ANTONIO MACHADO (1875 - 1939) - aloxamento de páxinas …



Antonio Machado (1875 - 1939)

“Soledades”

XI

Yo voy soñando caminos

de la tarde. ¡Las colinas

doradas, los verdes pinos,

las polvorientas encinas!...

¿Adónde el camino irá?

Yo voy cantando viajero.

a lo largo del sendero...

—La tarde cayendo está

“En el corazón tenía

la espina de una pasión:

logré arrancármela un día

ya no siento el corazón.

Y todo el campo un momento

se queda. mudo y sombrío,

meditando. Suena el viento

en los álamos del río.

La tarde más se oscurece

y el camino que serpea

y débilmente blanquea.

se enturbia y desaparece.

Mi cantar vuelve a plañir:

“ Aguda espina dorada.

quién le pudiera sentir

en el corazón clavada.”

“Del camino”

XXI

Daba el reloj las doce... y eran doce

golpes de azada en tierra...

¡Mi hora! —grité— ... El silencio

me respondió: —No temas;

tú no verás caer la última gota

que en la clepsidra tiembla.

Dormirás muchas horas todavía

sobre la orilla vieja,

y encontrarás una mañana pura

amarrada tu barca a otra ribera.

“Canciones”

XL Inventario galante

Tus ojos me recuerdan

las noches de verano

negras noches sin luna:

orilla al mar salado,

y el chispear de estrellas

del cielo negro y bajo.

Tus ojos me recuerdan

las noches de verano,

los trigos requemados

y el suspirar de fuego

de los maduros campos.

( ...)

“Humorismos, fantasías, apuntes”:

Los grandes inventos:

XLVI La noria

La tarde caía

triste y polvorienta.

El agua cantaba

su copla plebeya

en los cangilones

de la noria lenta.

Soñaba la mula

¡pobre mula vieja!

al compás de sombra

que en el agua suena.

La tarde caía

triste y polvorienta.

Yo no sé qué noble

divino poeta.

unió a la amargura

de la eterna rueda

la dulce armonía

del agua que sueña,

y vendó tus ojos,

¡pobre mula vieja!,

Más sé que fue un noble,

divino poeta,

corazón maduro

de sombra y de ciencia

XLVIII Las moscas

Vosotras, las familiares,

inevitables golosas,

vosotras, moscas vulgares,

me evocáis todas las cosas.

¡Oh viejas moscas voraces

como abejas en abril,

viejas moscas pertinaces

sobre mi calva infantil!

(...)

“Galerías”

LXVIII

Llamó a mi corazón, un claro día,

con un perfume de jazmín, el viento

—A cambio de este aroma,

todo el aroma de tus rosas quiero.

—No tengo flores rosas: flores

en mi jardín no hay ya:

todas han muerto.

Me llevaré los llantos de las fuentes,

las hojas amarillas y los mustios pétalos.

Y el viento huyó... Mi corazón sangraba...

Alma, ¿qué has hecho de tu pobre huerto?

Véase también: L.T. P.202: “Esta luz de Sevilla...”

L.T. P.203: (Hastío) “El sol es un globo de fuego”

L.T. P.204: “Castilla miserable, ayer dominadora”

L.T. P.205: “(Jardín)” “Las ascuas de un crepúsculo morado” “Todo pasa y todo queda” y A José María Palacio.

L.T. 215: A un olmo seco.

Miguel de Unamuno (1864- 1936)

A mi buitre

Este buitre voraz de ceño torvo

que me devora las entrañas fiero

y es mi único constante compañero

labra mis penas con su pico corvo.

El día en que le toque el postrer sorbo

apurar de mi negra sangre, quiero

que me dejéis con él solo y señero

un momento, sin nadie como estorbo.

Pues quiero, triunfo haciendo mi agonía

mientras él mi último despojo traga,

sorprender en sus ojos la sombría

mirada al ver la suerte que le amaga

sin esta presa en que satisfacía

el hambre atroz que nunca se le apaga.

Véase también:

L.T. P.211: Credo poético.

“Leer, leer, leer, vivir la vida”.

Juan Ramón Jiménez (1881 -1958)

Textos procedentes de Segunda antolojía

poética. Espasa Calpe, Madrid, 199614

(...Et chaque feuille d’or tombe, l’heure venue

Ainsi qu’un souvenir, lente, sur le gazon.

A. SAMAIN)

Una a una las hojas secas van cayendo

de mi corazón mustio, doliente y amarillo.

El agua que otro tiempo, salía de él, riendo,

está parada, negra, sin cielo ni estribillo.

¿Fue un sueño mi árbol verse, mi copa de frescura,

mi fuente entre las rosas, de sol y de canciones?

¿La primavera fue una triste locura?

¿Viento aquella florida bandada de ilusiones?

Será mi seco tronco, con su nido desierto;

y el ruiseñor que se miraba en la laguna,

callará, espectro mío, entre el ramaje yerto

hecho ceniza por la vejez de la luna.

p.129

El poema

1

¡No le toques ya más,

que así es la rosa!

(Piedra y cielo)

(1903 - 1904)

Viento negro, luna blanca

Noche de Todos los Santos.

Frío. Las campanas todas

de la tierra están doblando.

El cielo, duro. Y su fondo

da un azul iluminado

de abajo, al romanticismo

de los secos campanarios.

Faroles, flores, coronas

—¡campanas que están doblando!—

...Viento largo, luna grande,

noche de Todos los Santos.

...Yo voy muerto por la luz

agria de las calles; llamo

con todo el cuerpo a la vida;

quiero que me quieran; hablo

a todos los que me han hecho

mudo, y hablo sollozando,

roja de amor esta sangre

desdeñosa de mis labios.

¡Y quiero ser otro, y quiero

tener corazón, y brazos

infinitos, y sonrisas

inmensas, para los llantos

aquellos que dieron lágrimas

por mi culpa!

...Pero ¿acaso

puede hablar de sus rosales

un corazón sepulcrado?

—¡Corazón, estás bien muerto!

¡Mañana es tu aniversario!—

Sentimentalismo. frío.

La ciudad está doblando.

Luna blanca, Viento negro.

Noche de Todos los Santos.

p. 99 (Jardines místicos)

El viaje definitivo

...Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando;

y se quedará mi huerto con su verde árbol,

y con su pozo blanco.

Todas las tardes, el cielo será azul y plácido;

y tocarán, como esta tarde están tocando,

las campanas del campanario.

Se morirán aquellos que me amaron;

y el pueblo se hará nuevo cada año;

y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado,

mi espíritu errará, nostáljico...

Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol

verde, sin pozo blanco,

sin cielo azul y plácido...

Y se quedarán los pájaros cantando.

(p. 167)

Abril venía, lleno

todo de flores amarillas:

amarillo el arroyo,

amarillo el vallado, la colina,

el cementerio de los niños,

el huerto aquel donde el amor vivía.

El sol unjía de amarillo el mundo,

con sus luces caídas;

¡Ay, por los lirios áureos,

el agua de oro, tibia;

las amarillas mariposas

sobre las rosas amarillas!

Guirnaldas amarillas escalaban

los árboles: el día

era una gracia perfumada de oro,

en un dorado despertar de vida.

Entre los huesos de los muertos,

abría Dios sus manos amarillas.

p. 142.

(Balneario en octubre)

(A Enrique Díez-Canedo)

El sol se cansa por la playa, solitario

como un fantasma, pálido y pensativo.

El ocaso está histórico, abierto, milenario.

Reina el otoño ya, y todo es espresivo.

¡Inflamada elejía de ausencia y desencanto!

Retamas mustias son el único ornamento

de las arenas tristes. Es cual un camposanto

de médanos y aguas, llorando por el viento.

Aquí fueron un día, de pereza y de estío,

la elegancia banal y el placer de la vida.

Ya al fin de la estación, un triste amor sombrío

se alejaba, al crepúsculo, por la costa encendida...

p. 200.

(TREN Y BUQUE)

—¡Dulces luces azules de túneles y puertos,

que alumbráis solamente una flor, una onda;

que unís, calladamente, entre la madrugada,

la frente y el cristal con estrellas remotas!—

¡Vueltas de los caminos, cuando desde el vagón

se ve un anfiteatro de coches de caoba,

con niños de ojos tristes que nos miran de pronto,

la frente abierta por el viento de la aurora!

¡Buque oscuro que avanza entre buques dormidos,

lento, y para suave, el sueño de sus cosas;

que en la alta noche, plena ya de otro silencio,

ve casas espectrales, amarillas farolas.

p. 204.

(Playa de otoño)

¡Vehemencia naranja del poniente!

—Nos deslumbraba el sentimiento—.

Solos en el silencio de la costa,

dondequiera que estábamos,

¡estábamos tan lejos!

El enorme coloso del instante

nos lo aplastaba todo: fe, recuerdo,

felicidad, nostaljia,

porvenir y deseo...

¡Dondequiera que estábamos

éramos, nada más, dos tizos huecos! (p.258)

Vino, primero, pura,

vestida de inocencia.

Y la amé como un niño.

Luego se fue vistiendo

de no sé qué ropajes.

Y la fui odiando sin saberlo.

Llegó a ser una reina,

fastuosa de tesoros...

¡Qué iracundia de yel y sin sentido!

...Mas se fue desnudando.

Y yo le sonreía.

Se quedó con la túnica

de su inocencia antigua.

Creí de nuevo en ella.

Y se quitó la túnica,

y apareció desnuda toda...

¡Oh pasión de mi vida, poesía

desnuda, mía para siempre!

(p. 308)

Esparce octubre, al blando movimiento

del sur, las hojas áureas y las rojas,

y, en la caída clara de sus hojas,

se lleva al infinito el pensamiento.

¡Que noble paz en este alejamiento

de todo; oh prado bello, que deshojas

tus flores; oh agua fría ya, que mojas

con tu cristal estremecido el viento!

¡Encantamiento de oro! ¡Cárcel pura,

en que el cuerpo, hecho alma, se enternece,

echado en el verdor de una colina!

En una decadencia de hermosura,

la vida se desnuda y resplandece

a escelsitud de su verdad divina.

p. 273 (Recojimiento)

Está tan puro ya mi corazón,

que lo mismo es que muera

o que cante.

Puede llenar el libro de la vida,

o el libro de la muerte,

los dos en blanco para él,

que piensa y sueña.

Igual eternidad hallará en ambos.

Corazón, da lo mismo: muere o canta.

p. 321

Véase también:

L.T. P.206: “Las campanas del convento”

L.T. P.207: Mar.

L.T. P.208: La fruta de mi flor.

L.T. P.209: Quien pasará. El otoñado.

Intelijencia.

Valle-Inclán poeta modernista (1866-1936)

Véase: L.T. P.276: Decoración.

Manuel Machado (1874 - 1947)

Véase:

L.T. p. 211: Chouette. Ocaso. MUERTE.

León Felipe (1884-1968)

SÉ TODOS LOS CUENTOS

Yo no sé muchas cosas, es verdad.

Digo tan sólo lo que he visto.

Y he visto:

que la cuna del hombre la mecen con cuentos,

que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos,

que el llanto del hombre lo taponan con cuentos,

que los huesos del hombre los entierran con cuentos,

y que el miedo del hombre...

ha inventado todos los cuentos.

Yo no sé muchas cosas, es verdad,

pero me han dormido con todos los cuentos...

y sé todos los cuentos.

Véase también L.T. p. 297. Y ahora me voy.

Ramón Gómez de la Serna (1888- 1963)

GREGUERÍAS.

Esa cosa que tiene el piano de cola dentro como para tejer mantillas de madroños.

Lejanas velas como servilletas en las copas del banquete del mar.

El arco del violín cose como aguja con hilo notas y almas, almas y notas.

La sandalia es el bozal de los pies.

La linterna del acomodador nos deja una mancha de luz en el traje.

De la nieve caída en los lagos nacen los cisnes.

Las primeras canas son los hilvanes de la vejez.

Véase también L.T. P. 219

Gerardo Diego (1896 - 1987)

Al ciprés de Silos

Enhiesto surtidor de sombra y sueño

que acongojas el cielo con tu lanza.

Chorro que a las estrellas casi alcanza

devanado a sí mismo en loco empeño.

Mástil de soledad, prodigio isleño,

lanza de fe, saeta de esperanza.

Hoy llego a ti riberas del Arlanza,

peregrina al azar, mi alma sin dueño.

Cuando te vi señero, dulce, firme,

qué ansiedades sentí de diluirme

y ascender como tú vuelto en cristales,

como tú, negra torre de arduos filos,

ejemplo de delirios verticales,

mudo ciprés en el fervor de Silos.

Véase también: L.T. p. 216: Columpio. L.T. p. 163: Ajedrez. L.T. p. 171: Cauce.

Jorge Guillén (1893 - 1984)

Salvación de la primavera

Ajustada a la sola

Desnudez de tu cuerpo,

Entre el aire y la luz

Eres puro elemento.

¡Eres! Y tan desnuda,

Tan continua, tan simple

Que el mundo vuelve a ser

Fábula irresistible.

(...)

Véase también p. 227: Muerte a lo lejos.

Dámaso Alonso (1898 - 1990)

Oración por la belleza de una muchacha

Tú le diste esa ardiente simetría

de los labios, con brasa de tu hondura,

y en dos enormes cauces de negrura,

simas de infinitud, luz de tu día;

esos bultos de nieve, que bullía

al soliviar del lino la tersura,

y, prodigios de exacta arquitectura,

dos columnas que cantan tu armonía.

Ay, tú, Señor, le diste esa ladera

que en un álabe dulce se derrama,

miel secreta en el humo entredorado.

¿A qué tu poderosa mano espera?

Mortal belleza eternidad reclama.

¡dale la eternidad que le has negado!

Véase también: L.T. p.299: Insomnio.

federico García Lorca (1898 -1936)

CANCIÓN DEL JINETE.

En la luna negra

de los bandoleros,

cantan las espuelas.

Caballito negro.

¿Dónde llevas tu jinete muerto?

...Las duras espuelas

del bandido inmóvil

que perdió las riendas.

Caballito frío.

¡Qué perfume de flor de cuchillo!

En la luna negra

sangraba el costado

de Sierra Morena.

Caballito negro.

¿Dónde llevas tu jinete muerto?

La noche espolea

sus negros ijares

clavándose estrellas.

Caballito frío.

¡Qué perfume de flor de cuchillo!

En la luna negra

¡un grito! y el cuerno

largo de la hoguera.

Caballito negro.

¿Dónde llevas tu jinete muerto?

CANCIÓN DEL JINETE.

Córdoba.

Lejana y sola.

Jaca negra, luna grande,

y aceitunas en mi alforja.

Aunque sepa los caminos

yo nunca llegaré a Córdoba.

Por el llano, por el viento,

jaca negra, luna roja.

La muerte me está mirando

desde las torres de Córdoba.

¡ Ay qué camino tan largo!

¡Ay mi jaca valerosa!

¡Ay, que la muerte me espera,

antes de llegar a Córdoba!

Córdoba.

Lejana y sola.

Llanto por Ignacio Sánchez Mejías.

Parte 2 La sangre derramada

¡Que no quiero verla!

Dile a la luna que venga

que no quiero ver la sangre

de Ignacio sobre la arena.

¡Que no quiero verla!

La luna de par en par.

Caballo de nubes quietas,

y la plaza gris del sueño

con sauces en las barreras.

¡Que no quiero verla!

Que mi recuerdo se quema.

¡avisad a los jazmines

con su blancura pequeña!

¡Que no quiero verla! (...)

Parte 3.

Cuerpo presente.

La piedra es una frente donde los sueños gimen

sin tener agua curva ni cipreses helados.

La piedra es una espalda para llevar al tiempo

con árboles de lágrimas y cintas y planetas.

Yo he visto lluvias grises correr hacia las olas

levantando sus tiernos brazos acribillados,

para no ser cazadas por la piedra tendida

que desata sus miembros sin empapar la sangre.

Porque la piedra coge simientes y nublados,

esqueletos de alondras y lobos de penumbra;

pero no da sonidos, ni cristales, ni fuego,

sino plazas y plazas y otras plazas sin muro.

Ya está sobre la piedra Ignacio el bien nacido.

Ya se acabó; ¿qué pasa? Contemplad su figura:

la muerte le ha cubierto de pálidos azufres

y le ha puesto cabeza de oscuro minotauro.

Ya se acabó. La lluvia penetra por su boca.

El aire como loco deja su pecho hundido,

y el Amor, empapado con lágrimas de nieve,

se calienta en la cumbre de las ganaderías.

¿Qué dicen? Un silencio con hedores reposa.

Estamos con un cuerpo presente que se esfuma,

con una forma clara que tuvo ruiseñores

y la vemos llenarse de agujeros sin fondo.

Véase también L.T. p. 174. Más fragmentos

del Llanto...

Véase también: L.T. p.231: La aurora. L.T. P.241: Reyerta L.T. P.287: fragmento de Bodas de Sangre: Luna.—

PEQUEÑO VALS VIENÉS

En Viena hay diez muchachas,

un hombro donde solloza la muerte

y un bosque de palomas disecadas.

Hay un fragmento de la mañana

en el museo de la escarcha.

Hay un salón con mil ventanas

¡Ay, ay, ay, ay!

Toma este vals con la boca cerrada.

Este vals, este vals, este vals,

de sí, de muerte y de coñac

que moja su cola en el mar.

Te quiero, te quiero, te quiero,

con la butaca y el libro muerto,

por el melancólico pasillo,

en el oscuro desván del lirio,

en nuestra cama de la luna

y en la danza que sueña la tortuga.

¡Ay, ay, ay, ay!

Toma este vals de quebrada cintura.

En Viena hay cuatro espejos

donde juegan tu boca y los ecos.

Hay una muerte para piano

que pinta de azul a los muchachos.

Hay mendigos por los tejados.

Hay frescas guirnaldas de llanto.

¡Ay, ay, ay, ay!

Toma este vals que se muere en mis brazos.

Porque te quiero, te quiero, amor mío,

en el desván donde juegan los niños,

soñando viejas luces de Hungría

por los rumores de la tarde tibia,

viendo ovejas y lirios de nieve

por el silencio oscuro de tu frente.

¡Ay, ay, ay, ay!

Toma este vals del «Te quiero siempre».

En Viena bailaré contigo

con un disfraz que tenga

cabeza de río.

¡Mira qué orillas tengo de jacintos!

Dejaré mi boca entre tus piernas’,

mi alma en fotografías y azucenas,

y en las ondas oscuras de tu andar

quiero, amor mío, amor mío, dejar,

violín y sepulcro, las cintas del vals.

TAKE THIS WALTZ

F G. Lorca / Cohen /Adapt. en inglés L. Cohen

Now in Vienna there are ten pretty women

There’s a shoulder where death comes to cry

There’s a lobby with five hundred windows

There’s a tree where the doves go to die

There’s a piece that was torn from the morning

And it hangs in the gallery of frost

Ay, ay ay ay

Take this waltz, take this waltz

Take this waltz with the clamp on its jaws

O I want you, I want you, I want you

On a chair with a dead magazine

In a cave af the tip of the lilly

In some hallway where love’s never been

On our bed where the moon has been sweating

In a cry filled with footsteps and sand

Ay ay ay ay

Take th s waltz, take this waltz

Take its broken waist in your hand

This waltz, this waltz, this waltz, this waltz

With its very own breath

Of brandy and death

Dragging its tail in the sea

There’s a concert hall in Vienna

Where your mouth had a thousand reviews

There’s a bar where the boys have stopped talking

They’ve been sentenced to death by the blues

Ah but who is it climbs to your picture

With a garland of freshly-cut tears?

Ay ay ay ay

Take this waltz take this waltz

Take this waltz it’ s been dying for years

There’s an attic where children are playing

Where I’ve got to lie down with you soon

In a dream of Hungarian lanterns

In the mist of some sweet afternoon

And I’ll see what you’ve chained to your sorrow

And your sheep and your lillies of snow

Ay ay ay ay

Take this waltz, take this waltz

With its “I’ll never forget you, you know”

This waltz, this waltz, this waltz, this waltz

With its very own breath

Of brandy and death

Dragging its tail in the sea

And I’ll dance wiht you in Vienna

I’ll be wearing a river’s disguise

The hyacinth wild on my shoulder

My mouth oh the dew of your thighs

And I’ll bury my soul in a scrapbook

With the photographs there and the moss

And I’ll yield to the flood of your beauty

My cheap violin and my cross

And you’ll carry me down on your dancing

To the pools that you lift on your wrist

O my love, O my love

Take this waltz, take this waltz

Its yours now, its all that there is

Vicente Aleixandre (1898 - 1984)

La destrucción o el amor.

Se querían.

Se querían.

Sufrían por la luz, labios azules en la madrugada,

labios saliendo de la noche dura,

labios partidos, sangre, ¿sangre dónde?

Se querían en un lecho navío, mitad noche mitad luz.

Se querían como las flores a las espinas hondas,

a esa amorosa gema del amarillo nuevo,

cuando los rostros giran melancólicamente,

giralunas que brillan recibiendo aquel beso.

Se querían de noche, cuando los perros hondos

laten bajo la tierra y los valles se estiran

como lomos arcaicos que se sienten repasados:

caricia, seda, mano, luna que llega y toca.

Se querían de amor entre la madrugada,

entre las duras piedras cerradas de la noche,

duras como los cuerpos helados por las horas,

duras como los besos de diente a diente sólo.

