LA DIMENSIÓN M Í S T I C A DE LA VIDA CRISTIANA



Giorgio Gozzelino, En la presencia de Dios. Elementos de teología de la vida espiritual, CCS, Madrid, 1994 (escaneado, sin notas)

Capítulo 3. LA DIMENSIÓN ASCÉTICA DE LA VIDA ESPIRITUAL

“Arrojemos todo el peso del pecado que nos asedia,

y con la paciencia corramos al combate que se nos ofrece”.

(Hb 12, 1)

Aunque el término "ascética" puede tomarse en un doble sentido, aquí queremos hablar de la ascética en su sentido general.

1. ASCESIS Y VIDA EN EL ESPÍRITU

La vida espiritual es vida según el Espíritu, existencia de comunión con Dios Padre en y mediante Jesucristo, realizada por el Espíritu Santo. Su realidad es siempre fruto de la acción llevada a cabo por Dios que toma permanentemente la iniciativa, la sostiene y la corona; es indefectiblemente un don suyo (Flp 1, 6).

No obstante, nada se realiza sin la cooperación de la respuesta libre de la persona. Y esto implica un largo itinerario, marcado por muchos dolores y esfuerzos. Ésta es la primera razón de por qué es indispensable la ascesis en la vida espiritual: el homo viator, peregrino en lo provisional, no llega a madurar como homo eschatologicus, ciudadano del mundo definitivo, sin someterse a los dolores del parto de una nueva criatura.

Pero existe una segunda razón, que se deriva de la presencia del pecado que contamina al individuo y a la humanidad. En la situación concreta del mundo, que es un mundo pecador, la vida espiritual constituye la comunión con Dios solamente cuando permite que la omnipotencia redentora de Dios libere a las personas del dominio del mal, purificándolo a fondo. "No hay remisión sin efusión de sangre" (Hb 9, 22). La ascesis exige también esto.

Por lo demás, y es ésta la tercera razón, únicamente hay vida en Cristo donde se acepta morir cada día con él. Lo enseña san Pablo: para vivir, es preciso primero morir la muerte de Cristo. Es necesario, llevar "siempre en el cuerpo el suplicio mortal de Cristo, para que la vida de Jesús se manifieste también en nuestra carne mortal" (2 Cor 4,10-11). La verdadera pascua tiene su origen en la pasión; ser discípulos de Cristo es asemejarse al Señor resucitado, que permanece para siempre como el crucificado enaltecido. Cree quien anuncia la muerte de Cristo, dándole entrada en la propia carne, y proclama su resurrección, esperando activamente su manifestación al final de los tiempos. El cristiano lucha, sufre y muere con Jesucristo, para sentarse como él, y en él, a la derecha del Padre.

Por eso la dimensión ascética pertenece necesariamente a la integridad de la vida espiritual.

Para garantizar un cuadro elemental, pero suficientemente orgánico, de un elemento tan importante, después de unas consideraciones de índole terminológica, presentaremos una pequeña clarificación de lo que es específico de la ascesis cristiana precisamente en cuanto cristiana, en el contexto de su historia y de sus problemas actuales; pasaremos después a ilustrar los aspectos y resultados que la definen.

2. VALENCIAS SEMÁNTICAS

Acepciones clásicas

Ascesis es una palabra derivada del griego “askeo”, que significa trabajar con diligencia y arte, disponer, dar forma, proveer, ejercitarse, practicar, cultivar.

En el lenguaje poético se usa a menudo a propósito del vestido, para indicar adornarlo o embellecerlo. En prosa adopta frecuentemente el significado de amaestrar. Cuando le sigue un infinitivo significa esforzarse o procurar que. Si rige acusativo, indica el ejercicio de un arte o de una profesión, y especialmente la práctica de ejercicios atléticos o de artes marciales.

Durante ocho siglos -esto es, desde los textos de la Ilíada hasta Filón de Larisa- el vocablo designó realizar un trabajo con esmero y método. De acepciones de carácter físico (en Platón asceta equivale a atleta), el término pasó enseguida a significados de carácter intelectual (ascética como práctica de la filosofía), o moral (ascética como práctica del bien, y control de las pasiones y de los instintos), o religioso (Hipócrates llama ascética al culto divino). Según los antiguos sofistas, la ascesis constituye, junto con la naturaleza (phisis) y la adquisición de conocimientos (máthesis), uno de los campos en los que se desarrolla la educación de los jóvenes. En Epicteto designa la actitud de quien se somete voluntariamente a privaciones, renuncias y mortificaciones, para lograr el dominio de sí.

En última instancia, el vocablo expresa un comportamiento que tiende a obtener que se eliminen los factores que se considera que son desfavorables, y a promover los que se juzga que favorecen la consecución de un fin; como el ejercicio del púgil, que se entrena para eliminar el peso superfluo y para robustecer todo lo que puede los músculos.

Uso bíblico

A pesar de lo frecuente que es su empleo en la literatura profana, el verbo aparece sólo dos veces en la Biblia griega (2 Mc 15,4; Hch 24,16), sin que haya ningún vocablo que se derive de él.

Pero son numerosas las expresiones que evocan, no el término, sino sus acepciones básicas. Bástenos citar a san Pablo, para quien las virtudes que proceden del Espíritu Santo (amor, gozo, paciencia, etc.) incluyen también el autodominio (égkrateia: Gal 5,23), vocablo que designa lo que constituye el objetivo principal de la ascesis, según el pensamiento griego. Considerando que la ascesis es una especie de práctica atlética del espíritu, el apóstol no duda en presentar la existencia cristiana, y en particular su propia vida, como una competición en las carreras o un combate de pugilato. "¿No sabéis que los que corren en el estadio todos corren, pero uno solo alcanza el premio? Corred, pues, de modo que lo alcancéis. Y quien se prepara para la lucha, de todo se abstiene, y eso para alcanzar una corona corruptible; mas nosotros para alcanzar una incorruptible. Y yo corro no como a la ventura; así lucho no como quien azota al aire, sino que castigo mi cuerpo y lo esclavizo, no sea que, habiendo sido heraldo para los otros, resulte yo descalificado" (1 Cor 9,24-27). Para ser como un atleta que se concentra en la carrera o como un púgil que no se equivoca al dar el golpe, Pablo no deja sueltas las bridas de las propias tendencias, sino que ejerce un rígido control sobre ellas; porque "sería el colmo que él precisamente, predicador del evangelio para los demás, fuera excluido, o en términos deportivos, descalificado, de la salvación prometida por el mensaje evangélico".

3. LO ESPECÍFICO DE LA ASCESIS CRISTIANA

El problema

Desde que apareció el término ascética en el lenguaje técnico de la teología en la edad moderna (siglo XVII) y se distinguió después de la mística (siglo XVIII), ha habido que esforzarse para garantizar a la ascesis cristiana la originalidad que la distingue de las formas parecidas que se dan en las otras religiones no cristianas.

¿Dónde está lo que es propio de la ascesis específicamente cristiana? Prácticas ascéticas "como la continencia sexual, el ayuno, las mortificaciones corporales, determinados ejercicios respiratorios, la abstinencia, el régimen vegetariano, las vestiduras penitenciales, la técnica de la oración, la renuncia íntima de sí mismos, reaparecen siempre en la historia de las religiones como preparación y medio para el entusiasmo religioso, para la mística en uno u otro sentido. Esto acontece doquiera aparece el monacato: en el hinduismo, en el budismo, en el taoísmo chino, que ha desarrollado cierto monacato al menos por el influjo que recibió del budismo. Pero la ascesis se encuentra también en otros ambientes, en el mismo islamismo primitivo, en el sufismo musulmán más tardío, en las religiones declaradamente dualistas, en las varias formas de gnosticismo y en el pitagorismo, y en todas las religiones mistéricas del helenismo, que requieren prácticas más o menos dolorosas, y en parte verdaderamente rígidas, de ascesis personal antes de iniciarse en los misterios".

¿Cómo se distingue la ascesis cristiana de estas modalidades que le son afines?

Tres tipos de ascesis

Para empezar a responder, distingamos con K. Rahner y F. Wulf tres modalidades de ascesis, llamadas respectivamente: ascesis moral, ascesis cultual y ascesis mágica (mística).

1. Se llama ascesis moral al adiestrarse en el dominio de sí, o sea, al ejercitarse en la autodisciplina y en el autocontrol, que mira a establecer una sólida armonía entre las distintas fuerzas impulsivas del hombre, para lograr el justo medio que requiere la esencia de la virtud.

2. Se llama ascesis cultual, al conjunto de "acciones y renuncias que sirven de preparación para participar en los misterios del culto divino, y tienen como fin purificar al hombre pecador para el encuentro con el Dios Santo. En las religiones no cristianas reviste gran importancia y, con frecuencia, se convierte en algo mágico. La encontramos también en el Antiguo Testamento, sobre todo con ocasión de las grandes fiestas del pueblo y del culto del sacrificio: ayuno, vela nocturna, continencia sexual, abluciones. De aquí pasó a la práctica de la Iglesia: ayuno, vigilias, ayuno eucarístico. Pero ya los profetas veterotestamentarios habían llamado la atención ante la desmedida importancia que se le atribuía, para que se interiorizara".

3. Se habla, finalmente, de ascesis mágica (que Rahner llama mística) cuando se hace referencia a modos, técnicas o acciones para el control de sí que se considera que pueden inducir por sí mismas a una experiencia mística de lo divino; cuando se intenta, en una palabra, "tener experiencias místicas por medio de una técnica ascética".

En esta acepción, la ascesis no es sólo un intento del hombre para hacerse moralmente grato a Dios, para que Dios se done por gracia en la experiencia mística. Aquí "la unión entre ascesis y mística se realiza inmediatamente, de manera expresa o tácita", en cuanto que "por medio del estado psíquico que ella suscita, desencarnación, concentración, simplificación dé la vida espiritual, eliminación de la multitud de pensamientos, renuncia a la propia voluntad, etc., la ascesis tiende ya por sí misma a hacer posible la mística. El vacío, la noche, la liberación, la muerte al mundo, al yo y a la propia voluntad, etc., son el otro aspecto de la invasión de lo divino, de la penetración del esplendor infinito de la divinidad en el alma, del nuevo nacimiento a la vida nueva, etc.".

Comparación

¿Qué relación existe entre la ascesis cristiana y estas modalidades?

.Respecto a las dos primeras está en relación de continuidad que las trasciende. Respecto a la tercera, la relación es de incompatibilidad.

a) La continuidad que existe entre la ascesis cristiana y la ascesis moral es manifiesta. Basta fijarse "en la debilidad y en la fragilidad humanas, que sólo no podría ver un optimismo alejado de la vida", para concluir que "esta ascesis moral constituye un deber que nunca podría descuidar la predicación cristiana". El ejercicio de la autodisciplina y del control que mira a liberar y desarrollar cuanto hay de positivo en el ser humano constituye una exigencia irrenunciable. Es el motivo por el que "la concepción católica la considera como la más importante. Nos lo demuestra una simple mirada a la literatura ascética de la época moderna".

Sin embargo, no basta la ascesis moral para definir la ascesis cristiana. Al menos, por dos razones.

