre las perfecciones y cualidades que avaloraban la cumplida hermosura de Fuensanta, la mejor y m?s alta, la que antes sorprend?a era su tristeza. El dolor, que ha inspirado al arte creaciones supremas, suele ser tambi?n origen y alimento de bellezas extra?as. Esta desviaci?n ? capricho del sentimiento est?tico no tiene explicaci?n f?cil. ?Por qu? amamos lo triste y hallamos en las medias tintas inefable y malsano contentamiento? ?Acaso el ajeno sufrir envuelve algo que de soslayo disculpa nuestra propia flaqueza, ? es que el dolor diviniza ? la mujer porque de ella precisamente emana, y as? quien dijo dolor dijo tambi?n arte y sexo?.. A Fuensanta Godoy su expresi?n de inconsolable pesadumbre hac?ala infinitamente interesante, Cinco a?os antes la Godoy fu? una primera tiple c?mica de gran boga. Al comenzar las temporadas teatrales, su nombre aparec?a en los carteles con llamativos caracteres rojos, los peri?dicos publicaban su retrato, la cr?tica celebraba su labor, y el correo tra?ala diariamente rumores de amorosos caprichos. La corte de admiradores que invad?an su cuarto del teatro, los aplausos del p?blico y la humillaci?n y ?speras envidias de otras actrices por ella vencidas en art?sticas justas, parec?an poner ? su joven figura un nimbo diamantino. Fuensanta Godoy am? y fu? adorada; la neurastenia exacerbaba sus afectos; bajo el soplo flagelante de las pasiones, la red no domada de sus nervios padec?a torsiones dolorosas; la sensaci?n lleg? ? ser para ella un suplicio; su desequilibrada cabecita, donde perduraba el recuerdo de libros piadosos que ley? cuando ni?a, experimentaba accesos frecuentes de misticismo, deseos de vivir quieta y sola. Los pueblos playeros la atra?an; ador? la morfina; perdi? el ritmo interior; dos veces fu? procesada y obligada ? pagar indemnizaciones costosas por abandonar bruscamente el teatro donde trabajaba para marcharse al campo con un amante pobre.

La carrera art?stica de Fuensanta Godoy dur? poco; en pleno ?xito y cuando su juventud interesante, un poco rara, de bibelote japon?s, brillaba sobre el escenario de los grandes teatros, una laringitis torpemente curada la dej? af?nica. Varios m?dicos aseguraron que para aquel da?o no hab?a remedio; ella, no obstante, esperaba. La noche en que, desoyendo cautos y leales consejos reapareci? ante el p?blico, sufri? una decepci?n horrible; su voz, al concluir

cierto momento musical dif?cil, se nubl? bruscamente; quiso repetir el temible pasaje y no pudo; algunos espectadores descorteses protestaron. Entonces la Godoy sinti? ? su alrededor un gran fr?o, una desgarradora emoci?n de aislamiento, cual si el teatro, repentinamente, acabara de quedarse ? obscuras; vi?se preterida, pobre, aherrojada en esa fosa com?n donde la multitud ingrata sepulta ? los artistas que ya no la divierten, y aniquilada por su desgracia rompi? ? llorar y perdi? los sentidos.

Ricardo Villarroya la conoci? a?os despu?s. Fuensanta viv?a en una casa de hu?spedes cuya due?a tambi?n hab?a sido del teatro. Ocupaba la Godoy dos habitaciones peque?as, sin otra luz que la de una ventana abierta sobre un patizuelo malsano y profundo; pulm?n infecto, jam?s visitado por el sol, por donde respiraba el vecindario sucio y haraposo de los cuartos interiores. Una cama de hierro y un lavabo ocupaban la alcoba. Compon?an el mobiliario del gabinete una vieja c?moda que de de noche, en el silencio, ten?a crujidos amedrentadores, y varias sillas que fueron elegantes y ? la hora presente disimulaban su incapacidad y precaria armaz?n bajo usadas fundas de lienzo gris. Decoraban las paredes amarillentas, retratos descoloridos de actrices y de actores ignorados, y un antiguo espejo, sobre cuya luna los coqueteos de las juventudes, ya lejanas, que all? se reflejaron, parec?an haber dejado una indecible melancol?a. Varias coronas, logradas en noches de beneficio, explicaban desde sus cajas de caoba con tapa de cristal, la flaqueza y veloz desmoronamiento de las glorias humanas. Cubr?a el suelo una alfombra ra?da, de la cual, el polvo y el roce de los pies fueron borrando los colores.

En aquel gabinetito, entristecido por el invierno y la presencia de tantos objetos provectos, Ricardo Villarrolla pasaba muchas tardes.

Al principio sent?ase pl?cidamente cautivado por la soledad de la actriz, digna, altiva, irreductible, en medio de su abandono y extremada pobreza. Un momento halag? ? Villarroya la idea de que la Godoy fuese su ?ltima pasi?n, su capricho postrero, el desenlace de su mocedad conquistadora. La quietud del medio coadyuv? no poco ? encelar sus sentimientos. Sin duda era bonito ver pasar las horas. Su imaginaci?n errante comprendi? la dulzura del reposo; su voluntad peregrina adivin? la alegr?a de no moverse, de serenarse en la dominaci?n tranquila de lo ganado. Para sus ojos de novelista, los cap?tulos de olvido y de miseria que epilogaban la historia de Fuensanta Godoy, ofrec?an pasmoso inter?s. Se colocaba en el lugar de la vencida; la desgracia ronda siempre; ? ?l tambi?n una anemia ? una congesti?n, pod?an precipitarle ? los horrores vergonzosos de la derrota desde las cumbres endiosadas del ?xito. Por

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