Se querían de día, playa que va creciendo,

ondas que por los pies acarician los muslos,

cuerpos que se levantan de la tierra y flotando...

Mediodía perfecto, se querían tan íntimos,

mar altísimo y joven, intimidad extensa,

soledad de lo vivo, horizontes remotos

ligados como cuerpos en soledad cantando.

Amando. Se querían como la luna lúcida,

como ese mar redondo que se aplica a ese rostro,

dulce eclipse de agua, mejilla oscurecida,

donde los peces rojos van y vienen sin música.

Día, noche, ponientes, madrugadas, espacios,

ondas nuevas, antiguas, fugitivas, perpetuas,

mar o tierra, navío, lecho, pluma, cristal,

metal, música, labio, silencio, vegetal,

mundo, quietud, su forma. Se querían, sabedlo.

Véase también L.T. P 235: Unidad en ella.

Rafael Alberti (1902 - 1999)

¡Quién cabalgara el caballo

de espuma azul de la mar!

De un salto

¡quién cabalgara la mar!

¡Viento, arráncame la ropa!

¡Tírala, viento, a la mar!

De un salto,

quiero cabalgar la mar.

¡Amárrame a tus cabellos,

crin de los vientos del mar!

De un salto,

quiero ganarme la mar.

***

El mar. La mar.

el mar. ¡Sólo la mar!

¿Por qué me trajiste, padre,

a la ciudad?

¿Por qué me desenterraste

del mar?

En sueños, la marejada

me tira del corazón;

se lo quisiera llevar

Padre, ¿por qué me trajiste

acá?

Gimiendo por ver el mar,

un marinerito en tierra

iza al aire este lamento:

¡Ay mi blusa marinera;

siempre me la inflaba el viento

al divisar la escollera!

Véase también: “Castellanos de Castilla”, El ángel de carbón y Si mi voz... (L.T. p. 231)

Miguel Hernández (1910 - 1942)

El rayo que no cesa. [1936]

No me conformo, no: me desespero

como si fuera un huracán de lava

en el presidio de una almendra esclava

o en el penal colgante de un jilguero.

Besarte fue besar un avispero

que me clava el tormento y me desclava

y cava un hoyo fúnebre y lo cava

dentro del corazón donde me muero.

No me conformo, no: ya es tanto y tanto

idolatrar la imagen de tu beso

y perseguir el curso de tu aroma.

Un enterrado vivo por el llanto,

una revolución dentro de un hueso,

un rayo soy sujeto a una redoma.

SONETO FINAL

Por desplumar arcángeles glaciales,

la nevada lilial de esbeltos dientes

es condenada al llanto de las fuentes

y al desconsuelo de los manantiales.

Por difundir su alma en los metales,

por dar el fuego al hierro sus orientes,

al dolor de los yunques inclementes

lo arrastran los herreros torrenciales.

Al doloroso trato de la espina,

al fatal desaliento de la rosa

y a la acción corrosiva de la muerte

arrojado me veo, y tanta ruina

no es por otra desgracia ni otra cosa

que por quererte y sólo por quererte.

ELEGÍA A RAMÓN SIJÉ.

(En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto como del rayo Ramón Sijé, con quien tanto quería.)

Yo quiero ser llorando el hortelano

de la tierra que ocupas y estercolas,

compañero del alma, tan temprano.

Alimentando lluvias, caracolas

y órganos mi dolor sin instrumento,

a las desalentadas amapolas

daré tu corazón por alimento.

Tanto dolor se agrupa en mi costado,

que por doler me duele hasta el aliento.

Un manotazo duro, un golpe helado,

un hachazo invisible y homicida,

un empujón brutal te ha derribado.

No hay extensión más grande que mi herida,

lloro mi desventura y sus conjuntos

y siento más tu muerte que mi vida.

Ando sobre rastrojos de difuntos,

y sin calor de nadie y sin consuelo

voy de mi corazón a mis asuntos.

Temprano levantó la muerte el vuelo,

temprano madrugó la madrugada,

temprano estás rodando por el suelo.

No perdono a la muerte enamorada,

no perdono a la vida desatenta,

no perdono a la tierra ni a la nada.

En mis manos levanto una tormenta

de piedras, rayos y hachas estridentes

sedienta de catástrofe y hambrienta.

Quiero escarbar la tierra con los dientes,

quiero apartar la tierra parte a parte

a dentelladas secas y calientes.

Quiero minar la tierra hasta encontrarte

y besarte la noble calavera

y desamordazarte y regresarte

Volverás a mi huerto y a mi higuera:

por los altos andamios de mis flores

pajareará tu alma colmenera

de angelicales ceras y labores.

Volverás al arrullo de las rejas

de los enamorados labradores.

Alegrarás la sombra de mis cejas,

y tu sangre se irán a cada lado

disputando tu novia y las abejas.

Tu corazón, ya terciopelo ajado,

llama a un campo de almendras espumosas

mi avariciosa voz de enamorado.

A las aladas almas de las rosas...

de almendro de nata te requiero:

que tenemos que hablar de muchas cosas,

compañero del alma, compañero.

. (10 de enero de 1936)

Véase también L.T. p.294: Aceitunero y Nanas de la cebolla (fragmento) y p.295: Noria, “No cesará este rayo” y canción última.

Rafael Morales (1919)

Soneto triste para mi última chaqueta.

Esta tibia chaqueta rumorosa

que mi cuerpo recoge entre su lana,

se quedará colgada una mañana,

se quedará vacía y silenciosa.

Su delicada tela perezosa

cobijará una sombra fría y vana,

cobijará una ausencia, una lejana

memoria de la vida presurosa.

Conmigo no vendrá, que habré partido,

y entre su mansa lana entretejida

tan sólo dejaré mi propio olvido.

Donde alentara la gozosa vida,

no alentará ni el más pequeño ruido,

sólo una helada sombra dolorida.

Cántico doloroso al cubo de basura.

Tu curva humilde, forma silenciosa

le pone un triste anillo a la basura.

En ti se hizo redonda la ternura

se hizo redonda, suave y dolorosa.

Cada cosa que encierras, cada cosa,

tuvo esplendor, acaso hasta hermosura.

Aquí de una naranja se aventura

la herida piel que en el olvido posa.

Aquí de una manzana, verde y fría

un resto llora zumo delicado

entre un polvo que nubla su agonía.

Oh, viejo cubo sucio y resignado,

desde tu corazón la pena envía

el llanto de lo humilde y lo olvidado. (1944)

A un esqueleto de muchacha

En esta frente, Dios, en esta frente

hubo un clamor de sangre rumorosa,

y aquí, en esta oquedad, se abrió la rosa

de una fugaz mejilla adolescente.

Aquí el pecho sutil dio su naciente

gracia de flor incierta y venturosa,

y aquí surgió la mano, deliciosa

primicia de este brazo inexistente.

Aquí el cuello de garza sostenía

la alada soledad de la cabeza,

y aquí el cabello undoso se vertía.

Y aquí, en redonda y cálida pereza,

el cauce de la pierna se extendía

para hallar por el pie la ligereza.

José María Valverde (1926)

(Historia de la filosofía)

Entro en el aula, empiezo a hablar a un ciento

de caras mal despiertas: por un rato

sobre sus vidas, rígido, desato,

cumpliendo mi deber, el frío viento

del Ser y de la Nada, de la Idea

y la Cosa; la horrible perspectiva

del vértigo que se ha hecho inofensiva,

espectáculo gris, vieja tarea.

Si alguno, casi inquieto, se remueve,

los más sueñan, o apuntan, o hacen ruido.

Pero basta: es la hora ya. De nueve

a diez, vieron el Ser, ese aguafiestas;

prosigan su vivir interrumpido:

yo vuelvo a mi silencio sin respuestas

Blas de Otero (1916 - 1979)

Pido la paz y la palabra

En el principio

Si he perdido la vida, el tiempo, todo

lo que tiré, como un anillo, al agua;

si he perdido la voz en la maleza,

me queda la palabra.

Si ha sufrido la sed, el hambre, todo

lo que era mío y resultó ser nada,

si he segado las sombras en silencio,

me queda la palabra.

Si abrí los labio para ver el rostro

puro y terrible de mi patria,

si abrí los labios hasta desgarrármelos,

me queda la palabra.

Campo de amor.

Si me muero, que sepan que he vivido

luchando por la vida y por la paz.

Apenas he podido con la pluma,

apláudanme el cantar.

Si me muero, será porque he nacido

para pasar el tiempo a los de atrás.

Confío que entre todos dejaremos

al hombre en su lugar.

Si me muero, ya sé que no veré

naranjas de la China ni el trigal.

He levantado el rastro, esto me basta.

Otros ahecharán.

Si me muero, que no me muera antes

de abriros el balcón de par en par.

Un niño, acaso un niño, está mirándome

el pecho de cristal.

Un relámpago apenas

Besas como si fueses a comerme.

Besas besos de mar, a dentelladas.

Las manos en mis sienes y abismadas

nuestras miradas. Yo, sin lucha, inerme,

me declaro vencido, si vencerme

es ver en ti mis manos maniatadas.

Besas besos de Dios. A bocanadas

bebes mi vida. Sorbes. Sin dolerme,

tiras de mi raíz, subes mi muerte

a flor de labio. Y luego, mimadora,

la brizas y la rozas con tu beso.

Oh Dios, oh Dios, Oh Dios, si para verte

bastara un beso, un beso que se llora

después, porque, ¡oh, por qué! no basta eso.

Cuerpo de la mujer.

...Tántalo en fugitiva fuente de oro.

Quevedo.

Cuerpo de la mujer, río de oro

donde, hundidos los brazos, recibimos

un relámpago azul, unos racimos

de luz rasgada en un frondor de oro.

Cuerpo de la mujer o mar de oro

donde, amando las manos, no sabemos

si los senos son olas, si son remos

los brazos, si son alas solas de oro...

Cuerpo de la mujer, fuente de llanto

donde, después de tanta luz, de tanto

tacto sutil, de Tántalo es la pena.

Suena la soledad de Dios. Sentimos

la soledad de dos. Y una cadena

que no suena, ancla en Dios, almas y limos

Desde luego, la vida

Desde luego, la vida

es una broma pesada. Y sin embargo,

el aire existe y el año diecisiete existe indestructible

y ella y yo hemos sin causa aireado días en Castilla

y junto al Cáucaso del Norte,

es que la vida no sabe lo que hace,

a veces falta a su palabra,

no es un río que rueda y refleja los árboles, las nubes

y desemboca a hora fija en el Atlántico,

sino un caballo violento, arbitrario, ciego

y sin embargo hermoso como un caballo,

y ella y yo lo llevamos asido duramente

lo mismo en La Habana, Kislavosqui o Bilbao,

y el aire revuelve las florecillas silvestres

y estalla la tormenta y corremos hacia la larga fachada

del palacio de invierno, donde la vida se mudó de ropa.

Véase también L.T. p. 304 Hombre.

p. 305. Pido al paz y la palabra y p. 317 Digo vivir.

Gabriel Celaya (1911 - 1991)

Matinal. 2

MAÑANITAS alegres

y sin razones,

¡como suenan a gloria

los corazones

y a plenitud que irrumpe

los mil temblores!

Mañanitas: ¡amores!

Véase también: L.T. p. 303 “Te escribo desde un puerto”

y p. 305 La poesía es un arma cargada de futuro.

Jaime Gil de BieDma (1929 - 1990)

Albada.

Despiértate. La cama está más fría

y las sábanas sucias en el suelo.

Por los montantes de la galería

llega el amanecer.

con su dolor de abrigo de entretiempo

y liga de mujer.

Despiértate pensando vagamente

que el portero de noche os ha llamado.

Y escucha en el silencio: sucediéndose

hacia lo lejos, se oyen enronquecer

los tranvías que llevan al trabajo.

Es el amanecer,

Irán amontonándose las flores

cortadas, en los puestos de las Ramblas,

y silbarán los pájaros —cabrones

desde los plátanos, mientras que ven volver

la negra humanidad que va a la cama

después de amanecer.

Acuérdate del cuarto en que has dormido.

Entierra la cabeza en las almohadas,

sintiendo aún la irritación y el frío

que da el amanecer

junto al cuerpo que tanto nos gustaba

en la noche de ayer.

y piensa en que debieses levantarte.

Piensa en la casa todavía oscura

donde entrarás para cambiar de traje,

y en la oficina, con sueño que vencer.

y en muchas otras cosas que se anuncian

desde el amanecer.

Aunque a tu lado escuches el susurro

de otra respiración. Aunque tu busques

el poco de calor entre sus muslos

medio dormido, que empieza a estremecer.

Aunque el amor no deje de ser dulce

hecho al amanecer.

—Junto al cuerpo que anoche me gustaba

tanto desnudo, déjame que encienda

la luz para besarse cara a cara,

en el amanecer

Porque conozco el día que me espera,

y no por el placer.

En el nombre de hoy

En el nombre de hoy, veintiséis

de abril y mil novecientos

cincuenta y nueve, domingo

de nubes con sol, a las tres

—según sentencia del tiempo —

de la tarde en que doy principio

a este ejercicio en pronombre primero

del singular, indicativo,

y asimismo en el nombre del pájaro

y de la espuma del almendro,

del mundo, en fin, que habitamos,

voy a deciros lo que entiendo.

Pero antes de ir adelante

desde esta página quiero

enviar un saludo a mis padres

que no me estarán leyendo.

Para ti, que no te nombro,

amor mío —y ahora hablo en serio —,

para ti, sol de los días

y noches, maravilloso

gran premio de mi vida,

de toda la vida, qué puedo

decir, ni qué quieres que escriba

a la puerta de estos versos?

Finalmente a los amigos,

compañeros de viaje,

y sobre todos ellos

a vosotros, Carlos, Ángel,

Alfonso y Pepe, Gabriel

y Gabriel, Pepe (Caballero)

y a mi sobrino Miguel,

Joseagustín y Blas de Otero,

a vosotros pecadores

como yo, que me avergüenzo

de los palos que no me han dado,

señoritos de nacimiento

por mala conciencia escritores

de poesía social,

dedico también un recuerdo,

y a la afición en general.

Canción para ese día:

He aquí que viene el tiempo de soltar palomas

en mitad de las plazas con estatua.

Van a dar nuestra hora. De un momento

a otro, sonarán campanas.

Mirad los tiernos nudos de los árboles

exhalarse visibles en la luz

recién inaugurada. Cintas leves

de nube en nube cuelgan. Y guirnaldas

sobre el pecho del cielo, palpitando,

son como el aire de la voz. Palabras

van a decirse ya. Oíd. Se escucha

rumor de pasos y batir de alas.

Véase también L.T. p. 308: Contra Jaime

Gil de Biedma y p. 309: No volveré a ser joven.

José Agustín Goytisolo (1928 - 1999)

Donde tú no estuvieras,

como en este recinto, cercada por la vida,

en cualquier paradero, conocido o distante,

leería tu nombre.

Aquí, cuando empezaste a vivir para el mármol,

cuando se abrió a la sombra tu cuerpo desgarrado,

pusieron una fecha: diecisiete de marzo. Y suspiraron

tranquilos, y rezaron por ti. Te concluyeron.

Alrededor de ti, de lo que fuiste,

en pozos similares y en funestos estantes,

otros, sal o ceniza, te hacen imperceptible.

Lo miro todo, lo palpo todo:

hierros, urnas, altares,

una antigua vasija, retratos carcomidos por la lluvia,

citas sagradas, nombres,

anillos de latón, sucias coronas, horribles

poesías...

Quiero ser familiar con todo esto.

Pero tu nombre sigue aquí,

tu ausencia y tu recuerdo siguen aquí.

¡Aquí!

Donde tu no estarías,

si una hermosa mañana, con música de flores,

los dioses no te hubieran olvidado.

(El retorno 1955)

Así son

Su profesión se sabe es muy antigua

y ha perdurado hasta ahora sin variar

a través de los siglos y civilizaciones.

No conocen vergüenza ni reposo

se emperran en su oficio a pesar de las críticas

unas veces cantando

otras sufriendo el odio y la persecución

mas casi siempre bajo tolerancia.

Platón no les dio sitio en su República.

Creen en el amor

a pesar de sus muchas corrupciones y vicios

suelen mitificar bastante la niñez

y poseen medallones o retratos

que miran en silencio cuando se ponen tristes.

Ah curiosas personas que en ocasiones yacen

en lechos lujosísimos y enormes

pero que no desdeñan revolcarse

en los sucios jergones de la concupiscencia

sólo por un capricho.

Le piden a la vida más de lo que esta ofrece.

Difícilmente llegan a reunir dinero

la previsión no es su característica

y se van marchitando poco a poco

de un modo algo ridículo

si antes no les dan muerte por quién sabe qué cosas.

Así son pues los poetas

las viejas prostitutas de la Historia.

(Bajo tolerancia)

palabras PARA jULIA

Tú no puedes volver atrás

porque la vida ya te empuja

como un aullido interminable.

Hija mía es mejor vivir

con la alegría de los hombres

que llorar ante el muro ciego.

Te sentirás acorralada

te sentirás perdida o sola

tal vez querrás no haber nacido.

Yo se muy bien que te dirán

que la vida no tiene objeto

que es un asunto desgraciado.

Entonces siempre acuérdate

de lo que un día yo escribí

pensando en ti como ahora pienso.

Un hombre solo una mujer

así tomados de uno en uno

son como polvo no son nada.

Pero yo cuando te hablo a ti

cuando te escribo estas palabras

pienso también en otros hombres.

Tu destino está en los demás

tu futuro es tu propia vida

tu dignidad es la de todos.

Otros esperan que resistas

que les ayude tu alegría

tu canción entre sus canciones.

Entonces siempre acuérdate

de lo que un día yo escribí

pensando en ti como ahora pienso.

Nunca te entregues ni te apartes

junto al camino nunca digas

no puedo más y aquí me quedo.

La vida es bella tu verás

como a pesar de los pesares

tendrás amor tendrás amigos.

Por lo demás no hay elección

y este mundo tal como es

será todo un patrimonio.

Perdóname no sé decirte

nada más pero tú comprende

que yo aún estoy en el camino.

Y siempre siempre acuérdate

de lo que un día yo escribí

pensando en ti como ahora pienso.

Véase también L.T. p.288: La guerra.

JOSÉ SANTOS CHOCANO.

(Perú, 1875-1935)

EL SUEÑO DEL ______________

Enorme tronco que arrastró la ola,

yace el ________ varado en la ribera;

espinazo de abrupta cordillera,

fauces de abismo y formidable cola,

el sol envuelve en fúlgida aureola,

y parece lucir cota y cimera,

cual monstruo de metal que reverbera

y que, al reverberar se tornasola.

Inmóvil como un ídolo sagrado,

ceñido en mallas de compacto acero,

está ante el agua estático y sombrío,

a manera de un príncipe encantado

que vive eternamente prisionero

en el palacio de cristal de un río...

Alma América (1906)

Juan Chabas

(España 1900-1954)

___________________

¡Talle nocturno y sombra despeinada!

Clamor del cielo y aire, signo apenas

de una playa de mirtos y sirenas,

espuma el talle y la melena alada.

¡Oh signo y norma de esta tierra anclada!

Esbelta ninfa, viento y mar estrenas,

caracola de lirios y azucenas,

de estrellas y alga verde coronada.

Nada perturba tu desnudo anhelo

ni tuerce la flexible primavera

con que susurras por llegar al cielo.

Erguida y llameante vas ligera

hasta el más alto azul, huyendo al suelo

para decir tu nombre de ____________ .

Árbol de ti nacido (1955)

Juan Ismael.

(España 1907-1981)

La ___________________

La carne te voló cuando naciste

fruto de ayuntamiento peregrino

con rueda de fortuna sin destino

y aquel romboide derrumbado y triste

Un mudo celuloide fue el camino

donde loca sin boca te creciste

con Linder y Charlot Polo y Maciste

novia primera de zangolotino

Viento nuevo traspasa tu osamenta

tú traspasas trasero de berlina

con tu dura y torcida cornamenta

Hoy caballo del diablo te domina

muchacha ojo de sueño descontenta

mecanógrafa gris de una oficina

Dado de lado (1992)

Guillermo Díaz Plaja

(España 1909-1984)

_________________________

(De la National Gallery)

¿Quién trajo a esta magnolia reclinada

su casi desmayada melodía?

¿Qué guitarra de seda se ceñía

a la seda crujiente de la almohada?

¿Qué genio la cintura delicada

al esplendor de la cadera unía?

¿Cómo pudo el reflejo que fingía

recoger el calor de esa mirada?

La curva fugitiva de la espalda

cae sobre una sombra de esmeralda

que al dulce peso se convierte en nido.

Y el amorcillo, dueño del reflejo,

sonríe al contemplar, tras el espejo,

el seno que Velázquez ha escondido.

Segundo Cuaderno de sonetos (1950)

lUIS EDUARDO aUTE las cuatro y diez.

fue en ese cine te acuerdas,

en una mañana al este del edén

james dean tiraba piedras

a una casa blanca entonces te besé

aquella fue la primera

vez tus labios parecían de papel

y a la salida en la puerta

nos pidió aquel inspector nuestros carnets

luego volví a la academia

para no faltar a clase de francés

Tú me esperaste hora y media

en esta misma mesa y yo me retrasé

quieres helado de fresa

o prefieres que te pida ya el café

cuéntame cómo te encuentras

aunque sé que me responderás muy bien

ten esta foto es muy fea

el más pequeño acababa de nacer

oiga me trae la cuenta

calla que fui yo quien te invitó a comer

no te demores no sea

que no llegues a la hora al almacén

llámame el día que puedas

date prisa que ya son las cuatro y diez.