En primer lugar -y sólo para comenzar por el plano práctico- porque la ascesis moral no puede explicar el número impresionante y la radicalidad de las renuncias, privaciones y penitencias que se encuentran de hecho en la historia del cristianismo y en la vida de muchos santos. Si la ascesis cristiana se redujera al esfuerzo por conservar y desarrollar las virtudes frente al empuje de las pasiones, ya no tendría sentido la evidente añadidura de la práctica cristiana. Sería preciso "juzgar estos hechos como insensatos y exageraciones de carácter privado, o verlos a la luz de influjos del ambiente histórico y cultural, que no tiene nada que ver con el cristianismo". Para explicar esta práctica cristiana, hay que admitir que las razones de la ascesis cristiana van más allá de las motivaciones de la mera ascesis moral.

En segundo lugar, porque "si la ascesis moral tuviera que ser la explicación adecuada de la ascesis cristiana, no se justificaría su carácter revelado y misterioso, que constituye el núcleo central del ser y de la vida cristiana. En efecto, se puede justificar plenamente también la ascesis moral frente al mundo e independientemente de la fe cristiana". Reducir la ascesis cristiana a la ascesis moral, que es sustancialmente inteligible, aun prescindiendo de la revelación, no equivale en modo alguno a confirmar, sino a negar lo que es específicamente cristiano.

b) Igual que la ascesis moral, también La ascesis cultual está en relación de continuidad real con la ascesis cristiana: porqué tiene él cometido "de proclamar el carácter absoluto y santo de Dios, su soberanía sobre los hombres y sobre toda criatura, de implorar su perdón, de realizar de manera tangible el don de sí a él y a su servicio". La ascesis cultual tiene su origen en el sentido de lo sagrado, lo cultiva y guarda: y la ascesis cristiana no puede ciertamente prescindir del sentido de lo sagrado.

A pesar de esto, las dos objeciones planteadas al tratar de la ascesis moral se aplican también íntegramente a esta segunda forma de ascesis; viene a encontrarse, por tanto, en la misma condición de insuficiencia.

c) En cuanto a la ascesis mágica, los términos con que se presenta demuestran que se trata" de "Una" concepción que está en total "contraste con el mensaje cristiano sobre la verdadera vida divina que nos confiere el amor soberanamente libre de Dios, gracias a un don enteramente gratuito". Es verdad que, para llenarse de Dios, es menester vaciarse de sí, que "ni suele ni puede Su Majestad dejar de darse a quien se le da toda". Pero tal imposibilidad procede de la infinita verdad del amor de Dios a sus criaturas, de ninguna manera de una presunta capacidad de la criatura que obligue a Dios a darse.

Por eso, "este intento ascético de divinizarnos a nosotros mismos y de liberar cuanto hay en nosotros de verdaderamente divino y que no está amenazado por nuestra situación de auténticos mortales, se revela como una voluntad del hombre de llegar a ser Dios: hybris condenada al naufragio". Es por esta razón por la que, en lugar de mística (= que trata de forzar el umbral de la mística) hemos preferido llamarla, sin términos medios, mágica (= para subrayar la pretensión de imponerse a Dios).

Cualidades que distinguen la ascesis cristiana

La ascesis cristiana rechaza la orientación prometeica de la ascesis mágica. Y acepta los valores positivos de la ascesis moral y cultual, sin reducirse a ellas. ¿En qué consiste su originalidad?

Consiste en ser sencilla y rigurosamente cristiana, esto es, en estar asentada enteramente sobre el misterio de la condición absoluta de Jesús, que obliga a asemejarse totalmente a su realidad.

La ascesis cristiana no es causa, sino efecto de la adhesión a Jesús, y condición de su ampliación. No tiene como objetivo constituir un estado genérico de virtud, sino consolidar y profundizar en la unión del creyente con el Señor. Practica el dominio de sí y cultiva el sentido de lo sagrado con la única finalidad dé llenarse de Cristo vaciándose de sí. No tiene como objetivo el justo medio, sino el exceso (= lo más, propio de lo sobrenatural) que consiste en prolongar en el hoy de la vida creyente las preferencias fundamentales del Hijo de Dios, hecho carne.

Como insinúa el hecho de que decir sí a Jesús produce el cambio del nombre (cf. Jn 1,42), es un camino hacia una nueva identidad que es consecuencia de haber encontrado al Resucitado. Si proclama un imperativo de conversión, es porque precede un indicativo de hallazgo: el "convertíos y haced penitencia" de Mc 1,15 se basa y se justifica por el hecho de que "se ha cumplido el plazo y está cerca el Reino de Dios" (ibid.). El programa que se presenta no consiste sólo en unas virtudes particulares que hay que conquistar, o unas penitencias saludables a las que hay que someterse, sino que comprende el volver a definir por completo la personalidad, en los contenidos y en los objetivos que la determinan.

Para decirlo brevemente, la ascesis cristiana queda definida por tres opciones de índole cristológica, y por tanto específicamente cristiana: la adhesión incondicional a Jesucristo (= ascesis de la fe), la fiel conformidad con sus preferencias de vida (= ascesis de la cruz) y la tensión vehemente hacia la plenitud del asemejarse al misterio de su realidad (= ascesis escatológica).

Ascesis de la fe

La práctica ascética cristiana genuina se especifica, ante todo, como ascesis de la fe, o praxis que tiende a defender y profundizar en la aceptación exclusiva que el creyente ha otorgado a la persona y al mensaje de Jesucristo.

En la visión cristiana, la ascesis moral está sujeta a un proceso de transustanciación que la transforma desde dentro. El dominio de sí se cultiva con la mirada puesta en pertenecer firmemente a la esfera carismática del Resucitado; la lucha contra los impedimentos de la vida espiritual desea allanar el camino para la venida del Señor: el esfuerzo virtuoso quiere ser respuesta a la iniciativa salvífica del Espíritu de Cristo.

En el camino de la existencia cristiana, ascesis y fe se presentan como inseparables; tanto en lo que se refiere al punto de partida, como respecto al punto de llegada.

Son inseparables en el punto de partida porque creer significa trascender el mundo con sus significados, no atenerse a lo que la inteligencia, dejada a sí misma, juzga que es la garantía para triunfar en la vida, edificar la propia existencia sobre Jesucristo crucificado y resucitado, más bien que sobre sí mismos: y esto requiere una lucha sin cuartel, siempre, mucho más en la situación actual, marcada por el pecado original. Es un hecho amargo e innegable: el hombre que existe en concreto "tiene la tendencia, imposible de extirpar, de comprender partiendo de sí, de disponer de sí y del propio futuro, de adueñarse de la vida y asegurársela como propia"; está inclinado trágicamente "a no prestar atención a su destino trascendente y a cerrarse dentro de los límites del mundo, frente a Dios que le llama mediante la gracia"; se revela como homo incurvatus, criatura encorvada sobre sí misma, que no puede tener fe, si no marcha continuamente contra sí misma y se supera.

Ascesis y fe resultan inseparables en el punto de llegada, porque la ascesis cristiana no tiene por objeto hacer posible la mera observancia de determinadas normas morales, ni aspira a la autorrealización del hombre por motivos como el culto de la personalidad ó la gratificación de las necesidades, sino que busca "transformar la realidad más profunda de un individuo en lo que no es de este mundo”, esto es, en el misterio trascendente del Cristo resucitado.

Ascesis de la cruz

La ascesis cristiana, al definirse como estado de semejanza con aquel que permanece siempre como el Crucificado resucitado, prolonga y reproduce necesariamente la vida de obediencia hasta la muerte, y muerte de cruz, propia de Jesús, y, por tanto, hace suyos los rasgos de una ascesis de la cruz.

Le corresponde como propio el "tomar sobre sí la cruz de Cristo, el participar de su suerte mortal, el realizar de manera existencial la inmersión en la muerte del Señor realizada sacramentalmente en el bautismo". Por esto, va más allá de las exigencias requeridas por la sola ascesis moral y pone en juego el exceso de la locura de la cruz, que es obediencia sin límites al Padre, causada por un amor total.

El Hijo ha bajado para tomar cuanto era necesario para obedecer hasta la muerte: un cuerpo que se estremece y una libertad capaz de una aceptación amorosa. El Unigénito se ha hecho primogénito de toda criatura para comenzar personalmente la inmensa liturgia de la obediencia de lo humano al Padre, al final de la cual todo se le someterá, y él "se sujetará a quien a Él todo se lo someterá, para que Dios sea todo en todas las cosas" (1 Cor 15,28). El calvario no se reduce a concluir la vida de Jesús, sino que la compendia toda en sí. No es un mero aspecto de ella, tal vez el más destacado, sino su sustancia: desde el Ecce de la entrada en el mundo (cf. Hb 10,5-7) hasta el Fiat doloroso del Gólgota, el Cristo se define como inmolación ininterrumpida, como sacrificio perenne. Por esto la vida nueva en el Espíritu requiere que cada uno se deje inmolar por el amor, y se ofrezca en holocausto sobre el altar de la caridad. Y aquí nos encontramos en el centro de la ascesis cristiana.

En el régimen de la plenitud de los tiempos, toda libertad, como Jesús y porque Jesús lo ha hecho, tiene que inmolarse a sí misma, sin persona interpuesta: Amor sacerdos immolat. Debe actuar "fuera del campamento" del antiguo ritual (cf. Hb 13,13), donde la víctima no coincidía con el sacerdote; debe ser el sacerdote del propio sacrificio.

La ascesis cristiana prolonga la elección deliberada de la pasión realizada por Jesús: "nadie me quítala vida, soy yo quien la entrego libremente" (Jn 10, 18). Antes de que le arrebaten la vida, para que nadie pueda imaginar que él sucumbe al destino, la arroja espontáneamente sobre la mesa de la cena, bajo la forma de un pan voluntariamente partido y de un vino voluntariamente derramado. Cuando llegue la muerte, ya no encontrará nada de qué apoderarse, porque el amor, sin esperar a que lo despedacen, se le ha anticipado. La ascesis cristiana hace suya la vertiginosa opción del Señor: se adelanta al despojo de la muere, le precede; transforma lo debido en querido, cambia lo inevitable en deliberado, trueca la pérdida en ganancia (cf. Mc 10,39).

La ascesis cristiana no pone el acento en las dificultades que hay que arrostrar, sino en la coincidencia que hay que establecer con el beneplácito del Padre. "Lo que sacrifica el creyente no es la alegría, sino una autonomía, un modo de comportarse con independencia. Como en Cristo, desde ahora la primera reacción no será buscar "la propia complacencia" (cf. Rm 15,3) sino "agradar a Dios". Nuestro esfuerzo consistirá, no en escoger por nosotros mismos cosas arduas, sino en hacer que Dios escoja en nuestro lugar. Transformación radical: lo que agrada al Padre, lo que une a él, no es ya la oración, ni el apostolado, ni el sufrimiento, sino el cumplir incesantemente lo que Dios quiere, que puede ser oración, acción, sufrimiento. He aquí lo que enseña Jesús, él, cuyo amor no consistió tanto en morir cuanto en obedecer hasta la muerte: algo totalmente diferente".

Ascesis escatológica

En la presente situación de tiempo intermedio, advierte un autor, es preciso perseverar en la esperanza, estar preparados para los llamamientos de Dios, permanecer despiertos a la espera de la venida del Señor. "El ejercicio de estos tres imperativos podría llamarse ascesis escatológica".

El primer requisito lo imponen las fatigas y las desilusiones de la vida, que aumentan con la edad: el cristiano tiene que estar continuamente en guardia, para no caer en una peligrosa languidez de la fe, en el hastío por las cosas religiosas, en la resignación y en la desidia.

El segundo requisito se refiere a la exigencia de que el cristiano permanezca siempre abierto al futuro, siempre disponible a la llamada de Dios, sin obstinarse en las propias opiniones y en los propios proyectos, con el peligro de creer que son voluntad de Dios, desprendiéndose cotidianamente de sí mismo y del mundo, para abrirse hacia el Deus semper maior, cuya sublimidad jamás puede sondearse o calcularse enteramente.