Al alba

Si te dijera, amor mío,

que temo a la madrugada;

no sé qué estrellas son éstas

que hieren como amenazas;

ni sé qué sangra la luna

al filo de su guadaña.

Presiento que tras la noche

vendrá la noche más larga;

quiero que no me abandones,

amor mío, al alba.

Al alba, al alba,

al alba, al alba.

Los hijos que no tuvimos

se esconden en las cloacas;

comen las últimas flores,

parece que adivinaran

que el día que se avecina

viene con hambre atrasada.

Presiento ......................

Miles de buitres callados

van extendiendo sus alas.

¿No te destroza, amor mío,

esta silenciosa danza,

maldito baile de muertos,

pólvora de la mañana?

Presiento ......................

Luis Eduardo Aute 1975

Dentro.

A veces recuerdo tu imagen

desnuda en la noche vacía,

tu cuerpo sin peso se abre

y abrazo mi propia mentira.

Así me reanuda la sangre,

tensando la carne dormida,

mis dedos aprietan amantes

un hondo compás de caricias.

Dentro

me quemo por ti,

me vierto sin ti

y nace un muerto.

Mi mano ahuyentó soledades,

tomando tu forma precisa,

la piel que te hice en el aire

recibe un temblor de semilla.

Un quieto cansancio me esparce,

tu imagen se borra enseguida,

me llena una ausencia de hambre

y un dulce calor de saliva.

Dentro me quemo por ti,

me vierto sin ti

y nace un muerto. Luis Eduardo Aute, 1973.

Joaquín sabinA

Tan Joven y Tan Viejo

Lo primero que quise fue marcharme bien lejos;

en el álbum de cromos de la resignación

pegábamos los niños que odiaban los espejos

guantes de Rita Hayworth, calles de Nueva York.

Apenas vi que un ojo me guiñaba la vida

le pedí que a su antojo dispusiera de mí,

ella me dio las llaves de la ciudad prohibida

yo, todo lo que tengo, que es nada, se lo di.

Así crecí volando y volé tan deprisa

que hasta mi propia sombra de vista me perdió,

para borrar mis huellas destrocé mi camisa,

confundí con estrellas las luces de neón.

Hice trampas al póker, defraudé a mis amigos,

sobre el banco de un parque dormí como un lirón;

por decir lo que pienso sin pensar lo que digo

más de un beso me dieron (y más de un bofetón).

Lo que sé del olvido lo aprendí de la luna,

lo que sé del pecado lo tuve que buscar

como un ladrón debajo de la falda de alguna

de cuyo nombre ahora no me quiero acordar.

Así que, de momento, nada de adiós muchachos,

me duermo en los entierros de mi generación;

cada noche me invento, todavía me emborracho;

tan joven y tan viejo, like a rolling stone.

XCII Puntos suspensivos

Lo peor del amor, cuando termina,

son las habitaciones ventiladas,

el solo de pijamas con sordina,

la adrenalina en camas separadas.

Lo malo del después son los despojos

que embalsaman los pájaros del sueño,

los teléfonos que hablan con los ojos,

el sístole sin diástole ni dueño.

Lo más ingrato es encalar la casa,

remendar las virtudes veniales,

condenar a galeras los archivos.

Lo atroz de la pasión es cuando pasa,

cuando, al punto final de los finales,

no le siguen dos puntos suspensivos.

Ciento volando de catorce

Contigo

Yo no quiero un amor civilizado,

con recibos y escena del sofá;

yo no quiero que viajes al pasado

y vuelvas del mercado

con ganas de llorar.

Yo no quiero vecinas con pucheros;

yo no quiero sembrar ni compartir;

yo no quiero catorce de febrero

ni cumpleaños feliz.

Yo no quiero cargar con tus maletas;

yo no quiero que elijas mi champú;

yo no quiero mudarme de planeta,

cortarme la coleta,

brindar a tu salud.

Yo no quiero domingos por la tarde;

yo no quiero columpio en el jardín;

lo que yo quiero, corazón cobarde,

es que mueras por mí.

Y morirme contigo si te matas

y matarme contigo si te mueres

porque el amor cuando no muere mata

porque amores que matan nunca mueren.

Yo no quiero juntar para mañana,

no me pidas llegar a fin de mes;

yo no quiero comerme una manzana

dos veces por semana

sin ganas de comer.

Yo no quiero calor de invernadero;

yo no quiero besar tu cicatriz;

yo no quiero París con aguacero

ni Venecia sin ti.

No me esperes a las doce en el juzgado;

no me digas "volvamos a empezar";

yo no quiero ni libre ni ocupado,

ni carne ni pecado,

ni orgullo ni piedad.

Yo no quiero saber por qué lo hiciste;

yo no quiero contigo ni sin ti;

lo que yo quiero, muchacha de ojos tristes,

es que mueras por mí.

Y morirme contigo si te matas

y matarme contigo si te mueres

porque el amor cuando no muere mata

porque amores que matan nunca mueren

Calle Melancolía

Como quien viaja a lomos de una yegua sombría,

por la ciudad camino, no preguntéis adónde.

Busco acaso un encuentro que me ilumine el día,

y no hallo más que puertas que niegan lo que esconden.

Las chimeneas vierten su vómito de humo

a un cielo cada vez más lejano y más alto.

Por las paredes ocres se desparrama el zumo

de una fruta de sangre crecida en el asfalto.

Ya el campo estará verde, debe ser Primavera,

cruza por mi mirada un tren interminable,

el barrio donde habito no es ninguna pradera,

desolado paisaje de antenas y de cables.

Vivo en el número siete, calle Melancolía.

Quiero mudarme hace años al barrio de la alegría.

Pero siempre que lo intento ha salido ya el tranvía

y en la escalera me siento a silbar mi melodía.

Como quien viaja a bordo de un barco enloquecido,

que viene de la noche y va a ninguna parte,

así mis pies descienden la cuesta del olvido,

fatigados de tanto andar sin encontrarte.

Luego, de vuelta a casa, enciendo un cigarrillo,

ordeno mis papeles, resuelvo un crucigrama;

me enfado con las sombras que pueblan los pasillos

y me abrazo a la ausencia que dejas en mi cama.

Trepo por tu recuerdo como una enredadera

que no encuentra ventanas donde agarrarse, soy

esa absurda epidemia que sufren las aceras,

si quieres encontrarme, ya sabes dónde estoy.

Vivo en el número siete, calle Melancolía.

Quiero mudarme hace años al barrio de la alegría.

Pero siempre que lo intento ha salido ya el tranvía

y en la escalera me siento a silbar mi melodía.

Pongamos que hablo de Madrid

Allá donde se cruzan los caminos,

donde el mar no se puede concebir,

donde regresa siempre el fugitivo.

Pongamos que hablo de Madrid.

Donde el deseo viaja en ascensores

un agujero queda para mí

que me dejó la vida en sus rincones.

Pongamos que hablo de Madrid.

Las niñas ya no quieren ser princesas

y a los niños les da por perseguir.

El mar dentro de una vaso de ginebra.

Pongamos que hablo de Madrid.

Los pájaros visitan al psiquiatra,

las estrellas se olvidan de salir,

la muerte pasa en ambulancias blancas.

Pongamos que hablo de Madrid.

El sol es una estufa de butano,

la vida un metro a punto de partir.

Hay una jeringuilla en el lavabo.

Pongamos que hablo de Madrid.

la muerte venga a visitarme

que me lleven al sur donde nací;

aquí no queda sitio para nadie:

Pongamos que hablo de Madrid

De Purísima y Oro

Academia de corte y confección,

sabañones, aceite de ricino,

gasógeno, zapatos topolino,

"el género dentro por la calor".

Para primores galerías Piquer,

para la inclusa niños con anginas,

para la tisis caldo de gallina,

para las extranjeras Luis Miguel.

Para el socio del limpia un carajillo,

para el estraperlista dos barreras,

para el Corpus retales amarillos

que aclaren el morao de las banderas.

Tercer año triunfal, con brillantina,

los señoritos cierran "Alazán",

y, en un barquito, Miguel de Molina,

se embarca, caminito de ultramar.

Habían pasado ya los nacionales,

habían rapado a la "señá" Cibeles,

cautivo y desarmado

el vaho de los cristales.

A la hora de la zambra, en "Los Grabieles",

por Ventas madrugaba el pelotón,

al día siguiente hablaban los papeles

de Celia, de Pemán y del bayón.

Enseñando las garras de astracán,

reclinaba en la barra de "Chicote",

la "bien pagá" derrite, con su escote,

la crema de la intelectualidad.

Permanén, con rodete Eva Perón,

"Parfait amour", rebeca azul marino,

-"Maestro, le presento a Lupe Sino,

lo dejo en buenas manos, matador"-

Y, luego, el reservao en "Gitanillos",

y, después, la paella de "Riscal",

y, la tarde del manso de Saltillo,

un anillo y unas medias de cristal.

-"Niño, sube a la suite dos anisettes,

que, hoy, vamos a perder los alamares"-

de purísima y oro, Manolete,

cuadra al toro, en la plaza de Linares.

Habían pasado ya los nacionales,

habían rapado a la "señá" Cibeles,

volvían a sus cuidados

las personas formales.

A la hora de la conga, en los burdeles,

por san Blas descansaba el pelotón,

al día siguiente hablaban los papeles

de Gilda y del Atleti de Aviación.

El Cortijo, enero de 1999

A Juan Gelman, por seguir de pie. (J.Sabina)

Que se llama Soledad

Algunas veces vuelo

y otras veces

me arrastro demasiado a ras del suelo,

algunas madrugadas me desvelo

y ando como un gato en celo

patrullando la ciudad

en busca de una gatita,

a esa hora maldita

en que los bares a punto están de cerrar,

cuando el alma necesita

un cuerpo que acariciar.

Algunas veces vivo

y otras veces

la vida se me va con lo que escribo;

algunas veces busco un adjetivo

inspirado y posesivo

que te arañe el corazón;

luego arrojo mi mensaje,

se lo lleva de equipaje

una botella..., al mar de tu incomprensión.

No quiero hacerte chantaje,

sólo quiero regalarte una canción.

Y algunas veces suelo recostar

mi cabeza en el hombro de la luna

y le hablo de esa amante inoportuna

que se llama soledad.

Algunas veces gano

y otras veces

pongo un circo y me crecen los enanos;

algunas veces doy con un gusano

en la fruta del manzano

prohibido del padre Adán;

o duermo y dejo la puerta

de mi habitación abierta

por si acaso se te ocurre regresar;

más raro fue aquel verano

que no paró de nevar.

Y algunas veces suelo recostar

mi cabeza en el hombro de la luna

y le hablo de esa amante inoportuna

que se llama soledad.

Joaquín Sabina

POESÍA HISPANOAMERICANA XIX - XX

JOSÉ MARTÍ (Cuba ,1853 - 1895)

Poética

Vierte corazón tu pena

donde no se llegue a ver,

por soberbia, y por no ser

motivo de pena ajena.

Yo te quiero, verso amigo,

porque cuando siento el pecho

ya muy cargado y deshecho,

parto la carga contigo.

Tú me sufres, tú aposentas

en tu regazo amoroso,

todo mi amor doloroso,

todas mis ansias y afrentas.

Tú, porque yo pueda en calma

amar y hacer bien, consientes

en enturbiar tus corrientes

con cuanto me agobia el alma.

Tú, porque yo cruce fiero

la tierra, y sin odio, y puro,

te arrastras, pálido y duro,

mi amoroso compañero.

Mi vida así se encamina

al cielo limpia y serena,

y tu me cargas mi pena

con tu paciencia divina.

Y porque mi cruel costumbre

de echarme en ti te desvía

de tu dichosa armonía

y natural mansedumbre;

Porque mis penas arrojo

sobre tu seno, y lo azotan,

y tu corriente alborotan,

y acá lívido, allá rojo,

blanco allá como la muerte,

ora arremetes y ruges,

ora con el peso crujes

de un dolor más que tú fuerte,

¿habré, como me aconseja

un corazón mal nacido,

de dejar en el olvido

a aquel que nunca me deja?

¡Verso, nos hablan de un Dios

adonde van los difuntos:

verso, o nos condenan juntos,

o nos salvamos los dos.

Poética

La verdad quiere cetro. El verso mío

puede, cual paje amable, ir por lujosas

salas, de aroma vario y luces ricas,

temblando enamorado en el cortejo

de una ilustre princesa, o gratas nieves

repartiendo a las damas. De espadines

sabe mi verso, y de jubón violeta

y toca rubia, y calza acuchillada.

Sabe de vinos tibios y de amores

mi verso montaraz; pero el silencio

del verdadero amor, y la espesura

de la selva prolífica prefiere:

¡Cuál gusta del canario, cuál del águila!

V

Si ves un monte de espumas

es mi verso lo que ves:

mi verso es un monte, y es

un abanico de plumas.

Mi verso al valiente agrada:

mi verso breve y sincero,

es del vigor del acero

con que se funde la espada.

Duermo en mi cama de roca

mi sueño dulce y profundo,

roza una abeja mi boca

y crece en mi cuerpo el mundo.

Mi verso es como un puñal

que por el puño echa flor:

mi verso es un surtidor

que da un agua de coral.

Mi verso es de un verde claro

y de un jazmín encendido:

mi verso es un ciervo herido

que busca en el monte amparo.

Al buen Pedro.

Dicen, Buen Pedro, que de mí murmuras

Porque tras mis orejas el cabello

En crespas ondas su caudal levanta:

¡Diles, bribón, que mientras tú en festines,

En rubios caldos y en fragantes pomas,

Entre mancebas del astuto Norte,

De tus esclavos el sudor sangriento,

Torcido en oro bebes descuidado,—

Pensativo, febril, pálido, grave,

Mi pan rebano en solitaria mesa,

Pidiendo ¡oh triste! al aire sordo modo

De libertar de su infortunio al siervo

Y de tu infamia a ti!—

Y en esos lances,

Suéleme, Pedro, en la apretada bolsa

Faltar la monedilla que reclama

Con sus húmedas manos el barbero.

RUBÉN DARÍO. (Nicaragua, 1867 - 1916)

Salutación del optimista.

Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda,

espíritus fraternos, luminosas almas, ¡salve!

Porque llega el momento en que habrán de cantar nuevos [himnos

lenguas de gloria; un vasto rumor llena los ámbitos; mágicas

ondas de vida van renaciendo de pronto;

retrocede el olvido, retrocede engañada la muerte;

se anuncia un reino nuevo, feliz sibila sueña

(...)

SONATINA.

La princesa está triste... ¿Qué tendrá la princesa?

Los suspiros se escapan de su boca de fresa,

que ha perdido la risa, que ha perdido el color.

La princesa está pálida en su silla de oro,

está mudo el teclado de su clave sonoro,

y en un vaso, olvidada, se desmaya una flor.

El jardín puebla el triunfo de los pavos reales.

Parlanchina, la dueña dice cosas banales,

y vestido de rojo piruetea el bufón.

La princesa no ríe, la princesa no siente;

la princesa persigue por el cielo de Oriente

la libélula vaga de una vaga ilusión.

¿Piensa, acaso, en el príncipe de Golconda o de China,

o en el que ha detenido su carroza argentina

para ver de sus ojos la dulzura de luz?

¿O en el rey de las islas de las rosas fragantes,

o en el que es soberano de los claros diamantes,

o en el dueño orgulloso de las perlas de Ormuz?

¡Ay!, la pobre princesa de la boca de rosa

quiere ser golondrina, quiere ser mariposa,

tener alas ligeras, bajo el cielo volar;

ir al sol por la escala luminosa de un rayo,

saludar a los lirios con los versos de mayo

o perderse en el viento sobre el trueno del mar.

Ya no quiere el palacio, ni la rueca de plata,

ni el halcón encantado, ni el bufón escarlata,

ni los cisnes unánimes en el lago de azur.

Y están tristes las flores por la flor de la corte,

los jazmines de Oriente, los nelumbos del Norte,

de Occidente las dalias y las rosas del Sur.

¡Pobrecita princesa de los ojos azules!

Está presa en sus oros, está presa en sus tules,

en la jaula de mármol del palacio real;

el palacio soberbio que vigilan los guardas,

que custodian cien negros con sus cien alabardas,

un lebrel que no duerme y un dragón colosal.

¡Oh, quién fuera hipsipila que dejó la crisálida!

(La princesa está triste, la princesa está pálida)

¡Oh visión adorada de oro, rosa y marfil!

¡Quién volara a la tierra donde un príncipe existe,

—la princesa está pálida, la princesa está triste—,

más brillante que el alba, más hermoso que abril!

—«Calla, calla, princesa —dice el hada madrina—;

en caballo, con alas, hacia acá se encamina,

en el cinto la espada y en la mano el azor,

el feliz caballero que te adora sin verte,

y que llega de lejos, vencedor de la Muerte,

a encenderte los labios con un beso de amor».

“Cantos de vida y esperanza”

Yo soy aquel que ayer no más decía

el verso azul y la canción profana,

en cuya noche un ruiseñor había

que era alondra de luz por la mañana.

El dueño fui de mi jardín de sueño,

lleno de rosas y de cisnes vagos;

el dueño de las tórtolas, el dueño

de góndolas y liras en los lagos;

y muy siglo diez y ocho y muy antiguo

y muy moderno, audaz, cosmopolita;

con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo,

y una sed de ilusiones infinita.

Yo supe de dolor desde mi infancia;

mi juventud... ¿fue juventud la mía?,

sus rosas aún me dejan su fragancia,

una fragancia de melancolía...

ITE, MISSA EST

A Reynaldo de Rafael

Yo adoro a una sonámbula con alma de Eloísa,

virgen como la nieve y honda como la mar;

su espíritu es la hostia de mi amorosa misa,

y alzo al són de una dulce lira crepuscular.

Ojos de evocadora, gesto de profetisa,

en ella hay la sagrada frecuencia del altar:

su risa en la sonrisa suave de Monna Lisa;

sus labios son los únicos labios para besar.

Y he de besarla un día con rojo beso ardiente;

apoyada en mi brazo como convaleciente

me mirará asombrada con íntimo pavor;

la enamorada esfinge quedará estupefacta;

apagaré la llama de la vestal intacta

¡y la faunesa antigua me rugirá de amor!

A MARGARITA DEBAYLE

Margarita está linda la mar,

y el viento,

lleva esencia sutil de azahar;

yo siento

en el alma una alondra cantar;

tu acento:

Margarita, te voy a contar

un cuento:

Esto era un rey que tenía

un palacio de diamantes,

una tienda hecha de día

y un rebaño de elefantes,

un kiosko de malaquita,

un gran manto de tisú,

y una gentil princesita,

tan bonita,

Margarita,

tan bonita, como tú.

Una tarde, la princesa

vio una estrella aparecer;

la princesa era traviesa

y la quiso ir a coger.

La quería para hacerla

decorar un prendedor,

con un verso y una perla

y una pluma y una flor.

Las princesas primorosas

se parecen mucho a ti:

cortan lirios, cortan rosas,

cortan astros. Son así.

Pues se fue la niña bella,

bajo el cielo y sobre el mar,

a cortar la blanca estrella

que la hacía suspirar.

Y siguió camino arriba,

por la luna y más allá;

más lo malo es que ella iba

sin permiso de papá.

Cuando estuvo ya de vuelta

de los parques del Señor,

se miraba toda envuelta

en un dulce resplandor.

Y el rey dijo: —«¿Qué te has hecho?

te he buscado y no te hallé;

y ¿qué tienes en el pecho

que encendido se te ve?».

La princesa no mentía.

Y así, dijo la verdad:

—«Fui a cortar la estrella mía

a la azul inmensidad».

Y el rey clama: —«¿No te he dicho

que el azul no hay que cortar?.

¡Qué locura!, ¡Qué capricho!...

El Señor se va a enojar».

Y ella dice: —«No hubo intento;

yo me fui no sé por qué.

Por las olas por el viento

fui a la estrella y la corté».

Y el papá dice enojado:

—«Un castigo has de tener:

vuelve al cielo y lo robado

vas ahora a devolver».

La princesa se entristece

por su dulce flor de luz,

cuando entonces aparece

sonriendo el Buen Jesús.

Y así dice: —«En mis campiñas

esa rosa le ofrecí;

son mis flores de las niñas

que al soñar piensan en mí».

Viste el rey pompas brillantes,

y luego hace desfilar

cuatrocientos elefantes

a la orilla de la mar.

La princesita está bella,

pues ya tiene el prendedor

en que lucen, con la estrella,

verso, perla, pluma y flor.

* * *

Margarita, está linda la mar,

y el viento

lleva esencia sutil de azahar:

tu aliento.

Ya que lejos de mí vas a estar,

guarda, niña, un gentil pensamiento

al que un día te quiso contar

un cuento.

Véase también L.T. p.p 198 - 201: Venus; Yo persigo

una forma; Lo fatal; De invierno; Ite misa est; De otoño.

CÉSAR VALLEJO (Perú, 1892 - 1938)

Considerando en frío, imparcialmente...

Considerando en frío, imparcialmente,

que el hombre es triste, tose y, sin embargo,

se complace en su pecho colorado;

que lo único que hace es componerse

de días;

que es lóbrego, mamífero y se peina...

Considerando

que el hombre procede suavemente del trabajo

y repercute jefe, suena subordinado;

que el diagrama del tiempo

es constante diorama en sus medallas

y, a medio abrir, sus ojos estudiaron,

desde lejanos tiempos,

su fórmula famélica de masa...

Comprendiendo sin esfuerzo

que el hombre se queda, a veces, pensando,

como queriendo llorar,

y, sujeto a tenderse como objeto,

se hace buen carpintero, suda, mata

y luego canta, almuerza, se abotona...

Examinando, en fin,

sus encontradas piezas, su retrete,

su desesperación, al terminar su día atroz, borrándolo...

Considerando también

que el hombre es en verdad un animal

y, no obstante, al voltear me da con su tristeza en la [cabeza...

Comprendiendo

que él sabe que le quiero,

que le odio con afecto y me es, en suma, indiferente

Considerando sus documentos generales

y mirando con lentes aquel certificado

que prueba que nació muy pequeñito...

le hago un seña,

viene,

y le doy un abrazo, emocionado.

¡Qué más da! Emocionado... Emocionado...

Piedra negra sobre una piedra blanca

Me moriré en París con aguacero,

un día del cual tengo ya el recuerdo.

Me moriré en París —y no me corro—

tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.

Jueves será porque hoy, jueves, que proso

estos versos, los húmeros me he puesto

a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto,

con todo mi camino, a verme solo.

César Vallejo ha muerto, le pegaban

todos sin que él les haga nada;

le daban duro con un palo y duro

también con una soga; son testigos

los días jueves y los huesos húmeros,

la soledad, la lluvia, los caminos...

Véase también L.T. p. 237 : Masa.

Vicente Huidobro (Chile, 1893 - 1948)

Altazor (fragmentos)

No hay tiempo que perder

Ya viene la golondrina monotémpora

Trae un acento antípoda de lejanías que se acercan

Viene gondoleando la golondrina

Al horitaña de la montazonte

La violondrina y el goloncelo

Descolgada esta mañana de la lunala

Se acerca a todo galope

Ya viene la golondrina

Ya viene la golonfina

Ya viene la golontrina

Ya viene la goloncima

Viene la golonchina

Viene la golonclima

Ya viene la golonrima

Ya viene la golonrisa

La golonniña

La golongira

La golonlira

La golonbrisa

La golonchilla

Ya viene la golondía

Y la noche encoge sus uñas como el leopardo

Ya viene la golontrina

Que tiene un nido en cada uno de los dos calores

Como yo lo tengo en los cuatro horizontes

Viene la golonrisa

Y las olas se levantan en la punta de los pies

Viene la golonniña

Y siente un vahído en la cabeza de la montaña

Viene la golongira

Y el viento se hace parada de sílfides en orgía

Se llenan de notas los hilos telefónicos

Se duerme el ocaso con la cabeza escondida

Y el árbol con el pulso afiebrado

Pero el cielo prefiere el rodoñol

Su niño querido de rorreñol

su flor de alegría el romiñol

Su piel de lágrima el rofañol

Su garganta nocturna el rosolñol

El rolañol

El rosiñol.

Véase también L.T. p.237: Nipona.

Pablo Neruda (Chile, 1904 - 1973)

Veinte poemas de amor y una canción desesperada.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Escribir, por ejemplo: "La noche está estrellada,

y tiritan, azules, los astros a lo lejos".

El viento de la noche gira en el cielo y canta.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Yo la quise, y a veces ella también me quiso.

En las noches como esta la tuve entre mis brazos.

La besé tantas veces bajo el cielo infinito.

Ella me quiso, a veces yo también la quería.

Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Pensar que no la tengo, sentir que la he perdido.

Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.

Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.

Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.

La noche está estrellada y ella no está conmigo.

La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.

Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

Ya no la quiero, es cierto, pero cuanto la quise.

Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.

De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.

Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.

Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.

Es tan corto el amor y es tan largo el olvido.

Porque en noches como estas la tuve entre mis brazos,

mi alma no se contenta con haberla perdido.

Aunque este sea el último dolor que ella me causa

y estos sean los últimos versos que yo le escribo.

ME GUSTAS CUANDO CALLAS PORQUE ESTÁS COMO AUSENTE,

y me oyes desde lejos y mi voz no te toca.

Parece que los ojos se te hubieran volado

y parece que un beso te cerrara la boca.

Como todas las cosas están llenas de mi alma

emerges de las cosas, llena del alma mía.

Mariposa de sueño, te pareces a mi alma,

y te pareces a la palabra melancolía.

Me gustas cuando callas y estás como distante.

Y estás como quejándote, mariposa en arrullo.

Y me oyes desde lejos, y mi voz no te alcanza:

déjame que me calle con el silencio tuyo.

Déjame que te hable también con tu silencio

claro como una lámpara, simple como un anillo.

Eres como la noche, callada y constelada.

Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo.

Me gustas cuando callas porque estás como ausente.

Distante y dolorosa como si hubieras muerto.

Una palabra entonces, una sonrisa bastan.

Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.

Véase también L.T. p. 237: “En su llama mortal...”

Nicolás Guillén (Cuba, 1902 - 1989)

Canción

¡De qué callada manera

se me adentra usted sonriendo,

como si fuera la primavera!

Yo muriendo.

Y de qué modo sutil

me derramó en la camisa

todas las flores de abril.

¿Quién le dijo que yo era

risa siempre, nunca llanto,

como si fuera la primavera?

No soy tanto.

En cambio qué espiritual

que usted me brinde una rosa

de su rosal principal.

Sensemaya

(Canto para matar una culebra)

¡Mayombe-bombe-mayombe!

¡Mayombe-bombe-mayombe!

¡Mayombe-bombe-mayombe!

La culebra tiene los ojos de vidrio;

la culebra viene, y se enreda en un palo;

con sus ojos de vidrio en un palo,

con sus ojos de vidrio.

La culebra camina sin patas;

la culebra se esconde en la yerba;

caminando se esconde en la yerba;

caminando sin patas.

¡Mayombe-bombe-mayombe!

¡Mayombe-bombe-mayombe!

¡Mayombe-bombe-mayombe!

Tú le das con el hacha y se muere:

¡dale ya!

¡No le des con el pie, que te muerde,

no le des con el pie, que se va!

(...)

Jorge Enrique Adoum (Ecuador, 1923)

después de añísimos de quizases talveces ojalases

no quedan sino porqués nuncamases y tampocos

ya jamasmente la ísima

ya sólo la escorpiona

parasiempremente no sida

el puro postamor casi inamor amortejado

en la subalma o la desvida

diciembremente terminado

De No son todos los que están. (1960)

Véase también L.T. p. 217: Epitafio del extranjero vivo.

Silvio Rodríguez (Cuba,1946)

En estos días.

En estos días

todo el viento del mundo sopla en tu dirección,

la Osa Mayor corrige la punta de su cola

y te corona con la estrella que guía,

la mía.

Los mares se han torcido,

no con poco dolor, hacia tus costas,

la lluvia dibuja en tu cabeza la sed de millones de árboles

las flores te maldicen muriendo,

celosas.

En estos días

no sale el sol

sino tu rostro.

Y en el silencio

sordo del tiempo

gritan tus ojos.

¡Ay de estos días terribles!

¡Ay de lo indescriptible!

En estos días

no hay absolución posible para el hombre,

para el feroz, la fiera que ruge y canta ciega,

ese animal remoto que devora y devora

primaveras.

En estos días

no sale el sol,

sino tu rostro.

Y en el silencio

sordo del tiempo

gritan tus ojos.

¡Ay de estos días terribles!

¡Ay del nombre que lleven!

¡Ay de cuantos se marchen!

¡Ay de cuantos se queden!

¡Ay de todas las cosas

que hinchan este segundo!

¡Ay de estos días terribles

Asesinos del mundo!

(1978)

Te doy una canción

¡Cómo gasto papeles recordándote,

cómo me haces hablar en el silencio,

cómo no te me quitas de las ganas,

aunque nadie me ve nunca contigo!

¡Y cómo pasa el tiempo

que de pronto son años

sin pasar tú por mí,

detenida!

Te doy una canción si abro una puerta

y de la sombra sales tú.

Te doy una canción de madrugada

cuando más quiero tu luz.

Te doy una canción cuando apareces

el misterio del amor

y si no lo apareces,

no me importa,

yo te doy una canción.

Si miro un poco afuera me detengo,

la ciudad se derrumba y yo cantando;

la gente que me odia y que me quiere

no me va a perdonar que me distraiga.

Creen que lo digo todo,

que me juego la vida,

porque no te conocen

ni te sienten.

Te doy una canción y hago un discurso

sobre mi derecho a hablar;

Te doy una canción con mis dos manos,

con las mismas de matar.

Te doy una canción y digo patria

y sigo hablando para ti;

Te doy una canción como un disparo,

como un libro, una palabra, una guerrilla,

como doy el amor.

(1975)

¡Ojalá!

¡Ojalá que las hojas

no te toquen el cuerpo cuando caigan,

para que no las puedas

convertir en cristal!

¡Ojalá que la lluvia deje de ser

milagro que baja por tu cuerpo!

¡Ojalá que la luna pueda salir sin ti!

¡Ojalá que la tierra no te bese los pasos!

¡Ojalá se te acabe la mirada constante,

la palabra precisa, la sonrisa perfecta!

¡Ojalá pase algo que te borre de pronto:

una luz cegadora, un disparo de nieve!

¡Ojalá por lo menos que me lleve la muerte,

para no verte tanto, para no verte siempre,

en todos los segundos

en todas las visiones!

¡Ojalá que no pueda

tocarte ni en canciones!

¡Ojalá que la aurora

no dé gritos que caigan en mi espalda!

¡Ojalá que tu nombre

se le olvide a esa voz!

¡Ojalá las paredes

no retengan tu ruido de camino cansado!

¡Ojalá que el deseo se vaya tras de ti,

a tu viejo gobierno de difuntos y flores!

¡Ojalá se te acabe la mirada constante,

la palabra precisa, la sonrisa perfecta!

¡Ojalá pase algo que te borre de pronto:

una luz cegadora, un disparo de nieve!

¡Ojalá por lo menos que me lleve la muerte,

para no verte tanto, para no verte siempre,

en todos los segundos

en todas las visiones!

¡Ojalá que no pueda

tocarte ni en canciones!

(1978)

Un poeta del siglo XIII

Vuelve a mirar los arduos borradores

De aquel primer soneto innominado,

La página arbitraria en que ha mezclado

Tercetos y cuartetos pecadores.

Lima con lenta pluma sus rigores

Y se detiene. Acaso le ha llegado

Del porvenir y de su horror sagrado

Un rumor de remotos ruiseñores.

¿Habrá sentido que no estaba solo

Y que el arcano, el increíble Apolo

Le había revelado un arquetipo,

Un ávido cristal que apresaría

Cuanto la noche cierra o abre el día:

Dédalo, laberinto, enigma, Edipo?

Jorge Luis Borges

ESPUMAS

Este cuerpo de amor no necesita

quemar su luz en otra ardiente rama.

La lava en que se quema y que derrama,

por su propio volcán se precipita.

Tu hermosura sin voz sólo me incita,

no un corazón ni el vuelo de una llama.

Mi alimento es mi amor, y lo que ama

mi sangre, es esa piel, que un astro imita.

¿Qué esconde esa belleza? Sólo espumas,

Oh hermosa nada que a mi amor convoca,

raudo cielo sin Dios, mar sin secreto.

Pero besar todas sus dulces plumas

es ya el único sino de esta boca,

la única gloria ya de este esqueleto.

Octavio Paz; mexicano (1914-1998)

María Rosal Nadales; española (1961)

Tempus fugit

De tibio pedernal, mármol triunfante,

delirios circulares de armonía,

en redonda y severa simetría,

gemela suavidad, melaza andante.

Dulce empeño, cristal, claro diamante,

embrujada y turgente geografía,

que en mostrando descaro y osadía

no habrá vaina leal que no levante.

Si una mano os asalta en la espesura,

responded con fervor y sin recato,

que en amorosa lid, vale locura.

Y pues que tempus fugit por mandato

fuera necio no obrar con desmesura

ante lúbrico dios, nunca sensato.

Remedio antiguo no hallado en la botica (1994)

Ernestina de Champourcin, España 1905-1999

Tu silencio me envuelve y me traspasa...

Tu silencio me envuelve y me traspasa

con agujas de hostiles soledades,

muro obstinado tras el cual evades

la pregunta de fuego que me abrasa.

¡Abre tu cerco al fin! Es tan escasa

la luz en mi camino, que si invades

con tu niebla sus tenues claridades,

naufragaré en la sombra. Ven y arrasa

para siempre mi inquieta incertidumbre.

Devuélveme tu voz, dame la lumbre

de tu palabra nítida y serena.

Derrumba en torno mío tu muralla

y escucahrás el cántico que calla

en el pozo sin cielo de mi pena.

Cántico inútil (1936)

Tino Barriuso España 1948

Carta al ayer a begoña arnaiz

Vienes como la lluvia en primavera,

a desnudar arcángeles glaciales,

y llamas con el ala en los cristales,

siempre dentro de mí, mas siempre fuera.

Desciendes por la hondísima escalera

que lleva al corazón, y en los umbrales

sonríes con tus ojos manantiales,

tu falda de maíz, tu voz de cera.

Y ya ves: voy andando hacia el olvido,

pero vivo, negándole a la muerte

la luz de los trabajos y los días.

Te guardo más de lo que te he querido,

y no hallo otra manera de quererte

que parecerme al hombre que querías.

Paloma sin alas (1991)

Antonio cáceres España 1960

Homenaje al soneto

Jacopo de Lentini, funcionario

de la Corte Imperial, vate discreto,

al combinar cuarteto con terceto

fijó un preciso molde literario.

Así nace el discurso lapidario

que seguimos haciendo; este soneto

es un ensayo más, siempre incompleto,

del perfecto soneto imaginario.

Petrarca, Borges, Lope, Garcilaso,

Quevedo, Shakespeare, Góngora y Cervantes

de esta idea alcanzaron la excelencia.

Manuel Machado presintió que, acaso,

en los catorce versos consonantes

de un hombre cabe entera la existencia.

Vuelta de hoja (1992)

Viaje infinito.

Para el que con su incendio te ilumina,

cósmico caracol de azul sonoro,

blanco que vibra un címbalo de oro,

último trecho de la jabalina,

la mano que te busca en la penumbra

se detiene en la tibia encrucijada

donde musgo y coral velan la entrada

y un río de luciérnagas alumbra,

sí, portulano[1], fuego de esmeralda,

sirte[2] y fanal[3] en una misma empresa

cuando la boca navegante besa

La poza más profunda de tu espalda,

suave canibalismo que devora

su presa que la danza hacia el abismo,

oh laberinto exacto de sí mismo

donde el pavor de la delicia mora

agua para la sed del que te viaja

mientras la luz que junto al lecho vela

baja a tus muslos su húmeda gacela

y al fin la estremecida flor desgaja

Julio Cortázar Último round.

Cristina Núñez Pereira (Madrid)

Concurso: Luces y Sombras

Título: Soneto del amor bien medido

Perfecta entre tus senos la cesura,

consonante la rima en tu cadera.

(Sin ti; yo, cabo roto, estrofa huera.)

Ni un solo ripio afea tu cintura,

ni una sílaba falta en tu hermosura;

tu ritmo alejandrino me acelera,

y ni en el hemistiquio se modera

mi amor que tras tus besos se apresura.

Mi más sonoro verso queda mudo

por ti. Por ti me vuelvo pareado,

por ti yo me encadeno en un terceto,

por ti yo me encabalgo y me desnudo;

ante el tuyo, mi pie queda quebrado…

y al fin, sólo por ti, soy un soneto.

JAVIER KRAHE

La hoguera.

Es un asunto muy delicado

el de la pena capital

porque además del condenado

juega el gusto de cada cual;

empalamiento, lapidamiento

inmersión, crucifixión,

desuello, descuartizamiento;

todos son dignos de admiración.

Pero dejadme, ay, que yo prefiera

la hoguera, la hoguera, la hoguera;

la hoguera tiene ¡qué sé yo!

que sólo lo tiene la hoguera.

Sé que han probado su eficacia

los carchutos del pelotón;

la guinda del tiro de gracia

es exclusiva del paredón.

La guillotina por supuesto

posee el “chic” de lo francés:

la cabeza que cae al cesto,

ojos y lengua de través.

Pero dejadme, ay, que yo prefiera

la hoguera, la hoguera, la hoguera,

la hoguera tiene ¡qué sé yo!

que sólo lo tiene la hoguera.

No tengo elogios suficientes

para la cámara de gas,

que para grandes contingentes

ha resultado ser el as.

Ni negaré que el balanceo

de la horca un hallazgo es,

ni lo que se estira el reo

cuando lo lastran por los pies.

Pero dejadme, ay, que yo prefiera

la hoguera, la hoguera, la hoguera;

la hoguera tiene ¡qué sé yo!

que sólo lo tiene la hoguera.

Sacudir con corriente alterna

reconozco que no está mal

la silla eléctrica es moderna,

americana, funcional.

Y sé que iba de maravilla

nuestro castizo garrote vil

para ajustarle la golilla

al pescuezo más incivil.

Pero dejadme, ay, que yo prefiera

la hoguera, la hoguera, la hoguera,

la hoguera tiene ¡qué sé yo!

que sólo lo tiene la hoguera.

Un burdo rumor

No sé tus escalas por lo tanto eres muy dueña

de ir por ahí diciendo que la tengo muy pequeña.

No está su tamaño en honor a la verdad

fuera de la ley de la relatividad.

Y aunque en rigor no es mejor

por ser mayor o menor,

ciertamente es un burdo rumor.

Pero como veo que, por ser tu tan cotilla,

va de boca en boca y es la comidilla,

en vez de esconderla como haría el avestruz

tomo mis medidas: hágase la luz.

Y aunque en rigor no es mejor

por ser mayor o menor,

una encuesta he hecho a mi alrededor.

Trece interesadas respondieron a esta encuesta,

de las cuales una no sabe, no contesta,

y en las otras doce división, como veréis:

se me puso en contra la mitad, es decir, seis.

Y aunque en rigor no es mejor

por ser mayor o menor,

otras seis francamente a favor.

Y si hubo reproches fueron, en resumen,

por su rendimiento, no por su volumen.

Y las alabanzas, que también hubo un montón,

hay que atribuirlas a una cuarta dimensión.

Y aunque en rigor no es mejor

por ser mayor o menor,

a que a veces soy muy cumplidor.

Mi mujer incluso dijo: “aunque prefiero,

como tú ya sabes, la del jardinero;

por si te interesa pon que estáis a la par,

sólo que la suya es mucho menos familiar”

Y aunque en rigor no es mejor

por ser mayor o menor,

nunca olvida traerme una flor.

Es mísero, sórdido, y aun diría tétrico

someterlo todo al sistema métrico:

no estés con la regla más de lo que es natural

te aseguro, chica, que eso puede ser fatal.

Y aunque en rigor no es peor

por ser mayor o menor,

yo que tú consultaba al doctor López Ibor.

Villatripas.

Por su gran prosperidad

decidió la autoridad

de Villatripas de Arriba

—¡Que viva el alcalde; viva!—

erigir un monumento

un auténtico portento

que a los de abajo asombrara:

una escultura bien cara,

como dijo el pregonero,

que costara su dinero,

pues de mármol o alabastro

de nuestro rico catastro

la montara un escultor

en plena plaza mayor.

Y terminaba el pregón:

—será una gran erección—

Se gastó mucha saliva

en Villatripas de Arriba;

la gente andaba tan fatua

con la cosa de la estatua

y había gran emoción

cuando la inauguración.

La alcaldesa con premura

corrió el velo a la escultura

y apareció ante la villa

la supuesta maravilla:

saliendo de entre las aguas

sin siquiera unas enaguas,

toda toda desnudita,

una Venus Afrodita.

La erección no estuvo mal,

satisfizo al personal.

Tenía el pueblo de al lado

el ánimo muy picado,

y allí habló el señor alcalde:

—erigiremos de valde—

En Villatripas de Abajo

se suple con desparpajo

por parte del vecindario

la falta de monetario:

—Vecinos de este lugar,

hay que vencer o ganar.

¿Estáis dispuestos a todo

por sacudiros el lodo

de esa Venus Afroooo....... leches?

—Alcalde, lo que nos eches —

respondió la población

con una gran ovación.

Cogieron a la Jacinta,

la moza de mejor pinta,

y en la misma plazoleta

la pusieron en porreta

y la echaron al pilón

sin mayor vacilación.

Luego fue una comitiva

a Villatripas de Arriba

a decirles que bajaran,

miraran y compararan.

Comparando las dos Venus,

¿cuál es más y cual es menos?

excepto algún poetastro

que alabó la de alabastro

y el pelma de Don Simón

que de un vuelo fue al pilón,

se oyó gritar al compás:

—La Jacinta mucho más,

la Jacinta mucho más —

Y con graciosa vehemencia

añadió la concurrencia,

sobre todo los varones:

—que en lo tocante a erecciones

la Jacinta en el pilón

matarile rile ro.