El tercer requisito, finalmente, obliga a "estar dispuestos para el último día tener la mirada fija en la venida de Cristo, en el juicio y en la gloria; con una ascesis constante que compromete profundamente el pensar y el actuar del hombre".

4. LA PRÁCTICA DE LA ASCESIS EN LA HISTORIA DE LA IGLESIA

El Nuevo Testamento no recomienda ninguna práctica particular de ascesis y rechaza todo lo que pueda implicar desprecio o condena, de impronta dualista o gnóstica, respecto al cuerpo o a la materia. Pero, al mismo tiempo, exige que el cristiano se despoje necesariamente para seguir libremente a Jesús, para llevar la cruz tras él y para caminar con perseverancia hacía la Jerusalén celestial.

Época patrística

En los tres primeros siglos la ascesis se manifiesta en la presencia de numerosos grupos de cristianos, algunos de ellos itinerantes, que practican intensos ejercicios de penitencia y desempeñan tareas de acción misionera. Además, halla motivos de inspiración en la práctica de la virginidad, que goza de gran prestigio por su contraste con la corrupción de la sociedad pagana del tiempo. Y adquiere estabilidad al introducirse las vigilias y los ayunos, que ya se conocían en el Antiguo Testamento, que Jesús hizo suyos, y que los primeros cristianos continuaron realizando, como la costumbre de abstenerse de alimentos dos veces al menos a la semana, el miércoles y el viernes.

La exigencia de recorrer personalmente el camino de la cruz para entrar en el Reino, se hace realidad de forma eminente en la desgarradora experiencia del martirio de sangre. Bajo el acicate de la prueba que origina el muro de violencia que el poderoso imperio romano le opone, la joven Iglesia produce una espiritualidad de identificación mística con el Crucificado que la induce a acentuar su ruptura con el mundo.

b) Sin embargo, a medida que van cesando las persecuciones la espiritualidad del martirio da paso a una nueva forma de maximalismo cristiano representado por el monacato.

En el momento en que se ensancha el espacio de libertad de la Iglesia, y el mundo le ofrece honor y poder, en vez de muerte, la historia ve cómo los desiertos y las soledades se pueblan de cristianos que van en busca de aquella cruz que ya no pone el mundo sobre sus hombros y de la que sienten una necesidad ineludible para reproducir el misterio pascual. "Aquel pasar a través del sufrimiento, llevar la cruz, aquel experimentar la hostilidad del mundo que forma parte del seguimiento de Cristo, y que habían vivido los primeros siglos cristianos como una lucha, en la que se pierde y se gana al mismo tiempo, con el poder mundano del imperio, se vive ahora como una batalla interior contra Satanás y se da testimonio de ello escogiendo una vida que se contrapone a la vida mundana".

Los monjes del cuarto y quinto siglo se imponen penitencias profundamente penosas y extenuantes de índole corporal: ayunos prolongados, privación voluntaria del sueño, etc. Lo hacen porque están convencidos de que no hay medio más seguro para renunciar realmente a algo que el abstenerse de hecho, físicamente.

No buscan el sufrimiento en sí mismo, sino la liberación que se puede conseguir por medio de él. Tienen como meta ideal la apátheia, "el estado ideal en el que el hombre ha dejado de ser víctima pasiva de los propios instintos naturales, un hijo de este mundo", y orienta "toda su vida y su alma según el instinto nuevo de la 'ágape', para convertirse plenamente en un hijo del Reino". No se proponen herir, y menos todavía, exacerbar la sensibilidad, lastimándola, sino sencillamente domarla. Quieren la esuxía, no la quietud de un cuerpo apagado, sino la serenidad luminosa de un alma liberada.

Y ven la liberación en relación directa con la acogida de la Palabra de Dios: "la ascesis monástica de la Iglesia de los Padres no es más, en fin de cuentas, que un esfuerzo total del alma para escuchar a fondo la Palabra de Dios, para dejarse cautivar y penetrar sin reservas por su luz".

Al proponer una auténtica ascesis de huida del mundo, los monjes no muestran desprecio alguno hacia él, ni renuncian a su santificación. Piensan sencillamente que la única fuerza capaz de realizar la consagración del mundo es la Palabra de resurrección, y le abren paso ofreciéndose a su señorío.

Lo demuestra la importancia que ellos atribuyen al trabajo físico. "Aunque tengan voluntad deliberada de vivir para otro mundo, ellos bien saben que hasta la muerte vivirán necesariamente en este mundo, y pertenecerán, al menos materialmente, a este mundo. Y rechazan de modo absoluto vivir aquí como parásitos. Pocas máximas se repiten con más frecuencia en sus labios que el dicho: quien no quiere trabajar, tampoco debe comer. El monje que pretendiera vivir de limosnas a cambio de sus oraciones y de sus penitencias, sería objeto de sus sarcasmos más despiadados". Desde su punto de vista, "quien vive enteramente para Dios y para su Reino, no sólo no debe ser una carga para alguien en lo que se refiere a sus necesidades personales, sino que, dado que las ha reducido al mínimum, puede y tiene que ayudar a sus hermanos más que nadie".

Por lo cual, "si el monacato antiguo ha formulado indudablemente una 'vida angélica', no es porque no ha logrado realizar una vida simplemente humana, sino porque ha comprendido que la plenitud de una existencia humana es demasiado poco para satisfacer a los hijos de Dios".

c) El aprecio que el monacato aseguró a la ascesis se extendió de Oriente a Occidente. Pero aquí tomó otro cariz: por obra sobre todo de san Agustín, se prefirió insistir en la mortificación interior, aunque sin exclusivismos".

La vida cristiana es para todos combate: también el doctor de Hipona está convencido de ello; hasta el punto de que escribió un tratado que lleva por título De agone christiano. El fin de la ascesis reside para todos en la perfección que constituye la caridad. Pero en Oriente se acentúa el camino de la mortificación corporal, mientras que Occidente ve que la caridad es tanto el fin como el medio: se piensa que el medio más importante para aprender a amar es amar.

Época medieval

En los siglos siguientes se verifica la plena asimilación de las líneas maestras que el genio rectificador de san Agustín confirió a la ascesis occidental. Ya no se discute el primado que él otorgó a la práctica de la caridad. San Bernardo de Claraval, el asceta más radical del siglo XII, no cesa de repetir que la ascesis no se puede parangonar con el amor. Todos sostienen que lo único que cuenta es amar

Pero el Medievo occidental se muestra también muy sensible a las instancias de Oriente. Favorecido por las costumbres de los rudos feudales del tiempo, dotados de sangre caliente y prontos a intervenir, adopta sin medias tintas y aplica con rigor inflexible las ásperas austeridades de los padres del desierto.

Muchos santos de estos siglos sienten un deseo tan intenso de penitencia, que parece que nada puede satisfacerlo. En las Reglas de las órdenes religiosas la mortificación corporal adquiere un puesto de primer plano: no se concibe que los religiosos vivan sin practicar frecuentes ayunos y abstinencias. Se difunde entre el pueblo, a partir del siglo XI, la devoción a la pasión del Señor, que amplía el deseo de imitar muy de cerca sus dolores.

Durante el siglo XII, cuando comienza a disfrutarse en los monasterios de cierto bienestar, la reacción cristiana se traduce en el grito de Godofredo de Bouillon: ¡No agrada a Dios que yo lleve corona de oro donde mi Salvador ha llevado una corona de espinas! Dentro de este espíritu, san Francisco de Asís sigue al pie de la letra el nudus Christum sequi de san Jerónimo y contrae unas bodas místicas con la Dama Pobreza.

Pero no todos "fueron capaces de conservar, el equilibrio del amor. Algunos cayeron en el engaño de buscar una condición más confortable, aunque relativa. Otros, en el de un ebionismo que condenaba toda riqueza como mala, y toda posesión eclesiástica como una monstruosidad".

Al llegar el siglo XIII, toma fuerza, sobre todo por obra de santo Domingo, la ascesis del estudio, que va ocupando gradualmente en muchos conventos el puesto del trabajo manual, parte determinante de la ascesis antigua". Esta nueva ascesis, aunque distinta, "no resulta menos exigente y penosa. Lo hace ver santo Tomás de Aquino al poner en evidencia las mortificaciones que implica: las que se refieren al orgullo, que querría basarse en la ciencia; la vana curiosidad y la pereza, las lecturas profanas e inútiles; y el saber centrado sobre sí mismo"

.

Época moderna

En el campo de la práctica ascética, el siglo XVI marca un cambio de dirección que implica una acentuada suavización de la mortificación corporal, con ventaja para las renuncias de tipo interior. Lo prueban las reglas de las nuevas órdenes religiosas.

Es un cambio que está de acuerdo con el contexto cultural del tiempo. Las costumbres van siendo gradualmente más apacibles y más delicadas, el hombre se hace menos violento en sus actos y en sus palabras, los cuerpos se tornan menos resistentes. Al desarrollarse la civilización urbana y la vida intelectual, los ejercicios físicos adquieren un papel de segundo orden, y con ellos pierde terreno la penitencia física. Ayunos y abstinencias, instrumentos tradicionales de la ascesis, pasan a segunda línea, y entran en escena la obediencia y la mortificación interior.

Se puede considerar a san Ignacio de Loyola y a san Francisco de Sales como los maestros de la ascesis moderna. Él primero suprime en su orden las mortificaciones que hasta entonces estaban prescritas, y centra la práctica de la penitencia en el ejercicio de la obediencia absoluta, perinde ac cadaver. El segundo se muestra despiadado en el despojarse de la voluntad, y orienta la ascesis hacia el total servicio de la "devoción", o fervor de la caridad.

Antes de ellos, "el desarrollo de las doctrinas ascéticas, su profundización y, en cierta medida, su puesta en práctica eran patrimonio exclusivo de los conventos. La ascesis ignaciana, en cambio, y aún más la salesiana, se dirigen a la gente del mundo. Nace la ascesis secular, no monástica, de la que todavía vivimos".

La ascesis se abre al ámbito de las ciencias humanas. San Francisco de Sales y la escuela de san Sulpicio prestan atención a los estados interiores del cristiano, se valen abundantemente de la introspección y confieren a sus doctrinas un carácter marcadamente psicológico.

Meta, estímulo, justificación de toda práctica ascética sigue siendo siempre la defensa del amor y el progreso en él. "Esta fuerza tiene el amor si es perfecto -escribe santa Teresa de Jesús- que olvidamos nuestro contento por contentar a quien amamos". Por esto, "no consintamos, ¡oh hermanas!, que sea esclava de nadie nuestra voluntad, sino del que la compró con su sangre". Ningún precio ha de parecer demasiado alto: "venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabájese lo que se trabajare, murmure quien murmure, siquiera se muera en el camino o no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo".

En el siglo XVII se difunde la ascesis de la reparación, con el incremento que aportan a la devoción al Sagrado Corazón las revelaciones de santa Margarita María Alacoque. En su perspectiva la mortificación tiene como objeto consolar al corazón del Señor dejándole entrar más ampliamente en la propia vida, para que se difunda su amor.

5. PROBLEMAS ACTUALES

Y estamos ya en la edad contemporánea, que se distingue, en lo que se refiere a la práctica de la ascesis, por un marcado carácter problemático, derivado de la orientación secularista que pesa sobre ella.