Texto 1

Los poetas demostraron, antes que los psicolingüistas, que todas las palabras suenan en nuestros oídos aunque las leamos en silencio. Después, los estudiosos del lenguaje y del cerebro humano han convenido en que la lectura de un texto va acompañada de una articulación interior, imperceptible. Ellos lo llaman “subvocalización”. Por eso aprender a leer afecta a la forma de percibir las palabras que se oyen. Una vez que sabemos leer no sólo vemos las palabras con sus letras. También las escuchamos con sus sonidos.

Y con los sonidos nos llegan los colores de los fonemas y cuanto sugieren. Las formas que envuelven los vocablos crean también una estética que alcanza a los sentidos del ser humano y puede, como un lienzo, dejar admirados nuestros ojos. Las letras cumplen el papel de colores en la paleta de quien plasma un poema.

La vocal u, por ejemplo, se inserta en “luz”, en “lumbre”, en “fulgor”, en “fulgurante”, en “iluminar”, “luminaria” ... palabras todas ellas que se apoyan en el sonido “u” y que se relacionan con la luz misma. Dámaso Alonso hablaba de “la magia de la imagen fonética” para componer “la imagen poética”, y recordaba aquel verso del poeta dueño del color, Luis de Góngora: “Infame turba de nocturnas ave”, donde la acentuación de la frase en las dos sílabas “tur” (turba y nocturna), en los dos golpes de la u, hace caer sobre el verso dos intensos chorros de luz, pero de luz negra; la misma luz negra que inunda la palabra “lúgubre” ... La negrura de “luto” y “luctuoso”, las sílabas que evocan el dolor primitivo de la palabra.

Y es esa misma “tur” acentuada en “turba” y en “nocturna” la que encontramos en turbio, en el dúo de letras “ur” que hallamos en “oscuro”, la misma letra u que sobreviene opaca en el azul marino o en la lúgubre luz del ángulo umbrío, del ángulo oscuro: un cierto fulgor, luz sí; pero de brillo negro, el brillo de la “púrpura” y del “crepúsculo”; porque el azul profundo y las úes que lo muestran se hallan muy cerca, hasta el punto de que en francés se dice “no veo más que azul” para explicar que alguien no ve nada; y en alemán, “estar en azul” equivale a “estar borracho” ... situación que en España se llama también “estar ciego”[4]. (...)

La a, por el contrario, se muestra blanca... blancas son las letras a de álamo y de cándida, de clara y de diáfana, de glaciar, de alba y de cal y de agua y de cana o de diana, la a que transparenta, la a de cristalina y de escarcha... y de la propia palabra “blanca”, que exhibe su blancura en las dos vocales que la pronuncian. Y blancos son los “álamos” en su madera blanca, y los “fantasmas” en sus “sábanas”, en sus sábanas blancas, vestidos por las aes de todas esas sílabas que hacen menos blanca la nieve que la nevada.

La letra i es tal vez el amarillo, palabra que la acoge además en su sílaba tónica, el amarillo de “genista” porque encajaría más a la retama el color blanco y a la genista el amarillo, siendo en realidad la misma planta, sinónimas en los diccionarios... El amarillo que se marchita y amarillea marchitándose y que pone el acento en la i de marchito, el amarillo del pelo rubio, el amarillo de un rostro lívido, del cofre aurino, de la piel cetrina, de la orina, de la ictericia y su palidez, el amarillo del trigo[5] (...)

La o lleva los valores de “negro”, cuyo sonido se asocia con lo fúnebre tal vez porque “nekro” llegó al español desde el griego para nombrar a la muerte (identificamos el negro con la necrológica, y vemos el negro futuro de alguien... (...) GRIJELMO, Alex: La seducción de las palabras, Taurus, Madrid, 2000; pp. 39-41

Texto 2

Una vez más, pues, había cometido una tontería con mi costumbre de escribir cartas muy espontáneas y enviarlas enseguida. Las cartas de importancia hay que retenerlas por lo menos un día hasta que se vean claramente todas las posibles consecuencias.

Quedaba un recurso desesperado, ¡el recibo! Lo busqué en todos los bolsillos, pero no lo encontré: lo habría arrojado estúpidamente por ahí. Volví corriendo al correo, sin embargo, y me puse en la fila de las certificadas. Cuando llegó mi turno, pregunté a la empleada, mientras hacía un horrible e hipócrita esfuerzo para sonreír:

—¿No me conoce?

La mujer me miró con asombro: seguramente pensó que era loco. Para sacarla de su error, le dije que era la persona que acababa de enviar una carta a la estancia Los Ombúes. El asombro de aquella estúpida pareció aumentar y, tal vez con el deseo de compartirlo o de pedir consejo ante algo que no alcanzaba a comprender, volvió su rostro hacia un compañero; me miró nuevamente a mí.

—Perdí el recibo —expliqué.

No obtuve respuesta.

—Quiero decir que necesito la carta y no tengo el recibo —agregué.

La mujer y el otro empleado se miraron, durante un instante, como dos compañeros de baraja.

Por fin, con el acento de alguien que está profundamente maravillado, me preguntó:

—¿Usted quiere que la devuelva la carta?

—Así es.

—¿Y ni siquiera tiene el recibo?

Tuve que admitir que, en efecto, no tenía ese importante documento. El asombro de la mujer había aumentado hasta el límite. Balbuceó algo que no entendí y volvió a mirar a su compañero.

—Quiere que le devuelva una carta —tartamudeó.

El otro sonrió con infinita estupidez, pero con el propósito de querer mostrar viveza. La mujer me miró y me dijo:

—Es completamente imposible.

—Le puedo mostrar documentos —repliqué sacando unos papeles.

—No hay nada que hacer. El reglamento es terminante.

—El reglamento, como usted comprenderá, debe estar de acuerdo con la lógica —exclamé con violencia mientras comenzaba a irritarme un lunar con pelos largos que esa mujer tenía en la mejilla.

—¿Usted conoce el reglamento? —me preguntó con sorna.

—No hay necesidad de conocerlo, señora —respondí fríamente, sabiendo que la palabra señora debía herirla mortalmente.

Los ojos de la harpía brillaban ahora de indignación.

—Usted comprende, señora, que el reglamento no puede ser ilógico: tiene que haber sido redactado por una persona normal, no por un loco. Si yo despacho una carta y al instante vuelvo a pedir que me la devuelvan porque me he olvidado de algo esencial lo lógico es que se atienda mi pedido. ¿O es que el correo tiene empeño en hacer llegar cartas incompletas o equívocas? Es perfectamente claro y razonable que el correo es un medio de comunicación, no un medio de compulsión: el correo no puede obligar a mandar una carta si yo no quiero.

—Pero usted lo quiso —respondió.

—¡Sí! —grité—, ¡pero le vuelvo a repetir que ahora no lo quiero!

—No me grite, no sea mal educado. Ahora es tarde.

—No es tarde porque la carta está allí —dije, señalando hacia el resto de las cartas despachadas.

La gente comenzaba a protestar ruidosamente. La cara de la solterona temblaba de rabia. Con verdadera repugnancia, sentí que todo mi odio se concentraba en el lunar.

—Yo le puedo probar que soy la persona que ha mandado la carta —repetí, mostrándole unos papeles personales.

—No grite, no soy sorda —volvió a decir—. Yo no puedo tomar semejante decisión.

—Consulte al jefe, entonces.

—No puedo. Hay demasiada gente esperando. Acá tenemos mucho trabajo, ¿comprende?

—Este asunto forma parte del trabajo —expliqué.

Algunos de los que estaban esperando propusieron que me devolvieran la carta de una vez y se siguiera adelante. La mujer vaciló un rato, mientras simulaba trabajar en otra cosa; finalmente fue adentro y al cabo de un largo rato volvió con un humor de perro. Buscó en el cesto.

—Solo tiene iniciales y dirección —dijo.

—¿Y eso?

—¿Qué documentos tiene para probarme que es la persona que mandó la carta?

—Tengo el borrador —dije, mostrándolo.

Lo tomó, lo miró y me lo devolvió.

—¿Y cómo sabemos que es el borrador de la carta?

—Es muy simple: abramos el sobre y lo podemos verificar.

La mujer dudó un instante, miró el sobre cerrado y luego me dijo:

—¿Y cómo vamos a abrir esta carta si no sabemos que es suya? Yo no puedo hacer eso.

La gente comenzó a protestar de nuevo. Yo tenía ganas de hacer alguna barbaridad.

—Ese documento no sirve —concluyó la harpía.

—¿Le parece que la cédula de identidad será suficiente? —pregunté con irónica cortesía.

—¿La cédula de identidad?

Reflexionó, miró nuevamente el sobre y luego dictaminó:

—No la cédula sola no, porque acá sólo están las iniciales. Tendrá que mostrarme también un certificado de domicilio. O si no la libreta de enrolamiento, porque en la libreta figura el domicilio.

Reflexionó un instante más y agregó:

—Aunque es difícil que usted no haya cambiado de casa desde los dieciocho años. Así que casi seguramente va a necesitar también certificado de domicilio.

Una furia incontenible estalló por fin en mí y sentí que alcanzaba también a María y, lo que es más curioso, a Mimí.

—¡Mándela usted así y váyase al infierno! —le grité, mientras me iba.

Salí del correo con un ánimo de mil diablos y hasta pensé si, volviendo a la ventanilla pondría incendiar de alguna manera el cesto de las cartas. ¿Pero cómo? ¿Arrojando un fósforo? Era fácil que se apagara en el camino. Echando previamente un chorrito de nafta, el efecto sería seguro; pero eso complicaba las cosas. De todos modos pensé esperar a la salida del personal de turno e insultar a la solterona.

Sábato, Ernesto: El Túnel; de. Cátedra, Madrid, 1982, pp. 145 - 148.

Texto 3

Las palabras no caen en el vacío. ZOHAR

Esta noche he visto alzarse la Máquina nuevamente. Era, en la proa, como una puerta abierta sobre el vasto cielo que ya nos traía olores de tierra por sobre un Océano tan sosegado, tan dueño de su ritmo, que la nave, levemente llevada, parecía adormecerse en su rumbo, suspendida entre un ayer y un mañana que se trasladaran con nosotros. Tiempo detenido entre la Estrella Polar, la Osa Mayor y la Cruz del Sur —ignoro, pues no es mi oficio saberlo, si tales eran las constelaciones, tan numerosas que sus vértices, sus luces de posición sideral, se confundían, se trastocaban, barajando sus alegorías, en la claridad de un plenilunio, empalidecido por la blancura del Camino de Santiago... Pero la Puerta-sin-batiente estaba erguida en la proa, reducida al dintel y las jambas con aquel cartabón, aquel medio frontón invertido, aquel triángulo negro, con bisel acerado y frío, colgando de sus montantes. Ahí estaba la armazón, desnuda y escueta, nuevamente plantada sobre el sueño de los hombres, como una presencia —una advertencia, — que nos concernía a todos por igual. La habíamos dejado a popa muy lejos, en sus cierzos de abril, y ahora nos resurgía sobre la misma proa, delante, como guiadora —semejante, por la necesaria exactitud de sus paralelas, su implacable geometría, a un gigantesco instrumento de marear. Ya no la acompañaban pendones, tambores ni turbas; no conocía la emoción, ni la cólera, ni el llanto, ni la ebriedad de quienes, allá, la rodeaban de un coro de tragedia antigua, con el crujido de las carretas de rodar-hacia-lo-mismo, y el acoplado redoble de las cajas. Aquí, la Puerta estaba sola, frente a la noche, más arriba del mascarán tutelar, relumbrada por su filo diagonal, con el bastidor de madera que se hacía el marco de un panorama de astros. Las olas acudían, se abrían, para rozar nuestra eslora; se cerraban, tras de nosotros, con tan continuado y acompasado rumor que su permanencia se hacía semejante al silencio que el hombre tiene por silencio cuando no escucha voces parecidas a las suyas. Silencio viviente, palpitante y medido, que no era, por lo pronto, el de lo cercenado y yerto... Cuando cayó el filo diagonal con brusquedad de silbido y el dintel se pintó cabalmente, como verdadero remate de puerta en lo alto de sus jambas, el investido de Poderes, cuya mano había accionado el mecanismo, murmuró entre dientes: (Hay que cuidarla del salitre». Y cerró la Puerta con una gran funda de tela embreada, echada desde arriba. La brisa olía a tierra —humus, estiércol, espigas, resinas— de aquella isla puesta, siglos antes, bajo el amparo de una Señora de Guadalupe que en Cáceres de Extremadura y Tepeyac de América erguía la figura sobre un arco de luna alado por un Arcángel.

Carpentier, Alejo: El siglo de las luces, Seix Barral, 1972. p.1.

Texto 4

La diferencia que existe entre las fábricas que lanzan grandes series y las que únicamente producen cantidades más restringidas de productos no es solamente —como podría suponerse— de tipo cuantitativo, sino que hay diferencias cualitativas gracias a las cuales la aplicación de las reglas emanadas del taylorismo-bedoísmo logra una eficacia infinitamente superior y de otro orden. Cuando una fabricación alcanza la envergadura propia de la gran serie es cuando la producción en cadena destina uno o más operarios a cada una de las mínimas operaciones en que la analítica del proceso puede llegar a descomponer la totalidad bien integrada del mismo. Es entonces cuando el principio del cronometraje alcanza toda su virtualidad y cuando puede llegar a impedirse que la totalidad de la factoría “tenga que marchar al ritmo del peor de sus obreros”. Un planning adecuado del conjunto, con esquemáticos índices de la complejidad relativa de cada operación y una economía de desplazamientos, movimientos, lapsos. deliberaciones, con absoluta exclusión de todo recurso a la maestría, llegan a producir los resultados que todos deseamos. Esta racionalización quizá en ninguna empresa de nuestra ciudad haya podido llegar a establecerse con absoluta precisión por falta de la masa de producción necesaria. Por ello, para hacernos idea de los principios en que se basa recurriremos a una organización en que, aunque no se trate propiamente hablando de manufactura, se dispone del numero suficiente de objetos a manipular para que las normas racionalizadoras alcancen su eficacia indudable. Se trata de los enterramientos verticales que se practican con los cadáveres de las personas que, habiendo pertenecido en vida a las clases sociales menos pudientes, no han podido o no han querido adquirir una sepultura en propiedad y por ello están destinados a ser colocados de modo poco preciso en un terreno vago e indelimitado, durante el número de años necesario para que los procesos de la putrefacción completen su obra y posteriormente a ser trasladados a la fosa que se conoce con el sonoro y elegante nombre de osario. Puesto que el terreno de que se dispone (a despecho de la notable extensión del desierto periciudadano) es forzosamente limitado, mientras que el número de muertos puede considerarse prácticamente infinito ya que, a lo largo del curso ininterrumpido del tiempo, cada día con parsimonia o con generosidad aporta su carga, ha sido preciso poner a punto una técnica de aprovechamiento que, al mismo tiempo que limita la extensión de la zona putrefactora, disminuye los gastos que el erario debe dedicar a este novísimo servicio prestado a cada ciudadano. La esencia y fundamento del taylobedoísmo — como es sabido —consiste en que cada obrero no deje pasar ni un solo instante improductivo (ya en espera de la llegada de las herramientas, ya por necesidad de disponer de un modo adecuado la pieza en que deba trabajar, ya por negligente encendido de un pitillo) y en que durante el trabajo, cada uno de los movimientos constituyentes de esta actividad ininterrumpida tenga un rendimiento preciso modificando la situación de la materia en el espacio, refiriéndonos aquí a la que forma parte del objeto manufacturado. De acuerdo con estas normas, los sepultureros del Este, en lugar de juguetear con calaveras o tibias haciendo bromas macabras casi siempre de dudoso gusto, dedican su actividad de un modo continuo a un trabajo normalizado y racional. Mientras una de las brigadas, que podemos designar con la letra A, confecciona en la tierra rojiza unas fosas paralelepipédicas rectangulares de una profundidad aproximada de cuatro metros y de la anchura y largura que una larga experiencia ha demostrado ser la más conveniente, otra brigada que podemos denominar C transporta en carretillas hacia unos terrenos donde se aprovecha como relleno la parte sobrante —que viene a ser algo menos de los siete octavos del total— al par que la brigada B se dedica al enterramiento propiamente dicho que siendo la fase más especializada del proceso merece una descripción más minuciosa. De acuerdo con el esquema racionalizador, cada uno de estos operarios se dedica exclusivamente a su trabajo específico y son otros servicios subalternos los que suministran el material a manipular, conforme a un ritmo cuya periodicidad ha de ser rigurosamente controlada si se quiere conseguir el rendimiento óptimo. Esta periodicidad se consigue gracias al previo depósito de cuantos han de ser transportados durante la duración de la jornada de trabajo, en un espacioso hangar desde el que las expediciones parten a intervalos regulares trasladándose con velocidad uniforme por los diversos senderos que previamente han sido diseñados. Puesto que el tiempo invertido en cada pieza oblonga está bien determinado, viene a constituir el orden de periodicidad básico al que se añade un coeficiente corrector basado en el respeto al dolor humano de los deudos; con lo que se consigue que los cortejos mortuorios no tropiecen unos con otros ni coincidan en el mismo tajo. Este pudor se protege más perfectamente disponiendo trayectorias diferentes, no superponibles, para cada dos transportes sucesivos. Llegado el objeto al pie de la fosa paralelepipédica que acaba de abandonar la brigada A para empezar a vaciar a cierta distancia otra semejante, los obreros de la brigada B entran en acción. Con movimientos rápidos y precisos disponen dos gruesas sogas que hacen pasar por debajo del ataúd: una en la posición teórica del cuello o algo más abajo. en el punto de la vértebra que resalta y hace prominencia al comienzo de la espalda; la otra en la posición teórica de la corva o hueso poplíteo. Así colocadas ambas sogas aseguran un equilibrio perfecto de la carga. Mediante ellas, agarrando cada uno de los cuatro miembros de la brigada uno de los cabos, la caja desciende rápidamente (confeccionada en madera de pino de poco espesor que favorecerá la más rápida penetración de cuantos elementos deben introducirse en ella para una rica putrefacción: humedad, tierra, raíces de plantas, gérmenes, larvas de insectos, pequeños gusanos blanquecinos) sin tropezar o rozando apenas los bordes verticales de la cavidad excavada. Llegada al fondo y comprobada su horizontalidad, las sogas son retiradas fácilmente mediante el procedimiento de tirar de uno de los cabos soltando el otro. El acompañamiento sonoro y religioso del entierro se ha ido produciendo simultáneamente y tras dar, durante un breve instante, opción a alguno de los parientes más próximos para arrojar al fondo un puñado de tierra que rompa la precaria intangibilidad de la tapa, los cuatro obreros con movimientos síncronos y sin estorbarse mutuamente, cubren el objeto de una capa de tierra de espesor suficiente para ocultarlo a las miradas de los curiosos (y a veces impertinentes deudos que se obstinan en inclinarse sobre el agujero con la esperanza de seguir viendo un trozo de tabla negra), pero no tan gruesa que disminuya importantemente la cabida de la fosa, con la consiguiente merma en el rendimiento de su trabajo. Concluido que es el depósito de esta capa de tierra que estrechamente (aunque dejando el aire necesario para la futura vida necrófaga) abraza al muerto, los obreros de la brigada B hacen un gesto tan expresivo de all right, finito, ya está, se acabó, que cuantos circunstantes siguen estudiando la coloración ocre de la terrosa sustancia superpuesta se hacen conscientes de la inanidad de su ocupación y levantando la vista y tras cierta indecisión, siguen los pasos — más seguros — del capellán del campo de la paz y de su acólito que se retiran a buen andar hacia el depósito en busca de nueva carga.

Martín Santos, Luis: Tiempo de silencio, Seix Barral, 1982. pp. 176 - 17

Texto 5

“¿Qué se habría creído? Que yo me iba a amolar y a cargar con el crío. Ella, ‘que es tuyo’, ‘que es tuyo’. Y yo ya sabia que había estao con otros. Aunque fuera mío. ¿Y qué? Como si no hubiera estao con otros. Ya sabía yo que había estao con otros. Y ella, que era para mi, que era mío. Se lo tenía creído desde que le pinché al Guapo. Estaba el Guapo como si tal. Todos le tenían miedo. Yo también sin la navaja. Sabia que ella andaba conmigo y allí delante empieza a tocarla los achucháis[6]. Ella, la muy zorra, poniendo cara de susto y mirando para mí. Sabia que yo estaba sin el corte. Me cago en el corazón de su madre, la muy zorra. Y luego ‘que es tuyo’, ‘que es tuyo’. Ya sé yo que es mío. Pero a mí qué. No me voy a amolar y a cargar con el crío. Que hubiera tenido cuidao la muy zorra. ¿ Qué se habrá creído? Todo porque le pinche al Guapo se lo tenía creído. ¿ Para qué anduvo con otros la muy zorra? Y ella ‘que no’, ‘que no’, que sólo conmigo. Pero ya no estaba estrecha cuando estuve con ella y me dije ‘Tate, Cartucho, aquí ha habido tomate’. Pero no se lo dije porque aún andaba camelándola. Pero había tomate. Y ella ‘que no’, que no’. Nada, que me lo iba a tragar. El Guapo tocándola delante mío y ella por el mor de dar celos. Tonta. Subí a la chabola y bajé con la navaja. Y miro antes de entrar y ella ya se había retirado de él. No se dejaba tocar más que delante mío, la tonta. Ya nadie se atrevía a darle cara. No tenían navaja o no sabían usarla. El corte[7] a mi me da más fuerza que al hombre más fuerte. Y él delante mío ‘Esta já está chocha por mi menda’. Me hastían esos que hablan caliente como si por hablar así ya no se les pudiera pinchar. A mí. Y viendo que yo aguantaba y me achaparraba ‘Llévale priva al Cartucho’. Y yo no aguanto que me digan Cartucho más que cuando yo quiero. Pero, chito chitón. Yo achaparrao y ella mirándome como si para decir que era marica. Y él ‘Bueno, si no quiere priva, pañí de muelle[8]’. Y viene con el vaso de sifón y me lo pone en las napies y yo lo bebo. Mirándole a la jeta. Y él, riéndose ‘Que me hinca los acáis[9]’. Y se va chamullando entre dientes. ‘No hay pelés[10].’ ‘No hay pelés.’ Pero a ella la tenía yo camelá y mira que te mira como si fuera yo marica. Me cago en el corazón de su madre, la zorra. Y que ya se le ve la tripa y venga a diquelar[11] y a buscarme las vueltas.

Martín Santos, Luis: Tiempo de sielencio, Seix Barral, 1982. pp 54 - 55

Texto 6

Cuando uno está solo, cuando uno vive solo y además en el extranjero, se fija enormemente en el cubo de la basura, porque puede llegar a ser lo único con lo que se mantiene una relación constante, o, aún es más, una relación de continuidad. Cada bolsa negra de plástico, nueva, brillante, y lisa, por estrenar, produce el efecto de la absoluta limpieza y la infinita posibilidad. Cuando se la coloca, a la noche, es ya la inauguración o promesa del nuevo día: está todo por suceder. Esa bolsa, ese cubo, son a veces los únicos testigos de lo que ocurre durante la jornada de un hombre solo, y es allí donde se van depositando los restos, los rastros de ese hombre a lo largo del día, su mitad descartada, lo que ha decidido no ser ni tomar para sí, el negativo de lo que ha comido, de lo que ha perdido, de lo que ha fumado, de lo que ha utilizado, de lo que ha comprado, de lo que ha producido y de lo que le ha llegado. Al término de ese día la bolsa, el cubo, están llenos y son confusos, pero se los ha visto crecer, transformarse, formarse en una mezcla indiscriminada de la cual, sin embargo, ese hombre no sólo conoce la explicación y el orden, sino que la propia e indiscriminada mezcla es el orden y la explicación del hombre. La bolsa y el cubo son la prueba de que ese día ha existido y se ha acumulado y ha sido levemente distinto del anterior y del que seguirá, aunque es asimismo uniforme y el nexo visible con ambos. Ese es el único registro, la única constancia o fe del transcurrir de ese hombre, la única obra que ese hombre ha llevado a cabo verdaderamente. Son el hilo de la vida. También su reloj. Cada vez que uno se acerca al cubo y echa en él algo, vuelve a ver y a tener contacto con las cosas que tiró en las horas previas, y eso es lo que le da un sentido de la continuidad: su día está jalonado por sus visitas al cubo de la basura, y allí ve el envase del yogurt de fruta que desayunó, y aquel paquete de tabaco del que al comenzar la mañana quedaban sólo dos cigarrillos, y los sobres ahora vacíos y rotos que le trajo el correo, los botes de coca-cola y la viruta de una lápiz al que sacó punta antes empezar el trabajo (aunque fuera a escribir con pluma), las hojas arrugadas que juzgó imperfectas o equivocadas, el envoltorio de celofán que contuvo tres sandwiches, las colillas vertidas numerosas veces desde los ceniceros, los algodones empapados en colonia con los que se refrescó la frente, la grasa de los fiambres que comió distraído para no interrumpirse, los informes inútiles recogidos en la facultad, una hoja de perejil, una de albahaca, papel de plata, las briznas, las uñas que se cortó, la oscurecida piel de una pera, el cartón de la leche, el frasco de la medicina acabada, las bolsas inglesas de papel crudo y áspero en las que envuelven sus libros los libreros de viejo. Todo se va apretando y se va concentrando, se va tapando y se va fundiendo, y así se convierte en el trazo perceptible —material y sólido— del dibujo de los días de la vida de un hombre. Cerrar y anudar la bolsa y sacarla fuera significa comprimir y clausurar la jornada, que tal vez habrá estado punteada tan sólo por esos actos, por el acto de arrojar desechos y mondaduras, el acto de prescindir, el acto de seleccionar, el acto de discernir lo inútil. El resultado del discernimiento es una obra que impone su propio término: cuando el cubo rebosa está concluida, y entonces, pero sólo entonces, su contenido son desperdicios.

Javier Marías: Todas las almas, 1993.

Texto 7

—¿Se puede? el estómago se me revuelve.

—Sí, pase por favor. La estaba esperando, que arreglada se vino la petisa.

—Qué lindas tiene las plantas... pero la casa da asco

—Es lo único que me daría lástima dejar si me voy de Vallejos... ¿qué miras tanto los mosaicos rotos del piso? se vino impecable, la lana del tapado[12] es cara, el sombrero de fieltro

—Qué frío hace ¿no? no tiene estufa esta orillera[13]

—Sí, perdone que esta casa es tan fría, venga por acá que pasamos a la sala. vas a encontrar mugre si sos bruja... fíjate qué limpieza.

—Mire, a mi no me importa ir a la cocina si está más calentito... no tiene estufa, ya se le cayó la papada, debe tener cuarenta y cinco, y los ojos bolsudos

—Bueno, si no le importa vamos, está todo limpito, por suerte. te crías que me agarrabas con todo sucio ¡enana sos! ¡enana! por más que te pongas sombrero para alargarte

—¿Le traga mucha leña esta cocina? la debe refregar todo el día, la orillera esta

—Y, bastante, pero como me la paso acá todo el día, no importa. sí, soy sencilla ¿y qué te importa?

—¿Recibió carta de su hija? la gorda

—Sí, está lo más bien, gracias. pescó marido, no como vos

—¿Dónde es que se fue a vivir, a Charlone?. Tan chiquito Charlone? cuatro ranchos perdidos entre la tierra

—Sí, el muchacho tiene negocio en Cahrlone. Tan chiquito Charlone, ¿no? pero casada, casada, no soltera como quien sabes...

—Usted hace bien en irse de Vallejos ¿qué va a hacer acá, sola? y remanyada[14]

—Sí, la hija se me fue, qué voy a hacer acá sola. cuando se tiene un amor, a qué perder el tiempo sola...

—¿Cuántos años hace que se quedó viuda? ¿qué le habrá visto mi hermano? es ordinaria, mal vestida

—Van para doce años, ya. La nena tenía ocho años cuando él murió. Yo he sufrido mucho en la vida, señorita Celina. me llegó la hora de pasarla bien, qué te pensás...

—¿Qué edad tenía usted al morir su esposo? confesá

—¿Qué le digo? La nena tenía ocho... no, no, no, no te voy a dar el gusto

—Mire, señora, como le mandé decir, tengo algo que hablar con usted muy importante. tenés un corte de pelo a la garçonne que da asco y esos aros de argolla no le faltan a ninguna chusma

—Sí, hable con toda confianza. ayúdame, Dios mío, que ésta es capaz de cualquier cosa

—Mire, ante todo quiero que usted me prometa no contárselo a nadie. orillera chusma vas a sufrir sin contárselo a la vecina

—Se lo juro por lo más sagrado. ¿Dios no me castigará que estoy jurando?

(.................) PUIG, Manuel: Boquitas pintadas, Seix Barral, 1984 (1968)

Textos 8

Cortísimo metraje

Automovilista en vacaciones recorre las montañas del centro de Francia, se aburre lejos de la cuidad y de la vida nocturna. Muchacha le hace el gesto usual del auto-stop, tímidamente pregunta si dirección Beaune o Tournus. En la carretera unas palabras, hermoso perfil moreno que pocas veces pleno rostro, lacónicamente a las preguntas del que ahora, mirando los muslos desnudos contra el asiento rojo. Al término de un viraje el auto sale de la carretera y se pierde en lo más espeso. De reojo sintiendo como cruza las manos sobre la minifalda mientras el terror poco a poco. Bajo los árboles una profunda gruta vegetal donde se podrá, salta del auto, la otra portezuela y brutalmente por los hombros. La muchacha lo mira como si no, se deja bajar del auto sabiendo que en la soledad del bosque. Cuando la mano por la cintura para arrastrarla entre los árboles, pistola del bolso y a la sien. Después billetera, verifica bien llena, de paso roba el auto que abandonará unos kilómetros más lejos sin dejar la menor impresión digital porque en ese oficio no hay que descuidarse.

Julio Cortázar: Ultimo Round.

Texto 9

Instrucciones para dar cuerda a un reloj.

Allá en el fondo está la muerte, pero no tenga miedo. Sujete el reloj con una mano, tome con dos dedos la llave de la cuerda, remóntela suavemente. Ahora se abre otro plazo, los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren regatas, el tiempo como un abanico se va llenando de sí mismo y de él brotan el aire, las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan.

¿Qué más quiere, qué más quiere? Átelo pronto a su muñeca, déjelo latir en libertad, imítelo anhelante. El miedo herrumbra las áncoras, cada cosa que pudo alcanzarse y fue olvidada va corroyendo las venas del reloj, gangrenando la fría sangre de sus pequeños rubíes. Y allá en el fondo está la muerte si no corremos y llegamos antes y comprendemos que ya no importa.

Julio Cortázar: Historias de cronopios y de famas.

Texto 10

Doña Rosa.

Doña Rosa no era, ciertamente, lo que se suele decir una sensitiva.

—Y lo que le digo, ya lo sabe. Para golfos yo tengo bastante con mi cuñado. ¡ Menudo pendón! Usted está todavía muy verdecito, ¿me entiende?, muy verdecito. ¡Pues estaría bueno! ¿Dónde ha visto usted que un hombre sin cultura y sin principios ande por ahí, tosiendo y pisando fuerte como un señorito? ¡ No seré yo quien lo vea, se lo juro!

Doña Rosa sudaba por el bigote y por la frente.

—Y tú, pasmado, ya estás yendo por el periódico. ¡ Aquí no hay respeto ni hay decencia, eso es lo que pasa! ¡Ya os daría yo para el pelo, ya, si algún día me cabreara! ¡ Habrase visto!

Doña Rosa clava sus ojitos de ratón sobre Pepe, el viejo camarero llegado, cuarenta o cuarenta y cinco años atrás, de Mondoñedo. Detrás de los gruesos cristales, los ojitos de doña Rosa parecen los atónitos ojos de un pájaro disecado.

—¡Qué miras! ¡Qué miras! ¡Bobo! ¡Estás igual que el día que llegaste! ¡A vosotros no hay Dios que os quite el pelo de la dehesa! ¡ Anda, espabila y tengamos la fiesta en paz, que si fueras más hombre ya te había puesto de patas en la calle! ¿Me entiendes? ¡Pues nos ha merengao!

Doña Rosa se palpa el vientre y vuelve de nuevo a tratarlo de usted.

—Ande, ande... Cada cual a lo suyo. Ya sabe, no perdamos ninguno la perspectiva, ¡qué leñe!, ni el respeto, ¿me entiende?, ni el respeto.

Doña Rosa levantó la cabeza y respiró con profundidad. Los pelitos de su bigote se estremecieron con un gesto retador, con un gesto airoso, solemne, como el de los negros cuernecitos de un grillo enamorado y orgulloso.

CELA, C.J.: La colmena. Alfaguara, 1970; p. 17

Texto 11

CAPÍTULO VII

‘Sobre este punto hay un acuerdo unánime el nivel de vida aumenta sensiblemente basta recorrer la Península de un extremo a otro sonora geografía de nombres imperiales Madrigal de las Altas Torres Puente del Arzobispo Villarreal de los Infantes Egea de los Caballeros Motilla del Palancar como un Herr Schmidt o un Monsieur Dupont cualesquiera al volante de su Citröen o su Volswagen para advertir año tras año el lento pero firmísimo despegue de un país secularmente pobre lanzado hoy gracias a veinticinco años de paz y orden social por la esplendorosa y ancha vía de la industria y el progreso desde hace casi cinco lustros tenemos el privilegio de un orden bienhechor como no lo saborearon nuestros padres ni nuestros abuelos ni nuestros bisabuelos orden que resistió imperturbable una guerra mundial que rondando las fronteras asolaba todavía más en lo moral que en lo material media Europa y entregaba al cautiverio a la otra media paz que precisamente por lo absoluta ya nos parece natural y no es natural pues no es cosa que por sí misma espontáneamente regale la naturaleza como regala la lluvia o el sol el amanecer y el crepúsculo el día y la noche esta paz que disfrutamos origen y fuente del actual progreso y bienestar es obra de un hombre y de un Régimen que disciplinando ordenando superando purgando nuestra natural propensión a íntimas pugnas y desgarramientos intestinos la supieron inventar para gloría y ejemplo de las generaciones venideras y aunque para toda nación la paz es deseable y su organismo sufre cuando la paz se turba pueblos menos glandulados que el nuestro pueden soportar el alboroto y el desorden sin que eso les acarree consecuencias mortales pero no el pueblo español entre nosotros cuando la paz se altera las consecuencias son instantáneas y fulminantes y la amenazadora sombra de Caín oscurece como diría fray Luis la “espaciosa y triste España” así conforme se va alejando en el horizonte de lo pasado la invariable fecha del primero de abril más clara vemos su singular trascendencia como montaña ingente sólo susceptible de ser abarcada con la mirada desde lejos por eso aunque a muchos mocitos y caballeros emperejilados de hoy que no supieron de las penas de la guerra ni de los placeres de haberla vencido y se encontraron con la mesa puesta les parezca inútil recordar lo que quisieran olvidado para siempre nosotros los combatientes de entonces artífices del actual bienestar les diremos gracias a esa paz desmemoriados y olvidadizos señores son ustedes señores y potentados y están ustedes tranquilamente sentados en la calle y tienen ustedes buen color y conservan la piel la luz se hizo en un día primero de abril en la plenitud de una primavera que por cielo tierra y mar se esperaba anunciada en el propósito heroico y en la esperanza segura del himno liberador y desde entonces hemos vivido épocas de excepción y de sacrificio hemos atravesado un largo periodo de dificultades y combates hemos debido mantener con energía el rumbo frente a la incomprensión el odio y la ceguera de los Estados liberales de democracia desvertebrada e inorgánica pero después que aquellos años de hambre y privaciones fruto del bloqueo y las sequías esto que ya muchos llaman el milagro español ha sido nuestra obra común la de todos los españoles que colaboraron con sus esfuerzos y disciplina en vencer tan difícil y fundamental etapa y ahora que en el plano económico la evolución es patente la mejoría notable y los medios de que el país dispone infinitivamente superiores basta la mirada neutra y vacua de Herr Schmidt o Monsieur Dupont uno de los doce millones y pico que según estimaciones oficiales visitarán este nuestra patria atraídos por el ardor del sol el garboso pisar de las mujeres el emboque de los vinos la emoción viril de la corrida la belleza monacal del paisaje el bajo índice de los precios para apreciar la mejora de las carreteras y los ferrocarriles (...)

Juan Goytisolo: Señas de identidad. Argos Vergara, Barcelona, 1979, pp. 370-371

Texto 12

CAPÍTULO I

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarías con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquíades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades. «Las cosas, tienen vida propia —pregonaba el gitano con áspero acento—, todo es cuestión de despertarles el ánima.» José Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos que el ingenio de la naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia, pensó que era posible servirse de aquella invención inútil para desentrañar el oro de la tierra. Melquíades, que era un hombre honrado, le previno: «Para eso no sirve.» Pero José Arcadio Buendía no creía en aquel tiempo en la honradez de los gitanos, así que cambió su mulo y una partida de chivos por los dos lingotes imantados. Úrsula Iguarán, su mujer, que contaba con aquellos animales para ensanchar el desmedrado patrimonio doméstico, no consiguió disuadirlo. «Muy pronto ha de sobrarnos oro para empedrar la casa», replicó su marido.

García Márquez, Gabriel: Cien años de soledad, Capítulo primero; pp. 9-10. Editorial sudamericana, Barcelona, 1972.

Texto 13

CAPÍTULO II

El coronel Aureliano Buendía promovió treinta y dos levantamientos armados y los perdió todos. Tuvo diecisiete lujos varones de diecisiete mujeres distintas, que fueron exterminados uno tras otro en una sola noche, antes (le que el mayor cumpliera treinta y cinco años. Escapó a catorce atentados, a setenta y tres emboscadas y a un pelotón de fusilamiento. Sobrevivió a una carga de estricnina en el café que habría bastado para matar un caballo. Rechazó la Orden del Mérito que le otorgó el presidente de la república. Llegó a ser comandante general de las fuerzas revolucionarias. con jurisdicción y mando de una frontera a la otra, y el hombre más temido por el gobierno. pero nunca permitió que le tomaran una fotografía. Declinó la pensión vitalicia que le ofrecieron después de la guerra y vivió basta la vejez de los pescaditos de oro que fabricaba en su taller de Macondo. Aunque peleó siempre al frente de sus hombres, la única herida que recibió se la produjo él mismo después de firmar la capitulación de Neerlandia que puso término a casi veinte años de guerras civiles. Se disparó un tiro de pistola en el pecho y el proyectil le salió por la espalda sin lastimar ningún centro vital. Lo único que quedó de todo eso fue una calle con su nombre en Macondo. Sin embargo, según declaró pocos años antes de morir de viejo. ni siquiera eso esperaba la madrugada en que se fue con sus veintiún hombres a reunirse con las fuerzas del general Victorio Medina.

—Ahí te dejamos a Macondo —fue todo cuanto le dijo a Arcadio antes de irse—. Te lo dejamos bien, procura que lo encontremos mejor.

Arcadio le dio una interpretación muy personal a la recomendación Se inventó un uniforme con galones y charreteras de mariscal, inspirado en las láminas de un libro de Melquíades y se colgó al cinto el sable con borlas doradas del capitán fusilado. Emplazó las dos piezas de artillería a la entrada del pueblo, uniformó a sus antiguos alumnos, exacerbados por sus proclamas incendiarias, y los dejó vagar armados por las calles para dar a los forasteros una impresión de invulnerabilidad.

García Márquez, Gabriel: Cien años de soledad, pp. 94-95. Editorial sudamericana, Barcelona, 1972.

Texto 14

Deslumbrada por tantas y tan maravillosas invenciones, la gente de Macondo no sabía por dónde empezar a asombrarse. Se trasnochaban contemplando las pálidas bombillas eléctricas alimentadas por la planta que llevó Aureliano Triste en el segundo viaje del tren, y a cuyo obsesionante tumtum costó tiempo y trabajo acostumbrarse. Se indignaron con las imágenes vivas que el próspero comerciante don Bruno Crespi proyectaba en el teatro con taquillas de bocas de león, porque un personaje muerto y sepultado en una película, y por cuya desgracia se derramaron lágrimas de aflicción, reapareció vivo y convertido en árabe en la película siguiente. El público que pagaba dos centavos para compartir las vicisitudes de los personajes, no pudo soportar aquella burla inatudita y rompió la silletería. El alcalde, a instancias de don Brumo Crespi, explicó mediante un bando que el cine era una máquina de ilusión que no merecía los desbordamientos pasionales del público. Ante la desalentadora explicación, muchos estimaron que habían sido víctimas de un nuevo y aparatoso asunto de gitanos, de modo que optaron por no volver al cine, considerando que ya tenían bastante con sus propias penas para llorar por fingidas desventuras de seres imaginarios. Algo semejante ocurrió con los gramófonos de cilindros que llevaron las alegres matronas de Francia en sustitución de los anticuados organillos, y que tan hondamente afectaron por un tiempo los intereses de la banda de músicos. Al principio, la curiosidad multiplicó la clientela de la calle prohibida, y hasta se supo de señoras respetables que se disfrazaron de villanos para observar de cerca la novedad del gramófono, pero tanto y de tan cerca lo observaron que muy pronto llegaron a la conclusión de que no era un molino de sortilegio, como todos pensaban y como las matronas decían, sino un truco mecánico que no podía compararse con algo tan conmovedor, tan humano y tan lleno de verdad cotidiana como una banda de músicos. Fue una desilusión tan grave, que cuando los gramófonos se popularizaron hasta el punto de que hubo uno en cada casa, todavía no se les tuvo como objetos para entretenimiento de adultos, sino como una cosa buena para que la destriparan los niños. En cambio, cuando alguien del pueblo tuvo oportunidad de comprobar la cruda realidad del teléfono instalado en la estación del ferrocarril, que a causa de la manivela se consideraba como una versión rudimentaria del gramófono, hasta los más incrédulos se desconcertaron. Era como si Dios hubiera resuelto poner a prueba toda capacidad de asombro, y mantuviera a los habitantes de Macondo en un permanente vaivén entre el alborozo y el desencanto, la duda y la revelación, hasta el extremo de que ya nadie podía saber a ciencia cierta dónde estaban los límites de la realidad. Era un intrincado frangollo de verdades y espejismos, que convulsionó de impaciencia al espectro de José Arcadio Buendía bajo el castaño y lo obligó a caminar por toda la casa aun a pleno día. Desde que el ferrocarril fue inaugurado oficialmente y empezó a llegar con regularidad los miércoles a las once, y se construyó la primitiva estación de madera con un escritorio, el teléfono y una ventanilla para vender los pasajes, se vieron por las calles de Macondo hombres y mujeres que fingían actitudes comunes y corrientes, pero que en realidad parecían gente de circo. En un pueblo escaldado por el escarmiento de los gitanos no había tan buen porvenir para aquellos equilibristas del comercio ambulante que con igual desparpajo ofrecían una olla pitadora que un régimen de vida para la salvación del alma al séptimo día; pero entre los que se dejaban convencer por cansancio y los incautos d siempre, obtenían estupendos beneficios. Entre esas criaturas de la farándula, con pantalones de montar y polainas sombrero de corcho, espejuelos con armaduras de acero, ojos de topacio y pellejo de gallo fino, uno de tantos miércoles llegó a Macondo Y almorzó en la casa el rechoncho y sonriente Mr. Herbert.