Se puede decir esquemáticamente que hoy vivimos en un contexto de abierta oposición a los principios que inspiran la ascesis, y a sus exigencias; pero se vislumbra dramáticamente que es indispensable y urgente su restauración. Y luego que, aunque existe la inclinación a desestimar la ascesis en cuanto tal, se tiende a sobrevalorar algunas de sus formas.

Ascesis y cultura del consumismo

La oposición a la ascesis encuentra su alimento en la lógica del consumismo, principio en que se funda la sociedad del bienestar.

"Nuestra cultura actual no sólo no es ascética, sino que es conscientemente antiascética. No sólo se reconocen y satisfacen las necesidades económicas; nuestras relaciones sociales crean sistemáticamente otras nuevas, y las incrementan para ampliar el mercado, aumentar la producción y así crear nuevos puestos de trabajo: un verdadero círculo vicioso. La publicidad trata de prevenir, con gran derroche de medios, contra la eventual llegada de una nueva actitud ascética, porque eso perjudicaría nuestro sistema económico". La sociedad de consumo pone en marcha una seducción sistemática para inducir a consumir, y "con ello "favorece la heteronomía, que ya promueven otros muchos factores. Nos dejamos guiar por lo exterior, abdicando cada vez más de la conciencia personal". Y se llega inexorablemente a la antítesis de la ascesis, a la "corrupción ética, porque el individuo que se deja guiar por lo exterior, está inseguro en el fondo del propio corazón acerca de la actitud que ha de asumir, y depende de una manera totalmente particular del reconocimiento de los otros".

Pero, por otro lado, el consumismo y la fe generalizada en los beneficios del progreso técnico revelan un alto grado de peligrosidad. La economía en constante expansión crea daños crecientes en el ambiente, aumentan los desarreglos psíquicos causados por la tensión nerviosa y por el estilo neurótico que impera en las sociedades altamente tecnificadas, se amplía la opresión socio-económica de individuos, naciones y continentes, aumentan las oportunidades para una destrucción nuclear superior del enemigo. Se ha llegado a tal punto que "el decidirse a favor de la ascesis se ha convertido, para amplios sectores de la población, en una cuestión de supervivencia de la humanidad".

Desde el lado científico crece la convicción de que igualar lo técnicamente posible con lo que se puede hacer (possum, ergo licet) es sumamente destructivo, y, por tanto, el uso maduro de la técnica exige la capacidad de renunciar a muchas cosas que son técnicamente realizables (= ascesis de la técnica). Desde el lado económico, la historia enseña que las .civilizaciones superiores dejaron de existir cuando llegaron a faltar en ellas grupos-guía que pusieron en práctica reflejamente la renuncia a lo superfluo (ascesis de los consumos).

Así, la cultura occidental postmoderna mezcla el rechazo de la ascesis con la proclamación a regañadientes de que es indispensable.

Depreciación y sobreestimación

La ascesis, en verdad, desde hace mucho tiempo ha sido objeto de ciertos juicios contradictorios. Lo enseña la historia.

a) Fueron depreciaciones típicas de la ascesis los movimientos del quietismo y del semiquietismo de los "hermanos del libre espíritu" del siglo XIII, de los alumbrados del siglo XVI, de M. de Molinos en siglo XVII, con el desarrollo de la línea de Madame Guyon que influyó en Fénelon.

Según esta doctrina, el hombre se hace tanto más dócil a las mociones del Espíritu cuanto menor es su compromiso personal. Baste citar dos proposiciones de Molinos: 1. "querer obrar activamente es ofender a Dios que quiere ser el único agente, y por esto hay que abandonarse a él y quedarse después como un cuerpo muerto"; 2. "no haciendo nada, el alma se anonada y vuelve a su principio y origen, que es la esencia de Dios, donde queda transformada y divinizada".

b) En el campo contrario, relativo a la sobreestimación de la ascesis, están el pelagianismo del siglo IV y el voluntarismo de los tiempos modernos. El primero hace depender últimamente la salvación del hombre, deja sola fuerza de la voluntad en llevar a cabo las directrices divinas. El segundo tiende a defender que existe un nexo obligado entre el uso de determinados métodos ascéticos y el progreso en la vida espiritual.

c) En la situación actual, son manifestaciones de la depreciación de la ascesis la escasa consideración en que se tiene el valor de la disciplina y del esfuerzo, el prescindir de la práctica de la mortificación, especialmente corporal, y el desconfiar de las virtudes que se denominan pasivas, que conciernen a la negación de sí, como la humildad, el espíritu de renuncia y el amor al sacrificio.

Prevalece en gran escala la preocupación por "reivindicar los derechos de la personalidad, la propia promoción individual y social, el enriquecimiento de las formas imaginativo-racionales de la persona, la propia excelencia biopsíquica, la posibilidad de ilimitadas satisfacciones afectivas. Se va afianzando como postulado científico la necesidad de arrancar del yo toda ansiedad, tanto de naturaleza psíquica como moral, y el deber de actualizar toda potencialidad interior. La personalidad adquiere su valor en la medida en que se ensancha su campo fenoménico o el ámbito de lo vivido objetivamente"

d) Constituye, en cambio, una sobreestimación de alguna forma de ascesis el prestigio exagerado que se ha concedido a las técnicas de dominio del cuerpo y del espíritu, importadas de Oriente (por ejemplo, el yoga, o el zen), o elaboradas en Occidente (por ejemplo, el adiestramiento autógeno).

Entran en juego en este exceso, por un lado, el confundir quietud psicológica y progreso espiritual: como si fuéramos tanto más maduros en la fe cuanto más nos "sintamos" serenos; y, por otra parte, la idea de que el crecimiento espiritual es directamente proporcional al rigor de ciertas formas de ascesis, antes que al aumento del amor de Dios (cf. cuanto dijimos sobre la ascesis mágica).

En realidad, aunque el alma más adelantada ascéticamente goce de una mayor capacidad de recibir al Espíritu, su superioridad concierne exclusivamente a la disposición a la acción de Dios, de ningún modo a la santificación del sujeto, que realiza únicamente el poder de Dios en los corazones humildes y sencillos. Tanto es así, que "cuando se trata, por ejemplo, del plano muy exterior de la penitencia corporal o de la disciplina de la imaginación, estas disposiciones pueeen ser obstaculizadas por malas disposiciones en el plano de la humildad, de la pobreza espiritual o de la confianza".

Y después, no hay método alguno que pueda dejar a un lado y reemplazar el camino de la cruz; por lo que "donde se ofrece una mística con técnicas que se pueden aprender sin las amarguras y las humillaciones de la cruz, podemos estar seguros de que son insignificantes y no puras, desde el punto de vista cristiano".

Legitimidad de la ascesis

Dentro del espíritu de la cultura del bienestar, prevalecen las razones a favor del rechazo sobre los motivos para aceptar la ascesis. "Parece que actualmente es la vía de la ascesis la que siente la necesidad de demostrar la propia legitimidad".

En esta situación es importante no confundir la ascesis con los excesos que eventualmente la acompañan. Y es preciso cultivar una clara conciencia de que es imprescindible.

Puede suceder que se nos impongan unas mortificaciones, especialmente corporales, para aplacar un sentimiento de culpa, o que se acepte practicar tales mortificaciones como efecto de un rechazo, más o menos consciente, del propio cuerpo y de la sexualidad. Estos casos inducen a algunos que se dedican a las ciencias humanas, a pensar que la ascesis represente, más que algo que pide justamente el espíritu, el síntoma de un conflicto psíquico, por lo cual la miran con desconfianza.

Es verdad que se dan semejantes desviaciones y que es menester comprometerse a rectificarlas. Pero se trata cabalmente de desviaciones que exigen auto-controlar el ejercicio ascético, pero de ningún modo que se suprima.

Como hicieron los grandes maestros de espíritu del pasado, es necesario abstenerse de las intemperancias y no confundir prestar atención con suprimir. San Ignacio de Loyola inculca por una parte la mortificación y, por otra, se muestra reacio a lo que se refiere a limitar el sueño, y pone en guardia ante las exageraciones de la penitencia corporal. San Francisco de Sales alaba la ascesis, pero recomienda no someterse a austeridades corporales sin el consejo del director espiritual.

Una vez aceptadas las llamadas al equilibrio, la importancia de la ascesis resulta indiscutible.

Se sigue claramente de cuanto dijimos al principio: la condición viadora del hombre, la exigencia de liberarse del pecado y asemejarse al único y verdadero Señor, que lleva en la gloria las señales de los clavos, excluyen que se separe la dimensión mística de la dimensión ascética de la vida espiritual.

Lo confirma el comprobar el papel que corresponde a la ascesis moral. Como explica un autor moderno: "Cuando alguien pregunta qué tiene que hacer para santificarse, hay que decirle: comienza con formar tu voluntad. ¿Y cómo se forma la voluntad, si no es con la mortificación? Los grandes ímpetus de entusiasmo, los atractivos sentimentales sirven para poco. Producen a veces una sacudida saludable para emprender el camino; pero, en cuanto se avanza, ya no sirven". De modo que "sólo pueden ser verdaderos servidores de Dios quienes tienen una firme voluntad. La virtud se fundamenta en el dominio de sí, y las delicias de la unión divina cuestan penas y austeridades que no se pueden soportar si se carece de una voluntad vigorosa, que es, por tanto, esencial para la vida espiritual". Todo depende de la oración. Pero, ¿cómo puede ser fiel quien no robustece, por medio de la ascesis, la propia voluntad? La experiencia enseña "que sentimos habitualmente satisfacción cuando actuamos en el mundo y sobre los demás", mientras que, "por el contrario, la vida de oración supone una receptividad fundamental en lo que se refiere a la acción de Dios. La acción, incluso la apostólica, es afirmación de sí; en cambio, la oración es renuncia de sí ante Dios, frente a quien experimentamos una dependencia radical. Por lo cual se requiere mucho valor para preferir la vida oscura de la fe al relampagueo del éxito exterior".

Lo demuestra finalmente la experiencia de los santos.

"¡Oh, si supiesen los hombres de cuánto bien de luz divina los priva esta ceguera que les causan sus aficiones y apetitos", exclama san Juan de la Cruz, "y en cuántos males y daños les hacen ir cayendo cada día en tanto que no los mortifican! Porque ¿quién dijera que un varón tan acabado en sabiduría y en dones de Dios como era Salomón, había de venir a tanta ceguera y torpeza de voluntad, que hiciera altares a tantos ídolos y los adorase él mismo, siendo ya viejo? (3 Re 11,4-8). Y sólo para esto bastó la afición que tenía a las mujeres y no tener cuidado de negar los apetitos y deleites de su corazón. Porque él mismo dice de sí en el Eclesiastés (2,10) que no negó a su corazón lo que le pidió. Y pudo tanto este arrojarse a sus apetitos, que, aunque es verdad que, al principio, tenía recato, pero, porque no los negó, poco a poco le fueron cegando y oscureciendo el entendimiento, de manera que a la vejez dejó a Dios". Y en otro lugar añade: "el que rehusare salir en la noche ya dicha a buscar al Amado y ser desnudado de su voluntad y mortificado, sino que en su lecho y acomodamiento le busca, como hacía la Esposa, no llegará a hallarle".

"Está el todo o gran parte", amonesta santa Teresa de Jesús, "en perder cuidado de nosotros mismos y nuestro regalo; que quien de verdad comienza a servir al Señor, lo menos que le puede ofrecer es la vida". Hablando de san Pedro de Alcántara, que solía someterse a grandes mortificaciones, cuenta: "Acuérdome que me dijo la primera vez que le vi, entre otras cosas, que: dichosa penitencia había hecho que tanto premio había alcanzado".

En este contexto hay que entender la afirmación, justamente famosa, del autor de la Imitación de Cristo: "Vela sobre ti, desperézate, amonéstate a ti mismo; y sea lo que fuere de los otros, tú no te pierdas de vista jamás. Tanto más progresarás en la perfección cuanto mayor violencia te hicieres (= tantum proficies, quantum tibi ipsi vim intuleris ".

6. LA LUCHA DEL CRISTIANO

El ejercicio ascético de la vida espiritual quiere garantizar la adhesión de fe a la cruz de Cristo llevada hasta la consumación final, en el contexto concreto de la existencia viadora, marcada por la presencia de la fuerza destructora del mal. La ascesis cristiana es combate (en griego: ágonía) contra cuatro poderes del mal: el pecado, la carne, el mundo y el diablo.

Lucha contra el pecado

La oposición al pecado lleva consigo, ante todo, la liberación de las culpas mortales, lograda a través de la contrición y la práctica de los sacramentos, especialmente del de la Reconciliación.

Y se extiende hasta la superación tanto de las culpas veniales como de los residuos del pecado, o sea, de la flaqueza espiritual y de las inclinaciones al mal que deja.

Para hacer incisivo este cometido, san Francisco de Sales sugiere se cultive "la viva y frecuente aprehensión del grave mal que el pecado nos ha causado", que se puede alcanzar mediante la meditación perseverante sobre los temas de la creación, de los beneficios de Dios, del sentido de la vida o de los que reciben el nombre de novísimos. También porque "cuanto mayor es la luz interior del santo espíritu con que alumbra nuestras conciencias, tanto más clara y distintamente vemos los pecados, inclinaciones e imperfecciones".

En cuanto a los pecados veniales, enseña que "realmente no podemos estar del todo limpios de pecados veniales, o a lo menos para perseverar largo tiempo en esta pureza; mas podemos bien no tenerles afición'' Y esto es sin duda, importante. En efecto, si tales pecados "no se detienen mucho tiempo en ella, no la dañan mucho; mas si estos pecados hacen asiento en el alma por la afición que ella les tiene, harán perder sin duda la santa devoción". Para comprender el porqué de ello, basta pensar en que "si el pecado venial le displace, la voluntad y afición al pecado venial no es otra cosa sino una resolución de querer desagradar a su Divina Majestad". Pero "¿será posible que un alma noble quiera no solamente desagradar a Dios, mas deleitarse en desagradarle?'".

Lucha contra la concupiscencia

Precisemos enseguida que no hay que reducir e identificar la concupiscencia únicamente con el instinto sexual, que representa sólo uno de los ámbitos de sus manifestaciones. Entendemos por concupiscencia, en cambio aquel corazón perverso o aquella dureza de corazón, producida por la connivencia con el pecado, de la que habla la Escritura: corazón "duro, porque el centro de decisión de nuestra actividad permanece impermeable a la penetración de la caridad de Cristo; perverso, porque todo pecado encuentra en él su origen remoto".

a) La concupiscencia extiende sus tentáculos a todos los ámbitos de la existencia, en el marco de la triple esfera de la concupiscencia de la carne, de la concupiscencia de los ojos y de la soberbia de la vida (cf. 1 Jn 2,16). La primera esfera comprende el impulso desordenado de los instintos y de las malas costumbres, ligados a lo corpóreo, especialmente ordenados a la alimentación (instinto de conservación) y a la actividad sexual (instinto de reproducción). La segunda esfera se caracteriza por el anhelo de adueñarse de todo lo que se presenta como apetecible. La tercera esfera es como raíz fundamental y esencia última del pecado, e implica la búsqueda absoluta de sí que aleja de Dios: o sea, usando la expresión de san Agustín, el amor sui ipsius usque ad contemptum Dei, propio del homo incurvatus, agazapado sobre sí.

b) En el lenguaje de la tradición de los Padres se llama egxráteia, o sea, continencia, a la oposición a las grandes concupiscencias: "una continencia que, por consiguiente, no regula solamente el apetito sexual, sino los demás halagos de los sentidos. Es aquí donde interviene la mortificación sensible, con la que negamos a nuestra sensualidad las satisfacciones que ella solicita. El ayuno, la abstención ascética, rechazando el placer, frenan y embridan el deseo".

La meta de tal lucha "es la que Evagrio, siguiendo a Clemente de Alejandría, pero con un pensamiento y formulación más precisos, llama apátheia, que no hay que entender como insensibilidad, y mucho menos como impecabilidad, sino como logro, por medio de la fe en Cristo y la esperanza en él, del "dominio de aquellos impulsos, que parece que son inevitables, de la carne y del mundo que dominan nuestro ser de pecadores. Es de esta manera como la apátheia, lejos de hacernos insensibles, en el significado común de la palabra, nos introduce sin reservas ni obstáculos, en la caridad, en la ágape".

c) Brotan de la concupiscencia, regazo maligno de todo pecado, los siete vicios capitales. "Puesto que la persona humana en su concreta totalidad es pluridimensional, la concupiscencia, que habita en el corazón y no fuera de él, se manifiesta según tendencias constantes radicadas en las distintas dimensiones de la persona, en tensión hacia aquellos bienes que la realizan, no bajo el dominio de la caridad, sino de la concupiscencia. Estas tendencias son los vicios. La tradición moral cristiana ha individuado siete de ellos, a los que llama capitales: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia, pereza".

Ha jugado un papel decisivo en esta clasificación el comentario de Evagrio Póntico al relato yavista del primer pecado (Gn 3). Pero la sistematización actual es obra de los autores espirituales de la Edad Media, que han unido los vicios capitales a las tres concupiscencias de san Juan.

Confluyen en la soberbia de la vida, ante todo, el orgullo en sentido propio, o sea, la tendencia a colocarse en el centro de toda realidad; y luego la envidia que produce, y la ira que engendra la frustración del orgullo.

Se relacionan con la concupiscencia de la vida la gula y la lujuria, que atañen a las dos esferas carnales de la integridad física y de la sexualidad; y, luego además, la pereza engolfarse en el goce material, que se convierte en insensibilidad ante las exigencias de la existencia cristiana.

Se remonta, finalmente, a la concupiscencia de Los ojos la avaricia, codicia de poseer que aprisiona al ser en el tener.

El esquema trata de captar la realidad concreta del pecado en sus modalidades más significativas. El análisis sugiere los remedios que hay que contraponer al mal: hay que luchar con las armas de la oración y del ayuno (o sea, con la práctica ascética precisamente) para implantar y desarrollar las virtudes de la obediencia (contra la soberbia de la vida), de la castidad (contra la concupiscencia de la carne) y de la pobreza (contra la concupiscencia de los ojos).

Lucha contra el mundo

Cuando se habla de oposición al mundo, se toma el término mundo en aquella acepción negativa que es sinónimo de mentalidad y ambiente opuestos a Dios, asentados en la autosuficiencia que reniega de la dependencia de la criatura, inclinados a amarse a sí mismos hasta llegar a despreciar a Dios.

El mundo, en cuanto hostil a Dios, absolutiza los bienes relativos. El creyente lucha eficazmente contra él si y/cuando vuelve a subordinar los valores relativos al único valor absoluto, el Dios viviente, Padre de Jesús en el Espíritu. Entre tantos bienes, piénsese en el placer. Es "criatura de Dios, alegría de vivir, fuerza en el cansancio, gusto en la mesa, exaltación en el amor, bálsamo en la amistad y descanso en la fatiga"; y por tanto, "un bien, y ¡qué bien! Pero si se le busca mal, si se le busca en sí mismo, desligado del fin para el que se le dio al hombre, se convierte en un verdadero peligro, especialmente en tiempos de consumismo como el nuestro, en que es posible obtenerlo con dinero, aunque corrupto y mal adquirido, como una mala droga".

El mundo, adversario de Dios, trata de imponerse al hombre, creando una red densa de unanimidad sobre tendencias y orientaciones ajenas y antitéticas para la mentalidad creyente. Por esto, "entre los deberes más urgentes del cristiano está la recuperación de la capacidad de oponerse a muchas tendencias de la cultura ambiental, renunciando a una demasiado eufórica solidaridad postconciliar".

Hoy las tendencias en cuestión están representadas por la mentalidad cientifista, que valora lo real según una única dimensión, la cuantitativo-mensurable y físico-experimental; por el humanismo libertario de impronta radical, para el que la subjetividad y la libertad del hombre reclaman que él sólo se reconozca a sí mismo como fuente del propio existir; por el proyecto nihilístico-dionisíaco de F. Nietzsche y del nihilismo postmoderno, que suplanta la visión cristiana de la vida por una concepción basada en el instinto y vitalista; por el psicoanálisis freudiano, para el que cualquier proyecto religioso, también el cristiano, que se refiera al hombre, constituye en último término una superstición instigada por el oscurantismo de una época precientífica; por la concepción marxista, que reduce el dinamismo de la vida a un puro reflejo ideológico de relaciones económico-sociales alienadas y alienantes; por el estructuralismo, para el que el hombre se disuelve en un sistema determinista de conjuntos lingüísticos, sociales y psíquicos; y la propuesta del pensamiento débil, que defiende un sujeto humano que se reconoce desencajado, y acepta el hecho consumado de la crisis de la razón (postmodernismo), interpretando la realidad como máscara de máscaras.

Lucha contra el diablo

La última y más poderosa fuerza de mal que obra en el mundo es la del Maligno. El creyente lo tiene en cuenta con horror, pero no con temor, porque sabe que es impotente, que ha sido derrotado y domado por Jesús, dador del Espíritu. Es la convicción que impulsó a santa Teresa de Jesús a exclamar: "No entiendo estos miedos: ¡demonio!, ¡demonio!, adonde podemos decir: ¡Dios!, ¡Dios!, y hacerle temblar. Sí, que ya sabemos que no se puede menear si el Señor no lo permite. ¿Qué es esto?". Y también: "Tengo por una de las más grandes mercedes que me ha hecho el Señor este ánimo que me dio contra los demonios. Porque andar un alma encorvada y temerosa de nada, sino de ofender a Dios, es grandísimo inconveniente. Que, contento Su Majestad, no hay quien sea contra nosotros que no lleve las manos en la cabeza".

Pero, al mismo tiempo, el creyente acoge con toda seriedad las advertencias del evangelio y está alerta, o sea, se apoya en todo en el Señor. No olvida, en efecto, que esta realidad agonizante es todavía capaz de morder y dar muerte al insensato que se acerca a ella confiando en sí y no en Dios. "Espantados nos traen", advierte santa Teresa, "estos demonios porque nos queremos espantar con otros asimientos de honras y haciendas y deleites. Que entonces, juntos ellos con nosotros mismos, que somos contrarios, amando y queriendo lo que hemos de aborrecer, mucho daño harán; porque con nuestras mismas armas les hacemos que peleen contra nosotros, poniendo en sus manos con las que nos hemos de defender. Ésta es la gran lástima. Mas si todo lo aborrecemos por Dios y nos abrazamos a la cruz y tratamos servirle de verdad, huye él de estas verdades como de pestilencia. Es amigo de mentiras y la misma mentira. No hará pacto con quien anda en verdad".

Por esto, "nunca se insistirá suficientemente en la importancia que tiene exigir ser veraces consigo mismos, sin compromisos. El diablo es el padre del pecado porque es el padre de la mentira. No se puede huir de él, si desde el principio no se está decidido a huir de la mentira, y sobre todo, de la mentira fundamental que es la mentira consigo mismo, aquella por la que se evita mirarse a sí mismo tal como se es, para no sentirse obligado a reformarse".