García Márquez, Gabriel: Cien años de soledad, pp. 194-195 . Editorial sudamericana, Barcelona, 1972.

Texto 15 Las palabras no caen en el vacío. ZOHAR

Esta noche he visto alzarse la Máquina nuevamente. Era, en la proa, como una puerta abierta sobre el vasto cielo que ya nos traía olores de tierra por sobre un Océano tan sosegado, tan dueño de su ritmo, que la nave, levemente llevada, parecía adormecerse en su rumbo, suspendida entre un ayer y un mañana que se trasladaran con nosotros. Tiempo detenido entre la Estrella Polar, la Osa Mayor y la Cruz del Sur —ignoro, pues no es mi oficio saberlo, si tales eran las constelaciones, tan numerosas que sus vértices, sus luces de posición sideral, se confundían, se trastocaban, barajando sus alegorías, en la claridad de un plenilunio, empalidecido por la blancura del Camino de Santiago... Pero la Puerta-sin-batiente estaba erguida en la proa, reducida al dintel y las ¡ambas con aquel cartabón, aquel medio frontón invertido, aquel triángulo negro, con bisel acerado y frío, colgando de sus montantes. Ahí estaba la armazón, desnuda y escueta, nuevamente plantada sobre el sueño de los hombres, como una presencia —una advertencia,— que nos concernía a todos por igual. La habíamos dejado a popa muy lejos, en sus cierzos de abril, y ahora nos resurgía sobre la misma proa, delante, como guiadora —semejante, por la necesaria exactitud de sus paralelas, su implacable geometría, a un gigantesco instrumento de marear. Ya no la acompañaban pendones, tambores ni turbas; no conocía la emoción, ni la cólera, ni el llanto, ni la ebriedad de quienes, allá, la rodeaban de un coro de tragedia antigua, con el crujido de las carretas de rodar-hacia-lo-mismo, y el acoplado redoble de las cajas. Aquí, la Puerta estaba sola, frente a la noche, más arriba del mascarán tutelar, relumbrada por su filo diagonal, con el bastidor de madera que se hacía el marco de un panorama de astros. Las olas acudían, se abrían, para rozar nuestra eslora; se cerraban, tras de nosotros, con tan continuado y acompasado rumor que su permanencia se hacía semejante al silencio que el hombre tiene por silencio cuando no escucha voces parecidas a las suyas. Silencio viviente, palpitante y medido, que no era, por lo pronto, el de lo cercenado y yerto... Cuando cayó el filo diagonal con brusquedad de silbido y el dintel se pintó cabalmente, como verdadero remate de puerta en lo alto de sus jambas, el investido de Poderes, cuya mano había accionado el mecanismo, murmuró entre dientes: (Hay que cuidarla del salitre». Y cerró la Puerta con una gran funda de tela embreada, echada desde arriba. La brisa olía a tierra —humus, estiércol, espigas, resinas— de aquella isla puesta, siglos antes, bajo el amparo de una Señora de Guadalupe que en Cáceres de Extremadura y Tepeyac de América erguía la figura sobre un arco de luna alado por un Arcángel.

Detrás quedaba una adolescencia cuyos paisajes familiares me eran tan remotos, al cabo de tres años, como remoto me era el ser doliente y postrado que yo hubiera sido antes de que Alguien nos llegara, cierta noche, envuelto en un trueno de aldabas; tan remotos como remoto me era ahora el testigo, el guía, el iluminador de otros tiempos, anterior al hosco Mandatario que, recostado en la borda, meditaba —junto al negro rectángulo encerrado en su funda de inquisición, oscilante como fiel de balanza al compás de cada ola... El agua era clareada, a veces, por un brillo de escamas o el paso de alguna errante corona de sargazos.

Carpentier, Alejo: El siglo de las luces, Seix Barral, 1972. p.1.

Texto 16

CAPITULO PRIMERO

Detrás de él, en acongojado diapasón, volvía el Albacea a su recuento de responsos, crucero, ofrendas, vestuario, blandones, bayetas y flores, obituario y réquiem —y había venido éste de gran uniforme y había llorado aquél, y había dicho el otro que no éramos nada...— sin que la idea de la muerte acabara de hacerse lúgubre a bordo de aquella barca que cruzaba la bahía bajo un tórrido sol de media tarde, cuya luz rebrillaba en todas las olas, encandilando por la espuma y la burbuja, quemante en descubierto, quemante bajo el toldo, metido en los ojos, en los poros, intolerable para las manos que buscaban un descanso en las bordas. Envuelto en sus improvisados lutos que olían a tintas de ayer, el adolescente miraba la ciudad, extrañamente parecida, a esta hora de reverberaciones y sombras largas, a un gigantesco lampadario barroco. cuyas cristalerías verdes, rojas, anaranjadas, colorearan una confusa rocalla de balcones, arcadas, cimborrios, belvederes y galerías de persianas —siempre erizada de andamios, maderas aspadas, horcas y cucañas de la albañilería, desde que la fiera de la construcción se había apoderado de sus habitantes enriquecidos por la última guerra de Europa. Era una población eternamente entregada al aire que la penetraba, sedienta de brisas y terrales, abierta de postigos. de celosías, de batientes, de regazos, al primer aliento fresco que pasara. Sonaban entonces las arañas y girándulas, las lámparas de flecos. las cortinas de abalorios las veletas alborotosas, pregonando el suceso. Quedaban en suspenso los abanicos de penca, de seda china, de papel pintado. Pero al cabo del fugaz alivio, volvían las gentes a su tarea de remover un aire inerte. nuevamente detenido entre las altísimas paredes de los aposentos.

Carpentier, Alejo: El siglo de las luces, Seix Barral, Barcelona, 1972.

Texto 17

Yo no tenía sueño, de manera que torné el libro de gramática de debajo de la almohada y me dispuse a leerlo con la intención de hallar las diferencias entre el sustantivo y el adjetivo o entre el verbo y el adverbio. Me pareció sorprendente que hasta ese instante las palabras hubieran constituido un todo) indiferenciado, como las plantas o los árboles (apenas éramos capaces de distinguir una acacia de un chopo), siendo tan diferentes entre sí.

El verbo tenía una textura fibrosa y un sabor concentrado. Traté de imaginarme uno muy rudimentario, que no fuera capaz de expresar aun el pasado ni el futuro: sólo el presente, e hice cábalas sobre ese momento de la historia, o de la prehistoria, en el que de súbito apareció el tiempo o los tiempos, y fue posible mirar hacia delante y hacia atrás, hacia ayer y mañana. Ayer se había muerto mi abuelo y mañana lo enterraban. Vistas así, las palabras eran ventanas por las que te asomabas a la realidad. Gracias a la existencia de un verbo en pasado o en futuro, las cosas desaparecidas continuaban durando y las que no habían llegado comenzaban a suceder.

El adjetivo pese a su aparatosidad, me pareció algo insípido, aunque al morderlo producía un ruido excitante, como una lámina de caramelo. El sustantivo era sin duela alguna el rey. Te llenaba la boca con su olor ya antes de empezar a masticarlo y al romperse por la presión de los dientes liberaba más jugos de los que parecía contener. Así como el sabor del verbo podía evocar el de una víscera (el hígado de ternera, quizá), el del sustantivo estaba más cerca de las sensaciones que producen las [rutas al contacto con la lengua. Y los labios amargos, dulces, ácidos, empalagosos. agridulces y picantes. Algunos no se podían tragar sino envueltos en un adjetivo.

Los artículos y las preposiciones no sabían a nada, pero al colocarlos entre los dientes y presionar se rompían como las pipas de girasol. En cierto modo eran semillas: si plantabas un artículo o una preposición debajo de la lengua, en seguida se desprendía de él un sustantivo: no podía estar solo. El adverbio emanaba el olor acre característico de algunas vísceras encargadas de filtrar los humores corporales, y las conjunciones tenían también algo de fruto seco. Era entretenido masticarías, pero no podían sustituir una comida.

No sabia qué hora era cuando terminé de repasar los accidentes gramaticales, pero aunque apagué la luz continuaba excitado, sin sueño. Mi padre se había levantado varias veces recorriendo el pasillo de un extremo a otro. Podía distinguir sus pasos de los de mi madre como un verbo de un adverbio. Los de papá siempre habían carecido de ritmo); servían desde luego para trasladarse de un lugar a otro, pero no dibujaban ninguna escritura a lo largo del pasillo.

Juan José Millás: El orden alfabético. Editorial Alfaguara.

Texto 18

La situación en la parte de fuera del calcetín, o de la caja, había empeorado tras caerse sucesivamente del vocabulario las palabras tenedor, cuchara y cuchillo. Como ya sucediera con las mesas, pronto empezamos a desprendernos de estos utensilios que no) podíamos nombrar. Quienes tenían trasteros en sus casas, los guardaron en ellos, fuera del alcance de la vista. Otros los arrojaron sencillamente a la basura, de donde al principio los recogían mis amigos para jugar con ellos en el descampado. Pero, también como) en el caso de las mesas, su mera presencia, desprovista de nombre, producía tal aprensión que dejaron de ser en seguida objetos de juego. Más tarde, si por casualidad veías uno en el suelo, lo normal era apartarlo de la circulación con el pie, del mismo modo que se retira una inmundicia de en medio de la acera.

La consecuencia más desagradable fue que tuvimos que empezar a comer con las manos: sin mesas y con mas manos. Entonces adquirió para mí verdadero sentido la frase de mi padre sobre el proceso de animalización comenzado con la desaparición de la palabra mesa. Era tal la vergüenza que nos producía manipular los alimentos de ese modo que al poco dejamos de reunirnos para comer. Mi madre dejaba la comida en la encimera de la cocina y entrábamos furtivamente a por ella. Si nos hubieran dicho que solo la pérdida de cuatro palabras podría alterar nuestra vida de ese modo, nos habría parecido sin duda un disparate. Pero así era.

A veces, mientras mis amigos jugaban al fútbol, yo me sentaba frente a la charca y fantaseaba con la idea de que se me aparecía un genio que me permitía cambiar las cuatro palabras perdidas por otras menos necesarias. Pensaba rápidamente, pues disponía de un tiempo limitado para hacer la elección, y decía, por ejemplo:

— Tapadera, cementerio, picaporte, armoricano.

Es decir, lo primero que se me venía a la cabeza. Al principio me parecía que había hecho un buen cambio, pero más tarde, cuando empezaba a imaginar con tranquilidad las consecuencias de vivir sin tapaderas, cementerios o picaportes, me quedaba aterrado. En cuanto a los armoricanos, lo había dicho por decir, porque era una palabra que me sonaba sin saber su significado. Luego, al averiguar que eran los habitantes de un pueblo de Bretaña (eso dijo mi padre cuando le pregunté), Sentí remordimientos de conciencia por haber condenado a muerte a toda una población sin contar con los problemas añadidos de que no había donde enterrarlos por la desaparición de los cementerios, y de que permanecían en ataúdes sin tapadera. Parece mentira, pero las cosas estaban ligadas unas a otras por una relación de necesidad, de tal forma que la ausencia de la más inútil podía provocar una cadena de catástrofes, igual que la extinción de un mosquito era suficiente para ocasionar la aniquilación de un ecosistema.

Así que dejé de fantasear con la aparición del genio. Por otra parte. llegó un momento en el que, al no disponer de las palabras ni de las cosas, perdíamos también la capacidad de echarlas de menos. Eso no quiere decir que dejara de dolernos la pérdida sino que se transformaba en un malestar difuso, como cuando no nos encontramos bien pero somos incapaces de situar el origen del mal en el estómago o en la cabeza. La pregunta más inquietante en esos momento era si no habíamos perdido cosas que ya no recordábamos.

Juan José Millás: El orden alfabético.

Texto 19

HAY una fundamental diferencia entre los hombres que han perdido la vista por enfermedad o accidente y los ciegos de nacimiento. A esta diferencia debo el haber penetrado finalmente en sus reductos, bien que no haya entrado en los antros más secretos, donde gobiernan la Secta, y por lo tanto el Mundo, los grandes y desconocidos jerarcas. Apenas si desde esa especie de suburbio alcancé a tener noticias, siempre reticentes y equívocas, sobre aquellos monstruos y sobre los medios de que se valen para dominar el universo entero. Supe así que esa hegemonía se logra y se mantiene (aparte el trivial aprovechamiento de la sensiblería corriente) mediante los anónimos, las intrigas, el contagio de pestes, el control de los sueños y pesadillas. el sonambulismo y la difusión de drogas. Baste recordar la operación a base de marihuana y de cocaína que se descubrió con los colegios secundarios de los Estados Unidos, donde se corrompía a chicos y chicas desde los once a doce años de edad para tenerlos al servicio incondicional y absoluto. La investigación, claro, terminó donde debía empezar de verdad: en el umbral inviolable. En cuanto al dominio mediante los sueños, las pesadillas y la magia negra, no vale ni siquiera la pena demostrar que la Secta tiene para ello a su servicio a todo el ejército de videntes y de brujas de barrio, de curanderos; de manos santas, de tiradores de cartas y de espiritistas: muchos de ellos, la mayoría, son meros farsantes; pero otros tienen auténticos poderes y. lo que es curioso, suelen disimular esos poderes bajo la apariencia de cierto charlatanismo, para mejor dominar el mundo que los rodea.

Si, como dicen, Dios tiene el poder sobre el cielo, la Secta tiene el dominio sobre la tierra y sobre la carne. Ignoro si, en última instancia, esta organización tiene que rendir cuentas, tarde o temprano, a lo que podría denominarse Potencia Luminosa; pero, mientras tanto, lo obvio es que el universo está bajo su poder absoluto, poder de vida y muerte, que se ejerce mediante la peste o la revolución, la enfermedad o la tortura, el engaño o la falsa compasión, la mistificación o el anónimo, las maestritas o los inquisidores.

No soy teólogo y no estoy en condiciones de creer que estos poderes infernales puedan tener explicación en alguna retorcida Teodicea. En todo caso, eso sería teoría o esperanza. Lo otro, lo que he visto y sufrido, eso son hechos.

Pero volvamos a las diferencias.

Aunque no: hay mucho todavía que decir sobre esto de los poderes infernales, porque acaso algún ingenuo piensa que se trata de una simple metáfora, no de una cruda realidad. Siempre me preocupó el problema del mal, cuando desde chico me ponía al lado de un hormiguero armado de un martillo y empezaba a matar bichos sin ton ni son. El pánico se apoderaba de las sobrevivientes, que corrían en cualquier sentido. Luego echaba agua con la manguera; inundación. Ya me imaginaba las escenas dentro, las obras de emergencia, las corridas, las órdenes y contraórdenes para salvar depósitos de alimentos, huevos, seguridad de reinas, etcétera. Finalmente, con una pala removía todo, abría grandes boquetes, buscaba las cuevas y destruía frenéticamente: catástrofe general. Después me ponía a cavilar sobre el sentido general de la existencia, y a pensar sobre nuestras propias inundaciones y terremotos. Así fui elaborando una serie de teorías, pues la idea de que estuviéramos gobernados por un Dios omnipotente, omnisciente y bondadoso me parecía tan contradictoria que ni siquiera creía que se pudiese tomar en serio. Al llegar a la época de la banda de asaltantes había elaborado ya las siguientes posibilidades:

1.º Dios no existe.

02.º Dios existe y es un canalla.

3.º Dios existe, pero a veces duerme: sus pesadillas son nuestra existencia.

4.º Dios existe, pero tiene accesos de locura: esos accesos son nuestra existencia.

5.º Dios no es omnipresente, no puede estar en todas partes. A veces está ausente ¿ en otros mundos? ¿ En otras cosas?

6.º Dios es un pobre diablo, con un problema demasiado complicado para sus fuerzas. Lucha con la materia como un artista con su obra. Algunas veces, en algún momento logra ser Goya, pero generalmente es un desastre.

7.º Dios fue derrotado antes de la Historia por el Príncipe de las Tinieblas. Y derrotado, convertido en presunto diablo, es doblemente desprestigiado, puesto que se le atribuye este universo calamitoso.

Yo no he inventado todas estas posibilidades, aunque por aquel entonces así lo creía; más tarde, verifiqué que algunas habían constituido tenaces convicciones de los hombres, sobre todo la hipótesis del Demonio triunfante. Durante más de mil años hombres intrépidos y lúcidos tuvieron que enfrentar la muerte y la tortura por haber develado el secreto. Fueron aniquilados y dispersados, ya que, es de suponer, las fuerzas que dominan el mundo no van a detenerse en pequeñeces cuando son capaces de hacer lo que hacen en general. Y así, pobres diablos o genios, fueron por igual atormentados, quemados por la inquisición, colgados. desollados vivos; pueblos enteros fueron diezmados y dispersados. Desde la China hasta España, las religiones de estado (cristianos o mazdeistas) limpiaron el mundo de cualquier intento de revelación. Y puede decirse que en cierto modo lograron su objetivo. Pues aun cuando algunas de las sectas no pudieron ser aniquiladas, se convirtieron a su turno en nueva fuente de mentira, tal como sucedió con los mahometanos. Veamos el mecanismo: según los gnósticos. el mondo sensible fue creado por un demonio llamado Jehová. Por largo tiempo la Suprema Deidad deja que obre libremente en el mundo, pero al fin envía a su hijo a que temporariamente habite en el cuerpo de Jesús, para de ese modo liberar al mundo de las falaces enseñanzas de Moisés. Ahora bien: Mahoma pensaba, como algunos de estos gnósticos, que Jesús era un simple ser humano, que el Hijo de Dios había descendido a él en el bautismo y lo abandonó en la Pasión, ya que si no, sería inexplicable el famoso grito: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Y cuando los romanos y los judíos escarnecen a Jesús, están escarneciendo una especie de fantasma. Pero lo grave es que de este modo (y en forma más o menos similar, pasa con las otras sectas rebeldes) no se ha revelado la mistificación sino que se ha fortalecido. Porque para las sectas cristianas que sostenían que Jehová era el Demonio y que con Jesús se inicia la nueva era, como para los mahometanos, si el Príncipe de las Tinieblas reinó hasta Jesús (o hasta Mahoma), ahora en cambio, derrotado, ha vuelto a sus infiernos. Como se comprende, ésta es una doble mistificación: cuando se debilita la gran mentira, estos pobres diablos la consolidaban.

Mi conclusión es obvia: sigue gobernando el Príncipe de las Tinieblas. Y ese gobierno se hace mediante la Secta Sagrada de los Ciegos. Es tan claro todo que casi me pondría a reír si no me poseyera el pavor.

Sábato, Ernesto: Sobre héroes y tumbas, Seix Barral, Barcelona, 1978 (1961) pp. 298- 300

Texto 20

¡Oh qué felices se las prometían los dos compañeros de trabajo al iniciar su marcha hacia las legendarias chabolas y campos de cunicultura y ratología del Muecas! ¡Oh qué compenetrados y amigos se agitaban por entre las bordas matritenses el investigador y el mozo ajenos a toda diferencia social entre sus respectivos orígenes, indiferentes a toda discrepancia de cultura que intentara impedirles la conversación, ignorantes de la extrañeza que producían entre los que apreciaban sus diferentes cataduras y atuendos! Porque a ambos les unía un proyecto común y los dos tenían el mismo interés —aunque por distintas razones— en la posible existencia de auténticos ratones descendientes de la estirpe selecta portadora hereditaria de cánceres espontáneos desarrollados en el pliegue inguinal conducentes a la muerte inexorable del animal, si bien no antes de que, alcanzada la edad de la reproducción, nacieran de ellos múltiples animáculos de análogo aspecto al del hombre — a pesar de sus diferentes dimensiones — dotados como nuestros semejantes de hígado, páncreas, cápsulas suprarrenales y de Hiato de Winslow, los que pudieran ser sucesivo motivo de meditación científica y quizá de inesperados descubrimientos de las causas del supremo mal.