7. PRIMER MOMENTO DE LA ASCESIS CRISTIANA: LA MORTIFICACIÓN

La vida espiritual sigue en el plano de la ascesis la misma dinámica que la caracteriza en el plano de la mística: empieza por una fase prevalentemente activa para adentrarse cada vez más en una fase de tonalidad pasiva, Pertenecen al .primer momento la mortificación y la purificación activa; definen el segundo momento la paciencia y purificación pasiva. El resultado final de este paso (= pascua) consiste en la maduración de la humildad.

Modalidades

Mortificación es una palabra que deriva del latín mortem facere, dar muerte, que es como decir que se trata de un instrumento indispensable para consentir que la existencia viadora produzca la idoneidad para la vida definitiva a que se puede llegar con la muerte.

Siendo una práctica que compromete la totalidad del sujeto humano, la mortificación se distingue en:

▪ corporal o espiritual, según se realice con el cuerpo o afecte a las facultades del espíritu;

▪ positiva o negativa, según se refiera al sostén de la vida virtuosa o al desprendimiento de los bienes relativos;

▪ restrictiva o aflictiva, según se limite a restricciones o implique la libre elección de una pena añadida;

▪ externa o interna, según se pueda o no se pueda percibir desde fuera.

Mortificación corporal

a) Cuando se practica de forma ordinaria, la mortificación corporal implica moderar las, posturas del cuerpo (postura erguida, sentarse sin recostarse, no montar una pierna sobre la otra, etc.), huir de la vida muelle, tomar sólo el alimento y el sueño que se requieren para la buena salud, controlar los sentidos, y cosas semejantes.

Ponerla en práctica de forma extraordinaria consiste en imponerse penas corporales supererogatorias, como llevar cilicio o darse disciplinas. Esta segunda modalidad es legítima si responde a una auténtica moción del Espíritu (por tanto, hay que someterla a discernimiento) para asemejarse más intensamente al Crucificado o hacer penitencia por los propios pecados o por los ajenos es patológica cuando busca satisfacciones de tipo fisiopsicológico o responde a las expectativas de la ascesis mágica, o trata simplemente de superar un complejo de culpa.

b) El ayuno es una forma eminente de mortificación corporal y está intrínsecamente unida a la limosna, por un lado, y a la virginidad, por otro.

La relación con la limosna le viene del hecho de que toda forma de verdadera penitencia nace del amor e impulsa a hacer que el amor crezca. "Dado que la purificación", explica Bouyer, "tiene la finalidad de dejar sitio en el corazón al amor de Dios, el ayuno va normalmente acompañado de la limosna o, de forma más genérica, de la entrega de sí a la voluntad de Dios que tomará la forma de un servicio a los demás".

La relación con la virginidad es consecuencia, en cambio, del sentido escatológico de la vida creyente. Lo explica el cardenal Ratzinger, que precisa en primer lugar el valor del ayuno: "Ayunar significa aceptar un aspecto esencial de la vida cristiana. Es necesario descubrir de nuevo el aspecto corporal de la fe: el abstenerse de la comida es uno de estos aspectos". Después lo une a la virginidad, recordando que "sexualidad y alimentación son los elementos centrales de la dimensión física del hombre", y llama la atención sobre el hecho de que "ho, a una menor comprensión de la virginidad, corresponde una menor comprensión del ayuno''. Y, finalmente, se remonta a su fundamento común, haciendo notar que "una y otra forma de comprensión proceden de una misma raíz: el actual oscurecimiento de la tensión escatológica, es decir, de la tensión de la fe cristiana hacia la vida eterna. Ser vírgenes y saber practicar periódicamente el ayuno es atestiguar que la vida eterna nos espera; más aún, que ya está entre nosotros, que 'pasa la figura de este mundo' (1 Cor 7,31). Sin vírgenes y sin ayuno, la Iglesia ya no es Iglesia; se hace intrascendente sumergiéndose en la 'historia".

c) La mortificación corporal es de gran provecho para superar las pasiones y vigorizar la voluntad. Por esto, es particularmente útil para "aquellos cristianos, descuidados por naturaleza, que poseen, eso sí, una fe iluminada, una buena voluntad real, un deseo sincero de dedicarse a la piedad, pero su poco fervor y la blandura de su naturaleza les hace ir con retraso por los caminos del bien. La mortificación corporal es para ellos el medio mejor para conquistar la generosidad". San Francisco de Sales reconoce que tiene el poder de "levantar el espíritu, reprimir la carne, practicar la virtud y adquirir mayor recompensa en el cielo".

d) Pero mortificar el cuerpo no significa despreciarlo o profesar una antropología dualista. Quiere decir sencillamente reconocer que el cuerpo es materia a la que el espíritu convierte en cuerpo, por lo cual sus estímulos tienen que someterse a las opciones de la libertad que toma el espíritu. Una cosa es el dualismo (= contraposición o separación de los elementos distintos) y otra la dualidad (= distinción en la complementariedad). La relación espíritu-materia en la unidad del hombre es de dualidad, no de dualismo; pero se trata de verdadera dualidad, porque el espíritu no es materia y la materia no es espíritu. Así que, mientras la concupiscencia empuja a que la dualidad degenere en dualismo, deshaciendo al hombre, la mortificación corporal coopera eficazmente a cultivar la verdad del hombre que es unidad de elementos distintos.

Por un lado, la unidad exige firmeza, porque la concupiscencia es un dato amargamente real. Lo recuerda, no sin una pizca de fino humorismo, santa Teresa de Jesús, quien escribe: "Este cuerpo tiene una falta, que mientras más le regalan, más necesidades descubre. Es cosa extraña lo que quiere ser regalado, y como tiene aquí algún buen color, por poca que sea la necesidad, engaña a la pobre alma para que no medre". Basta fijarse en "cuantas veces nos ha burlado el cuerpo, ¿no estaría bien que nos burlásemos alguna de él?; y creed que esta determinación importa más de lo que podemos entender; porque de muchas veces que poco a poco lo vamos haciendo, con el favor del Señor, quedaremos señores de él".

Por otro, la distinción reclama respeto y consiguiente equilibrio. "Los ciervos corren mal en dos tiempos", observa san Francisco de Sales, "cuando están muy cargados de gordura y cuando muy flacos. Así nosotros estamos muy expuestos a las tentaciones cuando nuestro cuerpo está muy repleto o muy flaco" Por tanto, "una continua y moderada templanza es mejor que las abstinencias violentas, hechas a diversos tiempos y entreveradas de grandes excesos", quedando a salvo el principio de que "la disciplina tiene una maravillosa virtud para despertar la devoción, usándola con moderación".

e) La mortificación corporal se lleva a efecto controlando todos los sentidos, incluidos los de la vista y el oído. En el clima sociocultural de hoy, dominado por la depravación de las informaciones, la práctica de la ascesis corporal que se presenta como más urgente es la que concierne al control de los medios de comunicación (TV, cine, radio, periódicos). Es preciso tomar nota de que son incompatibles la vídeodependencia y las formas afines de sujeción a los medios de comunicación, con la capacidad de pensar, de recogerse, de abrirse al sentido arcano de la realidad y, por tanto, de vivir la fe: para tratarlo como una amenaza de la que hay que defenderse con el vigor con que se contrarresta una enfermedad mortal.

Mortificación espiritual

Entran en al ámbito de la mortificación, más allá del cuerpo y de los sentidos, las facultades del espíritu: memoria e imaginación, inteligencia y voluntad.

— La ascesis de la memoria y de la imaginación pide que se instaure una higiene rigurosa de la mente, alejando recuerdos e imágenes, que de alguna manera empujan al mal, en sus múltiples formas: lujuria, rencor, celos, envidia, orgullo, odio, etc.

Quien abre la puerta a cualquier tipo de recuerdos, deja libre el camino a la inquietud, que según estima san Francisco de Sales, constituye "el mayor mal que puede venir al alma, excepto el pecado; porque, como las sediciones y alborotos interiores de una república la arruinan totalmente, y la estorban que no pueda resistir al extraño, así nuestro corazón, estando alborotado e inquieto en sí mismo, pierde las fuerzas de mantener las virtudes que había adquirido, y asimismo el medio de resistir a las tentaciones del enemigo: el cual entonces procura con todas sus fuerzas pescar, como dicen, en agua turbia".

Quien se dedica a fantasear, se pierde en lo irreal, alimenta grandemente el orgullo y se hace incapaz de aceptar la realidad objetiva y crucificadora de la existencia cotidiana concreta.

— La ascesis de la inteligencia consiste en resistir y superar las tendencias a que incitan la pereza, la vana curiosidad, la precipitación, la dispersión, el atribuir un valor absoluto a la razón. Pide nos opongamos con vigor a los pensamientos que suscitan la ira, el pesimismo o el desánimo, cosas que hay que considerar como otras tantas formas de rebelarse contra Dios, instigadas por el Maligno. Insta a que se cultiven pensamientos idóneos para hacer surgir serenidad, alegría, cordialidad, tranquilidad rectamente interpretadas como formas de adherirse a Dios, alimentadas por el Espíritu Santo.

— La ascesis de la voluntad, por fin, se ejercita controlando las afecciones desordenadas y comprometiéndose a rectificar constante y perseverantemente la intención, contra la soberbia de la vida que trata de insinuarse incesantemente.

Purificación activa

San Juan de la Cruz fue indudablemente un gran maestro del áspero camino de la ascesis vivida, sobre todo, como purificación. Lo prueba su doctrina sobre las noches.

El santo llama noche a la ascesis porque en ella "el alma camina como de noche, a oscuras". Y distingue en ella dos frentes: el que concierne a la esfera sensitiva, abierta al mundo de lo sensible, que denomina noche de los sentidos, y el que se refiere a la esfera racional, abierta al mundo espiritual, que denomina noche del espíritu.

En consonancia con el doble ritmo, activo y pasivo, de la vida espiritual en el nivel místico y en el nivel ascético, distingue en ellos ulteriormente la noche activa y pasiva del sentido y la noche activa y pasiva del espíritu.

Dedica dos obras san Juan de la Cruz a la doctrina de las noches: la Subida del Monte Carmelo y la Noche oscura. El primer libro de la Subida, obra que no llegó a terminar, trata de la noche activa de los sentidos; el segundo, de la noche activa del espíritu en relación con el entendimiento; y el tercero, de la noche activa del espíritu en relación con la memoria y la voluntad: se habla, por consiguiente, de la purificación activa de los sentidos, del entendimiento, de la memoria y de la voluntad. En la Noche, en cambio, pasa a las purificaciones pasivas: el primer libro considera la noche pasiva de los sentidos, mientras que el segundo describe la noche pasiva del espíritu.

Como las noches activas pertenecen a la vertiente de la mortificación, hablamos de ellas en esta parte.

a) La noche activa de los sentidos consiste en la mortificación de las pasiones y de las tendencias del oído, de la vista, del olfato, del gusto y del tacto. Su finalidad es liberar de las imperfecciones habituales ligadas a la esfera de lo sensible, como "son costumbre de hablar mucho, un asimiento a alguna cosa que nunca se acaba de querer vencer, así como a persona, a vestido, a libro, celda, tal manera de comida y otras conversacioncillas y gustillos en querer gustar de las cosas, saber y oír, y otras semejantes ".

Esta primera fase de purificación reviste una gran importancia porque "en tanto que tuviere asimiento a alguna cosa, excusado es que pueda ir el alma adelante en perfección, aunque la imperfección sea mínima. Porque eso me da que una ave esté asida a un hilo delgado que a uno grueso, porque, aunque sea delgado, tan asida se estará a él como al grueso, en tanto que no lo quebrare para volar".

b) La noche activa del espíritu concierne, como ya sabemos, a las potencias espirituales: entendimiento, memoria y voluntad.

— El entendimiento está sometido a este tipo de purificación activa cuando el alma comienza a "arrimarse a la fe oscura, tomándola por guía y luz, y no arrimándose a cosa de las que entiende, gusta e imagina. Porque todo aquello es tiniebla, que hará errar; y la fe es sobre todo aquel entender y gustar y sentir e imaginar".

— La ascesis de la memoria habitúa al sujeto a olvidarse de todo lo que no coincide con Dios, a hacer que se retire de la escena de la intención y del aprecio, para ponerlo entre bastidores, como algo que es verdaderamente importante, pero de ningún modo irrenunciable.

— La purificación de la voluntad hace que el alma "no se goce sino de lo que es puramente honra y gloria de Dios, ni tenga esperanza en otra cosa, ni se duela sino de lo que a esto tocare, ni tema sino sólo a Dios". De tal modo completa la obra porque "no hubiéramos hecho nada en purgar al entendimiento para fundarle en la virtud de la fe, y a la memoria en la esperanza, si no purgáramos también la voluntad acerca de la tercera virtud que es la caridad, por la cual las obras buenas hechas en fe son vivas y tienen gran valor, y sin ella no valen nada".

8. SEGUNDO MOMENTO DE LA ASCESIS CRISTIANA: LA PACIENCIA

Ilustrando la doctrina de San Juan de la Cruz, Bouyer explica el paso de las noches activas a las pasivas, poniendo de relieve que "el alma no puede prepararse a la perfección de la unión con Dios sólo con sus esfuerzos conscientes, aunque estén basados en la gracia. Se necesita una intervención de Dios totalmente superior a nuestras fuerzas, tal que constituye una purificación 'pasiva'. Esto no quiere decir que quedemos inactivos: al contrario, aquí, como en la contemplación, el alma es en su intimidad más activa que nunca. Pero su actividad, en vez de presentarse como autónoma, se sumerge tan bien en la actividad de la gracia que parece que ya no se distingue de ella".

El itinerario de la ascesis cristiana avanza, conjugando los dos elementos-clave de toda auténtica vida de fe: la iniciativa omnipotente de Dios y la respuesta laboriosa del hombre. Siendo indispensable no sólo el primer elemento, sino también el segundo, una fase está subordinada a la otra, por lo cual el momento en que prevalece lo activo prepara y dispone para la llegada del momento en que predomina lo pasivo.

San Juan de la Cruz enseña que, de ordinario, la noche de los sentidos inaugura la vía iluminativa, y la noche del espíritu abre paso a la vía unitiva. Aunque se comprueba que estas terminologías y estas clasificaciones asumen significados distintos en autores distintos, es cierto que todos admiten la presencia de un vínculo de gradualidad dispositiva entre las dos formas de purificación.

Por tanto, se puede concluir que el domino de la práctica de la mortificación -que corresponde a las noches activas- prepara el terreno al dominio de una situación soteriológica más alta -que corresponde a las noches pasivas- donde la iniciativa de Dios es más amplia y profunda: de la situación que, precisamente porque predomina lo pasivo, se llama paciencia, del latín pati (= padecer), y que en griego se llama hipomoné, término sugestivo en extremo, porque significa estar debajo, o sea, estar sometido a la acción omnipotente de Dios, con plena confianza y completa disponibilidad a sus propósitos de rectificar, purificar y unificar.

Mortificación y paciencia

La tarea más inmediata de la mortificación consiste en preparar para la paciencia: el adquirir el domino de sí está en función de una acción divina más radical de saneamiento y desarrollo.

En esta perspectiva, se podría decir que la mortificación es a la paciencia, como el entrenamiento del púgil es al combate que él se dispone a sostener. Donde falta la mortificación, tiene poca entrada la paciencia, y la obra de Dios no produce los efectos queridos. "Quien no quiere privarse de nada y nunca se impone ningún sacrificio", dice Saudreau, "nunca sabrá soportar nada. He aquí por qué hay que estimular desde el principio al alma a mortificarse. Según nuestro parecer, es el medio más seguro para formar a alguien en la paciencia".

Validez de la paciencia

Y estamos en los motivos por los que la paciencia es indispensable; o si se quiere, por los que la sola mortificación es insuficiente.

En primer lugar, es un hecho que la mortificación resulta a menudo más fácil que la paciencia, al menos porque "la actividad agrada más a la naturaleza, por lo cual es más llevadero lanzarse a la lucha, y hasta golpearse a sí mismo, que aguardar con resignación y recibir los golpes con calma". Esto basta para excluir que la ascesis se agote al hablar de mortificación.

Y luego, hay niveles de penitencia que son necesarios, pero que, si Dios no los impusiera, jamás se pondrían en práctica. En este sentido "los sacrificios que la Providencia nos impone, responden mucho mejor a nuestras necesidades que los que nosotros escogemos por nuestro gusto". Si Dios no decidiera imponernos una prueba que crucifica, continuaríamos arañando con un cortaplumas, considerándonos medio héroes, un terreno que tiene necesidad de ser roturado por una reja de arado. Sin la audacia del amor de Dios, que no teme exponerse a la violencia del hombre, con tal de que quiera eficazmente su bien, seguiríamos curando con inútiles emplastos un mal que sólo se puede extirpar usando el bisturí.

Es perfectamente verdad la increíble exhortación, que afinada con el registro de la locura de la cruz, formula el apóstol Santiago al principio de su carta: "Tened por sumo gozo veros rodeados de diversas tentaciones, entendiendo que la prueba de vuestra fe produce paciencia. Pero la paciencia ha de tener obras perfectas, para que seáis perfectos e íntegros, sin faltar en cosa alguna" (Sant 1, 2-4).

La plenitud de la alegría, suprema aspiración de todo corazón humano, nace del soportar la prueba, o sea, la acción bendita y felizmente compasiva de Dios que hace íntegra y perfecta a la criatura haciéndola idónea para la comunión con él, en la que ya no le faltará nada. Quien llega a esta sabiduría de lo alto, hace suya la invocación de san Agustín: Domine, da quod iubes, et iube quod vis (Señor, hazme hacer lo que mandas, y mándame-lo que quieras).

Purificaciones pasivas

El ejercicio saludable de la paciencia alcanza su vértice en las noches pasivas de los sentidos y del espíritu.

a) En la noche pasiva de los sentidos, "Dios hace que las meditaciones imaginativas, revestidas de una afectividad más o menos fácil, ya no digan nada. Y lleva a una visión de fe más profunda y más pura, gracias a la aridez que la preparan y la pueden acompañar incluso por mucho tiempo".

Esta situación trae consigo "oscuridad en la parte sensitivo-discursiva, cese del gusto y del placer por las cosas espirituales y al mismo tiempo, tormento en la parte afectiva, que encuentra insípidas y amargas las cosas que antes le agradaban".

Dura de ordinario, como se ha dicho, mucho tiempo, pero el alma se hace capaz de preferir, finalmente, el Dios de los consuelos a los consuelos de Dios.

En la noche pasiva del espíritu, Dios lleva "a superar todo lo que hay todavía de demasiado humano en nuestros pensamientos sobre las cosas de Dios. Llegados a esta altura, vemos a santo Tomás de Aquino renunciar a llevar a término su Summa Theologiae y declarar que no ve en ella más que paja. Puede también suceder, como se ve en santa Teresa del Niño Jesús, que surjan terribles tentaciones contra la fe. En realidad, es Dios mismo quien nos lleva a desprendernos de nuestra fe en cuanto nuestra, en cuanto revestida de opinión humana, hecha semejante a nuestros modos de pensar, para hacernos entrar en la misteriosa oscuridad de la fe desnuda, que ya no se deleita en las orillas de las representaciones del propio objeto, sino que se va derecha a él, abandonando en este paso todo lo que no es sólo Dios".

La purificación se realiza por medio del don de la contemplación infusa, en la cual se revelan la miseria del hombre y la incompatibilidad de la santidad de Dios con las culpas de la criatura. A su luz, el alma ve "claramente aquí su impureza, conoce claro que no es digna de Dios ni de criatura alguna. Y lo que más le apena es que piensa que nunca lo será, y que ya se le acabaron sus bienes. Esto le causa la profunda inmersión que tiene de la mente en el conocimiento y sentimiento de sus males y miserias; porque aquí se las muestra todas al ojo esta divina y oscura luz, y que vea claro cómo de suyo no podrá tener ya otra cosa".

La prueba es tremenda y se prolonga durante años, con "interpolaciones de alivios, en que por disposición de Dios, dejando esta contemplación oscura de embestir al alma en forma y modo purgativo, embiste iluminativa y amorosamente" m. Se trata del proceso que más se acerca a las penas ultraterrenas del purgatorio.

9. RESULTADO FINAL DE LA ASCESIS CRISTIANA: LA HUMILDAD

El complejo y doloroso camino de rectificación, purificación y unificación realizado por la ascesis cristiana lleva a la criatura a comprenderse tal cual es realmente: una nada frente al Todo de Dios, una realidad que recibe continuamente del corazón de Dios el propio ser, un pecador perdonado incesantemente. A través de la ascesis, la llama de amor viva, esto es, Dios, lleva a cabo el vaciamiento del hombre que permite que la verdad se derrame libremente en él. La lógica de la ascesis cristiana se condensa en el gran principio que el autor de la Imitación de Cristo pone de manera sugestiva en los labios del Señor: Fili, relinque te, et invenies me (hijo mío, déjate a ti y me hallarás a Mí ).

La tradición cristiana, para designar esta suprema adquisición de verdad y el desprendimiento de sí que consiente el regalo valioso de Dios, cuenta con un nombre particular. Los llama humildad, del latín humus, terreno fértil y rico de alimento que hace vigoroso al árbol; como si dijera, por una parte, que la vitalidad de la existencia creyente se sostiene sobre este fundamento y, por otra, que de este modo se mantienen los pies en la tierra, sin vanidosas evasiones a las quimeras del orgullo.

Es lícito, por tanto, decir que el resultado final de la práctica de la mortificación y de la paciencia es la consolidación de la humildad.

Elogio de la humildad

El darse cuenta del 'código' de la humildad dentro de la ascesis cristiana explica la estima incondicional que le han guardado los grandes santos y maestros de espíritu. Valga por todos el robusto testimonio de santa Teresa de Jesús.

La gran carmelita no tiene miedo en declarar que "delante de la Sabiduría infinita, créanme que vale más un poco de estudio de humildad y un acto de ella que toda la ciencia del mundo" m. Esto es así porque la humildad es verdad, y el hombre está hecho por la Verdad para la verdad: "Una vez estaba yo considerando por qué razón era nuestro Señor tan amigo de esta virtud de la humildad, y púsoseme delante -a mi parecer sin considerarlo, sino de presto- esto: que es porque Dios es suma Verdad, y la humildad es andar en verdad; que lo es muy grande no tener cosa buena en nosotros, sino la miseria y la nada. A quien más lo entiende, agrada más a la suma Verdad, porque anda en ella".

Apercibida por esta revelación, la santa confiesa que sonríe "habiendo lástima de ver lo que estiman los hombres". Afirma que el alma humilde "fatígase del tiempo en que miró puntos de honra y en el engaño que traía de creer que era honra lo que el mundo llama honra; ve que es grandísima mentira, y que todos andamos en ella, pues todo es nada y menos que nada lo que se acaba y no contenta a Dios". Llama a la vanagloria "una cadena que no hay lima que la quiebre, si no es Dios con oración y hacer mucho de nuestra parte"; una carcoma que despoja al árbol de todo vigor, impidiendo "medrar a los que andan cabe él; es como un canto de órgano, que un punto o compás que se yerre, disuena toda la música". Denuncia su carga destructiva, exclamando: "Dios nos libre de personas que le quieren servir, acordarse de honra. No hay tóxico en el mundo que así mate como estas cosas la perfección"; y precisa: "Diréis que son cosillas naturales, que no hay que hacer caso. No os burléis con eso, que crece como espuma".

Confirma la relación de la humildad con la ascesis enseñando que la virtud de la humildad "y estotra (la abnegación) paréceme andan siempre juntas; son dos hermanas que no hay para qué separar". Y resume su pensamiento en la enérgica declaración de que "mientras estamos en esta tierra, no hay cosa que más nos importe que la humildad".

Como ella, y antes que ella, presentaba estas convicciones el autor de la Imitación de Cristo, que centra en la humildad la señal más evidente de la santidad, y escribe: "Los más grandes santos a los ojos de Dios son los más pequeños a sus propios ojos, y cuanto más aureolados de gloria, tanto más humildes se creen. Llenos de verdad y de gloria celestial, no ambicionan la gloria vana del mundo; y, como están sólidamente fundados y confirmados en Dios, de ningún modo pueden ya envenenarse. Atribuyen a Dios todo el bien que han recibido; por eso no buscan la gloria los unos de los otros, sino sólo la que de Dios procede. Su único afán es que Dios sea glorificado en sí mismo y en todos los santos.

Práctica de la humildad

Fruto de la mortificación y de la paciencia, la humildad se manifiesta en actitudes precisas que, a la vez que dan concreción, permiten que se consolide y crezca.

Mons. Saudreau subraya tres de ellas, que considera particularmente importantes. Son:

1. Aceptar sinceramente la propia miseria.

"El primer modo de ejercitar la humildad", dice, "es aceptar la propia bajeza, o sea, como dice san Francisco de Sales, amar la propia abyección (cf. Introducción a la vida devota, lib. 3, cap. 6). ¡No somos nada! Confesémoslo de buen grado, y en lugar de entristecernos al vernos enfermizos, miserables, sujetos a toda suerte de debilidades, de imperfecciones y de pecados, pensemos con toda sencillez que es una gracia muy grande de Dios si no somos pecadores. Deberíamos, al contrario, gozar de no tener nada de bueno más que lo que Dios ha puesto en nosotros. He aquí lo que hay que recordar a quienes se enfadan y se irritan contra sí mismos, a quienes se maravillan de las propias caídas, o bien, se abandonan a inquietudes vanas y al desánimo. Lo que falta a estos cristianos, tan inclinados a pensamientos de tristeza, es el amor a la propia abyección, En el deseo inquieto que experimentan de verse libres de sus miserias, entra, sin que lo adviertan, una gran dosis de amor propio y de orgullo".

2. Cultivar el no depender de los juicios ajenos.

Es necesario "reprimir con vigor y constantemente los deseos y las preocupaciones de vanagloria que nacen tan espontáneamente en el corazón humano. Se deberá, por tanto, rechazar, apenas se advierta, cualquier deseo de ser admirado o estimado, de que se nos tenga por personas competentes, amables, inteligentes, piadosas, etc. No nos ilusionemos con sueños infantiles en los que se imaginan conversaciones y acontecimientos en los que se nos atribuye un papel importante. No se hará caso del deseo de que se nos busque, se nos consulte y se apruebe nuestra conducta". Queda clara la referencia a la mortificación espiritual.

Sobre todo, es preciso "luchar contra un sentimiento muy corriente en el alma vanidosa, sentimiento que, con demasiada frecuencia, influye en la conducta: ¿qué se dirá?, ¿qué se pensará de mí? ¿No es quizá mejor decir con san Pablo: poco me importa el juicio de las criaturas, yo no quiero preocuparme sino de agradar a Dios (cf. 1 Cor 4,3)? El renunciar a la estima ajena se pondrá en práctica en las palabras, desterrando cualquier jactancia y cualquier palabra que tienda a hacerse valer; y en la acción, teniendo cuidado de no mostrarse con ostentación, también de ocultar lo que se podría tener de bueno, o lo que por naturaleza es apto para suscitar la admiración y el elogio del prójimo".

Es esto cuanto propone el autor de la Imitación de Cristo en su célebre afirmación: ama nesciri, et pro nihilo reputari ( procura ser desconocido y reputado en nada).

3. Aceptar pacientemente las humillaciones.

"El tercer modo de practicar la humildad", prosigue Saudreau, pasando de la mortificación a la paciencia, "consiste en aceptar las humillaciones y los desprecios; en no excusarse más que con moderación y sin acritud, o bien no excusarse en modo alguno; en soportar con paciencia, pensando que nos lo merecemos por nuestras propias infidelidades, todas las ocasiones humillantes, como los fracasos, las críticas, los reproches, las mofas, considerándolo todo como una gracia de Dios que quiere hacernos ganar méritos y semejantes a Jesús".

También santa Teresa de Jesús recurría, para animarse en las humillaciones, al pensamiento de todo lo que se merecía en cualquier caso, o a lo que había puesto en práctica nuestro Señor durante su vida. Respecto a lo primero, hace esta confidencia: "Nunca oí decir cosa mala de mí en que no viere que se quedaban cortos; porque, aunque no era en las mismas cosas, tenía ofendido a Dios en otras muchas y parecíame habían hecho harto en dejar aquéllas". Refiriéndose a lo segundo, confiesa de manera significativa: "Otras veces me atormentaba mucho, y aún ahora me atormenta, ver que se hace mucho caso de mí, en especial personas principales, y de que decían mucho bien. En esto he pasado y paso mucho. Miro luego a la vida de Cristo y de los santos, y paréceme que soy al revés, que ellos no iban sino con desprecio e injurias". Viceversa, "lo que no hago cuando tengo persecuciones: anda el alma tan señora, aunque el cuerpo lo siente, y por otra parte ando afligida, que yo no sé cómo esto puede ser; mas pasa así, que entonces parece está el alma en su reino y que lo trae todo debajo de los pies".

Grados de humildad

Así como se da gradualidad en la práctica ascética con el predominio de una de las fases en su realización, el ejercicio de la humildad también se manifiesta en varios niveles, que pueden reducirse al doble paradigma de la humildad llamada ordinaria y perfecta.

a) Se llama humildad ordinaria, o común, explica Saudreau, a la disposición de "no estimarse ni hacerse admirar y alabar por las dotes que no se tienen, o bien, por futilidades que no merecen evidentemente ninguna estima, como el lujo y el vestido".

Su práctica consiste muy sencillamente "en no pretender ponerse por encima de los demás, en evitar despreciar al prójimo y, además, en soportar sin acritud las reprensiones y reproches, por parte de quienes están encargados de hacerlos por oficio o misión, merecidos a causa de las propias culpas".

Como se comprueba fácilmente, se trata de humildad verdadera, pero aún lejana de la añadidura que hace que un estilo de vida se acerque a la paradoja de la cruz de Cristo, distinguiéndolo de cualquier otro y sumergiéndolo en lo que es específicamente cristiano.

b) Se llama, en cambio, humildad perfecta a la actitud existencial en la que nos limitamos "a no tomar pie de las buenas cualidades que se poseen para engrandecerse a los propios ojos", sino que se cultiva conscientemente una baja opinión de sí, aceptando "gustosamente que los demás participen de ella y manifiesten su poca estima con faltas de respeto, o incluso con desprecios".

Digamos enseguida que no se discute la necesidad de una imagen positiva de sí; es un elemento que resulta indispensable para la misma integridad mental de un sujeto.

Lo que se quiere decir, más bien, es que la imagen positiva de sí ha de basarse en la verdad, no sobre cualidades personales de índole física o psíquica, sino sobre la conciencia del amor infinito que Dios nutre para cada uno; de acuerdo con las palabras de san Pablo: "¿Qué tienes que no hayas recibido?, ¿de qué te glorías como si no lo hubieras recibido?" (1 Cor 4,7).

Cultivar una baja opinión de sí significa tomar nota, cada vez más lúcidamente, de tres cosas esenciales:

1. de que el hombre es verdaderamente una criatura, un ser sacado de la nada, que, si se le deja a sí mismo, queda reducido a la nada;

2. de que la grandeza y dignidad del hombre no dependen de sus cualidades naturales y de la consideración que, por consiguiente, tienen de él los demás, sino de la imprescindible relación con Dios; por lo cual "el hombre no es nada más que lo que es a los ojos de Dios" (San Francisco de Asís);

3. de que el hombre no puede salvarse si no se pierde por Cristo, esto es, si no escoge, siguiendo a Cristo y por su amor, el camino mesiánico de humillación que él hizo suyo para sí y para sus discípulos.

Y hemos llegado a la instancia más importante de la humildad perfecta, a la que la pone en el corazón de lo que es específicamente cristiano: es imposible asemejarse al Señor, convertirse en un alter Christus, ser reconocido por él en el día de la rendición de cuentas, si falta la elección del deshonor de la cruz. Aquella imposibilidad que indujo a san Pablo a declarar: "Cuanto a mí, jamás me gloriaré a no ser en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo" (Gal 6,14).

Santa Teresa de Jesús la expresa diciendo: "En fin, Dios mío, que a los que quisiéremos ser vuestros hijos verdaderos y no renunciar a la herencia, no nos conviene huir del padecer. Vuestras armas son cinco llagas. ¡Ea, pues, hijas mías!, ésta ha de ser vuestra divisa, si hemos de heredar su reino; no con descansos, no con regalos, no con honras, no con riquezas se ha de ganar lo que Él compró con tanta sangre".

San Ignacio de Loyola la enuncia en la meditación sobre las dos banderas, "la una de Cristo, sumo capitán y señor nuestro; la otra de Lucifer, mortal enemigo de nuestra humana natura". Cada uno, dice el santo, "llama y quiere a todos debajo de su bandera", pero la opción de una u otra formación se contraponen. Mientras el diablo halaga a los hombres con las riquezas, el honor y la soberbia, "y destos tres escalones induce a otros vicios", el Señor los conduce a la pobreza, y "segundo, a deseo de oprobios y menosprecios, porque destas dos cosas se sigue la humildad; de manera que sean tres escalones: el primero, pobreza contra riqueza; el segundo, oprobio o menosprecio contra honor humano; el tercero, humildad contra soberbia; y destos tres escalones induzcan a todas otras virtudes". Por tanto, la humildad perfecta coloca al hombre del lado del Señor.

Está en juego el adherirse al movimiento de la encarnación, descenso de Dios al nivel del hombre, largo viaje de desnudamiento del Hijo de Dios convertido en hijo crucificado de María, suma humillación que abre el camino a la suprema exaltación de lo creado.

Porque éste, y únicamente éste, fue el camino del Señor, tiene razón el autor de la Imitación de Cristo: "No existe otro camino que lleve a la vida y a la verdadera paz interior, que el camino de la santa cruz y de la cotidiana mortificación. Ve en todas direcciones, examina cuanto quieras, y no encontrarás en lo alto un camino más sublime, ni aquí abajo una senda más segura que el camino de' la santa cruz".

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