La mañana era hermosa, en todo idéntica a tantas mañanas madrileñas en las que la cínica candidez del cielo pretende hacer ignorar las lacras estruendosas de la tierra. Por las calles recién lavadas por la brigada municipal, relucientes los granitos trasladados desde la lejana Sierra y hechos trozos cuadrangulares por ejércitos de incansables canteros, colocados después mediante técnica difícil con ayuda de agua, arena y una barra de hierro (más tarde, llegada la decadencia del oficio, también con algo de cemento líquido en los intersticios), discurría una abundante turba de individuos de diversos oficios todos ellos mal vestidos y sólo algunos afeitados recientemente. Los trajes de los viandantes de colores indefinibles entre el violeta pálido, el marrón amarillento y el gris verdoso, aparecen en esta ciudad de tal modo desvaídos y lacios que no puede atribuirse su deslucido aspecto únicamente a la pobreza de los moradores — con su consecutiva, escasa y lenta renovación de guardarropa — sino también a los efectos purificadores de índole química de un aire especialmente rico en ozono y a los de índole física de una luminosidad poco frecuente, persistente durante un número de horas apenas soportable para individuos de raza no negra. (Tiempo de Silencio, pp. 29 - 30)

Texto 21

En contra de la opinión de los arquitectos sanitarios suecos que últimamente prefieren construir los quirófanos en forma hexagonal o hasta redondeada (lo que facilita los desplazamientos del personal auxiliar y el transporte del material en cada instante requerido) aquel en que yacía la Florita era de forma rectangular u oblonga, un tanto achatado por uno de sus polos y con el techo artificiosamente descendente a lo largo de una de sus dimensiones. No gozaba la paciente casi-parturienta de niquelada mesa o de aceroinoxidada mesa con soportes de muslos para mejor obtener la posición ginecológica preferida por casi todos los artífices, sino acajonada mesa de pino gallego antes servidora del transporte de cítricos de la región valenciana y posteriormente acondicionada a la función de lecho, soporte del jergón de muelle y de las sábanas rojas de su propia sangre abundosamente huida. La lámpara escialítica sin sombra se sustituía ventajosamente con dos candiles de acetileno que emanan un aroma a pólvora y a bosque con jaurías más satisfactorio que el del éter y el bióxido de nitrógeno, consiguiendo, a pesar del temblor que la entrada de intrusos (desgraciadamente no dotados de la imprescindible mascarilla en la boca) provocaba, una iluminación suficiente. Tratándose de hembra sana de raza toledana pareció superflua toda anestesia, que siempre intoxica y que hace a la paciente olvidarse de sí misma, y es en este punto en el que mejor se cumplieron los cánones modernos que hoy. por obra y gracia de la reflexología, la educación previa, los ejercicios gimnásticos relajantes de la musculatura perineal y la contracción de las mandíbulas en los momentos difíciles consiguen de vez en cuando hermosísimos ejemplos de grito sin dolor. Más inculta la muchacha rugía con palabras destempladas (en lugar de con finos ayes carentes de sentido escatológico) que contribuían a quitar la necesaria serenidad a los múltiples asistentes al acto. Estos podían ser clasificados. según diversos criterios, en “familiares y no familiares”, “peritos en abortos provocados e imperitos en el mismo arte, vecinos provenientes de la plana toledana e inmigrantes de otras regiones de la España árida”, “gentes aptas para el consejo moral y cínicos que comprendían que así es la vida”, “mujeres que unía una oscura solidaridad y hombres que unía una furtiva esperanza de llegar a ver los pechos de la paciente y. finalmente, para concluir esta ordenación dicotómica, “sabedores de que el padre de Florita estaba en trance de llegar a ser padre-abuelo y simples sospechadores de la misma casievidente verdad”. (Tiempo de Silencio, pp. 129 - 130)

Texto 22.

Si hubieran vivido siempre en el Cortijo quizá las cosas se hubieran producido de otra manera pero a Crespo, el Guarda Mayor, le gustaba adelantar a uno en la Raya de lo de Abendújan por si las moscas y a Paco, el Bajo, como quien dice, le tocó la china y no es que le incomodase por él, que a él, al fin y al cabo, lo mismo le daba un sitio que otro, pero sí por los muchachos, a ver, por la escuela, que con la Charito, la Niña Chica, tenían bastante y le decían la Niña Chica a la Charito aunque, en puridad, fuese la niña mayor, por los chiquilines, natural,

madre, ¿por qué no habla la Charito?, ¿por qué no se anda la Chanito, madre?, ¿por qué la Charito se ensucia las bragas?, preguntaban a cada paso, y ella, la Régula, o él, o los dos a coro, pues ponque es muy chica la Charito, a ver, por contestan algo, ¿ qué otna cosa podían decirles?, peno Paco, el Bajo, aspiraba a que los muchachos se ilustrasen, que el Hachemita asegunaba en Condovilla, que los muchachos podían salir de pobres con una pizca de conocimientos, e incluso la pnopia Señora Marquesa, con objeto de erradicar el analfabetismo del cortijo, hizo venir durante tres veranos consecutivos a dos señoritos de la ciudad para que, al terminar las faenas cotidianas, les juntasen a todos en el porche de la corralada, a los pastores, a los porquenos, a los apaleadones, a los muleros, a los gañanes y a los guardas, y allí, a la cruda luz del aladino, con los moscones y las polillas bordoneando alrededor, les enseñasen las letras y sus mil misteriosas combinaciones, y los pastores, y los porqueros, y los apaleadores y los gañanes y los muleros, cuando les preguntaban, decían, la B con la A hace BA, y la C con la A hace Za, y, entonces, los señoritos de la ciudad, el señorito Gabriel y el señorito Lucas, les corregían y les desvelaban las trampas, y les decían, pues no, la C con la A, hace KA, y la C con la I hace CI y la C con la E hace CE y la C con la O hace KO, y los porqueros y los pastores, y los muleros, y los gañanes y los guardas se decían entre sí desconcertados, también te tienen unas cosas, parece como que a los señoritos les gustase embromarnos, pero no osaban levantan la voz, hasta que una noche, Paco, el Bajo, se tomó dos copas, se encaró con el señonito alto, el de las entradas, el de su grupo, y, ahuecando los orificios de su chata nariz (por donde, al decir del senorito Iván, los días que estaba de buen ta

lante, se le veían los sesos), preguntó, señorito Lucas, y ¿a cuento de qué esos caprichos? y el señorito Lucas rompió a reír y a reír con unas carcajadas rojas, incontroladas, y, al fin, cuando se calmó un poco, se limpió los ojos con el pañuelo y dijo, es la gramática, oye, el porqué pregúntaselo a los académicos, y no aclaró más, pero, bien mirado, eso no era más que el comienzo, que una tarde llegó la G y el señorito Lucas les dijo, la G con la A hace GA, pero la G con i hace JI, como la risa, y Paco, el Bajo, se enojó, que eso ya era por demás, coño, que ellos eran ignorantes pero no tontos y a cuento de qué la E y la I habían de llevar siempre trato de favor y el señorito Lucas, venga de reír, que se desternillaba...

Delibes, Miguel: Los santos inocentes. Seix Barral, 1981, pp. 33-35.

TEATRO Texto 1

escena cuarta

Gran interrupción. Un trote épico, y la patrulla de soldados romanos desemboca por una calle traviesa. Traen la luna sobre los cascos y en los charrascos. suena un toque de atención y se cierra con golpe pronto la puerta de la Buñolería. Pitito, capitán de los équites municipales, se levanta sobre los estribos.

El Capitán Pitito ¡Mentira parece que sean ustedes intelectuales y que promuevan estos escándalos! ¿Qué dejan ustedes para los analfabetos?

Max ¡Eureka! ¡Eureka!¡Eureka!¡Pico de Oro! En griego, para mayor claridad, Crisóstomo. ¡Señor Centurión, usted hablará el griego en sus cuatro dialectos!

El Capitán Pitito ¡Por borrachín, a la Delega!

Max Y más chulo que un ocho. ¡Señor Centurión, yo también chanelo el sermo vulgaris!

EL CAPITÁN Pitito ¡Serenooo...! ¡Serenooo...!

EL Sereno ¡Vaaa...!

EL CAPITÁN Pitito ¡Encárguese usted de este curda!

Llega El Sereno meciendo a compás el farol y el chuzo. Jadeos y vahos de aguardiente. El Capitán Pitito revuelve el caballo: Vuelan chispas de las herraduras. Resuena el trote sonoro de la patrulla que se aleja. Valle-Inclán: Luces de Bohemia.

Texto 2

ESCENA QUINTA

Zaguán en el Ministerio de la Gobernación. Estantería con legajos. Bancos al filo de la pared. Mesa con carpetas de badana mugrienta. Aire de cueva y olor frío de tabaco rancio. Guardias soñolientos. Policías de la Secreta. —Hongos, garrotes, cuellos de celuloide, grandes sortijas, lunares rizosos y flamencos. —Hay un viejo chabacano —bisoñé y manguitos de percalina— que escribe y un pollo chulapón de peinado reluciente, con brisas de perfumería, que se pasea y dicta humeando un veguero. Don Serafín, le dicen sus obligados, y la voz de la calle Serafín el Bonito. —Leve tumulto. Dando voces, la cabeza desnuda, humorista y lunático, irrumpe Max Estrella. —Don Latino le guía por la manga, implorante y suspirante. Detrás asoman los cascos de los Guardias. Y en el corredor se agrupan, bajo la luz de una candileja, pipas, chalinas y melenas del modernismo.

MAX.— ¡Traigo detenida una pareja de guindillas! Estaban emborrachándose en una tasca y los hice salir a darme escolta.

SERAFÍN EL BONITO .— Corrección, señor mío.

MAX .— No falto a ella, señor Delegado.

SERAFÍN EL BONITO .— Inspector.

MAX .— Todo es uno y lo mismo.

SERAFÍN EL BONITO .— ¿Cómo se llama usted?

MAX .— Mi nombre es Máximo Estrella. Mi seudónimo Mala Estrella. Tengo el honor de no ser Académico.

SERAFÍN EL BONITO .— Está usted propasándose. ¿Guardias, por qué viene detenido?

UN GUARDIA.— Por escándalo en la vía pública y gritos internacionales. ¡Está algo briago!

SERAFÍN EL BONITO.— ¿Su profesión?

MAX .— Cesante.

SERAFÍN EL BONITO. —¿En qué oficina ha servido usted?

MAX .— En ninguna.

SERAFÍN EL BONITO .— ¿No ha dicho usted que cesante?

MAX .— Cesante de hombre libre y pájaro cantor. ¿No me veo vejado, vilipendiado, encarcelado, cacheado e interrogado?

SERAFÍN EL BONITO .—¿Dónde vive usted?

MAX .— Bastardillos. Esquina a San Cosme. Palacio.

UN GUINDILLA .— Diga usted casa de vecinos. Mi señora, cuando aún no lo era, habitó un sotabanco de esa susodicha finca.

MAX .— Donde yo vivo es siempre un palacio.

EL GUINDILLA .— No lo sabía.

MAX . — Porque tú, gusano burocrático, no sabes nada. ¡Ni soñar!

SERAFÍN EL BONITO .—¡Queda usted detenido!

MAX . — ¡Bueno! ¿Latino, hay algún banco donde pueda echarme e dormir?

SERAFÍN EL BONITO .— Aquí no se viene a dormir

MAX . —¡Pues yo tengo sueño!

SERAFÍN EL BONITO .—¡Está usted desacatando y autoridad! ¿Sabe usted quién soy yo?

MAX . —¡Serafín el Bonito!

SERAFÍN EL BONITO .—¡Como usted repita esa gracia, de una bofetada, le doblo!

MAX . —¡Ya se guardará usted del intento! ¡Soy el primer poeta de España! ¡Tengo influencia en todos los periódicos! ¡Conozco al ministro! ¡Hemos sido compañeros!

SERAFÍN EL BONITO .— El señor ministro no es un golfo

MAX . —Usted desconoce la Historia Moderna

Valle-Inclán: Luces de Bohemia.

Texto 3.

ESCENA OCTAVA

Secretaría particular de Su Excelencia. Olor de brevas habanas, malos cuadros, lujo aparente y provinciano. La estancia tiene un recuerdo partido por medio, de oficina y sala de círculo con timba. De repente el grillo del teléfono se orina en el gran regazo burocrático. Y Dieguito García —Don Diego del Corral, en la “Revista de tribunales y estrados”— pega tres brincos y se planta la trompetilla en la oreja.

Dieguito.— ¿Con quién hablo?

. . . . . . . . . . . . . . .

Ya he transmitido la orden para que se le ponga en libertad.

. . . . . . . . . . . . . . .

¡De nada! ¡De nada!

. . . . . . . . . . . . . . .

¡Un alcohólico!

. . . . . . . . . . . . . . .

Sí ... Conozco su obra.

. . . . . . . . . . . . . . .

¡Una desgracia!

. . . . . . . . . . . . . . .

No podrá ser. ¡Aquí estamos sin un cuarto!

. . . . . . . . . . . . . . .

Se lo diré. Tomo nota.

. . . . . . . . . . . . . . .

¡De nada! ¡De nada!

Max Estrella aparece en la puerta pálido, arañado, la corbata torcida, la expresión altanera y alocada. Detrás, abotonándose los calzones, aparece El Ujier.

El Ujier.— Deténgase usted, caballero.

Max .— No me ponga usted la mano encima.

El Ujier.— Salga usted sin hacer desacato.

Max.— Anúncieme usted al ministro

El Ujier.— No está visible.

Max.— ¡Ah! Es usted un gran lógico. Pero estará audible.

El Ujier.— Retírese, caballero. Éstas no son horas de audiencia.

Max.— Anúncieme usted.

El Ujier.— Es la orden... Y no vale ponerse pelmazo, caballero.

Dieguito.— Fernández, deje usted a ese caballero que pase.

Max.— ¡Al fin doy con un indígena civilizado! Valle-Inclán: Luces de Bohemia.

MUY CURIOSO, Y GENIAL. INCREIBLE, HASTA DONDE LLEGA ELCEREBRO

SI CONSIGUES LEER LAS PRIMERAS PALABRAS, EL CEREBRO DESCIFRARÁ LAS OTRAS.

C13R70 D14 D3 V3R4N0, 3574B4 3N L4 PL4Y4 0853RV4ND0 4 D05 CH1C45 8R1NC4ND0

3N 14 4R3N4, 357484N 7R484J484ND0 MUCH0 C0N57RUY3ND0 UN C4571LL0 D3 4R3N4

C0N 70RR35, P454D1Z05 0CUL705 Y PU3N735.

CU4ND0 357484N 4C484ND0 V1N0 UN4 0L4, D357RUY3ND0 70D0, R3DUC13ND0 3L

C4571LL0 4 UN M0N70N D3 4R3N4 Y 35PUM4.

P3N53 9U3 D35PU35 DE 74N70 35FU3RZ0 L45 CH1C45 C0M3NZ4R14N 4 L10R4R, P3R0

3N V3Z D3 350, C0RR13R0N P0R L4 P14Y4 R13ND0 Y JU64ND0, Y C0M3NZ4R0N 4

C0N57RU1R 07R0 C4571LL0. C0MPR3ND1 9U3 H4814 4PR3ND1D0 UN4 6R4N L3CC10N;

64574M05 MUCH0 713MP0 D3  NU357R4 V1D4 C0N57RUY3ND0 4L6UN4 C054, P3R0

CU4ND0 M45 74RD3 UN4 0L4 L1364 4 D357RU1R 70D0, S010 P3RM4N3C3 14 4M1574D,

3L 4M0R Y 3L C4R1Ñ0, Y L45 M4N05   D3 49U3LL05 9U3 50N C4P4C35 D3 H4C3RN05

50NRR31R.

S2L078S

Pérdida y recuperación del pelo.

Para luchar contra el pragmatismo y la horrible tendencia a la consecución de fines útiles, mi primo el mayor propugna el procedimiento de sacarse un buen pelo de la cabeza, hacerle un nudo en el medio, y dejarlo caer suavemente por el agujero del lavabo. Si este pelo se engancha en la rejilla que suele haber en dichos agujeros, bastará abrir un poco el grifo para que se pierda de vista. Sin malgastar un instante, hay que iniciar la tarea de recuperación del pelo.

La primera operación se reduce a desmontar el sifón del lavabo para ver si el pelo se ha enganchado en una de las rugosidades del caño. Si no se lo encuentra, hay que poner en descubierto el tramo de caño que va del sifón a la cañería de desagüe principal. Es seguro que en esa parte aparecerán muchos pelos, y habrá que contar con la ayuda del resto de la familia para examinarlos uno a uno en busca del nudo. Si no aparece, se planteará el interesante problema de romper la cañería hasta la planta baja, pero eso significa un esfuerzo mayor, pues habrá que comprar los cuatro pisos situados debajo del de mi primo el mayor.

Llegará el día en que podamos romper los caños de todos los pisos, y durante meses viviremos rodeados de palanganas y otros recipientes llenos de pelos mojados, así como de asistentes y mendigos a los que pagaremos generosamente para que busquen, separen clasifiquen y nos traigan los pelos posibles a fin de alcanzar la deseada certidumbre. Si el pelo no aparece, entraremos en una etapa mucho más vaga y complicada, porque el tramo siguiente nos lleva a las cloacas mayores de la ciudad.

Pero antes de eso, y quizá mucho antes, por ejemplo, a pocos centímetros de la boca del lavabo, a la altura del segundo piso, o en la primera cañería subterránea, puede suceder que encontremos el pelo. Basta pensar en la alegría que eso nos produciría, en el asombrado cálculo de los esfuerzos ahorrados por pura buena suerte, para justificar, para escoger, para exigir prácticamente una tarea semejante, que todo maestro consciente debería aconsejar a sus alumnos desde la más tierna infancia, en vez de secarles el alma con la regla de tres compuesta.

Cortázar, Julio : Historias de Cronopios y de famas, Buenos Aires, Minotauro, 1962..

TEXTO 6. Instrucciones para subir una escalera.

Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se sitúa un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquier otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso.

Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).

Llegado en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso.

Cortázar, Julio, Historias de Cronopios y de famas, Buenos Aires, Minotauro, 1962..

TEXTO 7.

Aplastamiento de las gotas.

Yo no sé, mira, es terrible cómo llueve. Llueve todo el tiempo, afuera tupido y gris, aquí contra el balcón con goterones cuajados y duros, que hacen plaf y se aplastan como bofetadas uno detrás de otro, qué hastío. Ahora aparece una gotita en lo alto del marco de la ventana; se queda temblequeando contra el cielo que la triza en mil brillos apagados, va creciendo y se tambalea, ya va a caer y no se cae, todavía no se cae. Está prendida con todas las uñas, no quiere caerse y se la ve que se agarra con los dientes mientras le crece la barriga; ya es una gotaza que cuelga majestuosa, y de pronto zup, ahí va, plaf, deshecha, nada, una viscosidad en el mármol.

Pero las hay que se suicidan y se entregan enseguida, brotan en el marco y ahí mismo se tiran; me parece ver la vibración del salto, sus piernitas desprendiéndose y el grito que las emborracha en esa nada del caer y aniquilarse. Tristes gotas, redondas inocentes gotas. Adiós gotas. Adiós.

Cortázar, Julio, Historias de Cronopios y de famas, Buenos Aires, Minotauro, 1962.

Por escrito gallina una

Con lo que pasa es nosotras exaltante. Rápidamente del posesionadas mundo estamos hurra. Era un inofensivo aparentemente cohete lanzado Cañaveral americanos Cabo por los desde. Razones se desconocidas por órbita de la desvió, y probablemente algo al rozar invisible la tierra devolvió a. Cresta nos cayó en la paf, y mutación golpe entramos de. Rápidamente la multiplicar aprendiendo de tabla estamos, dotadas muy literatura somos de historia, química menos un poco, desastre ahora hasta deportes, no importa pero: de será gallinas cosmos el, carajo qué.

Julio Cortázar La vuelta al día en ochenta mundos.Siglo XXI editores, Madrid, 1971.

Estación de la mano

A Gladys y Sergio Sergi.

La dejaba entrar por la tarde, abriéndole un poco la hoja de mi ventana que da al jardín, y la mano descendía ligeramente por los bordes de la mesa de trabajo, apoyándose apenas en la palma, los dedos sueltos y como distraídos, hasta venir a quedar inmóvil sobre el piano, o en el marco de un retrato, o a veces sobre la alfombra color vino. Amaba yo aquella mano porque nada tenía de voluntariosa y sí mucho de pájaro y hoja seca. ¿Sabía ella algo de mí? Sin titubear llegaba a la ventana por las tardes, a veces de prisa —con su pequeña sombra que de pronto se proyectaba sobre los papeles— y como urgiendo que le abriese; y otras lentamente, ascendiendo por los peldaños de la hiedra donde, a fuerza de escalarla, había calado un camino profundo. Las palomas de la casa la conocían bien; con frecuencia escuchaba yo de mañana un arrullar ansioso y sostenido, y era que la mano andaba por los nidos, ahuecándose para contener los pechos de tiza de las más jóvenes, la pluma áspera de los machos celosos. Amaba las palomas y los bocales de agua fresca; cuántas veces la encontré al borde de un vaso de cristal, con los dedos levemente mojados en el agua que se complacía y danzaba. Nunca la toqué; comprendía que aquello hubiera sido desatar cruelmente los hilos de un acaecer misterioso. Y muchos días anduvo la mano por mis cosas, abrió libros y cuadernos, puso su índice —con el cual sin duda leía— sobre mis más bellos poemas y los fue aprobando uno a uno. El tiempo transcurría. Los sucesos exteriores a los cuales debía mi vida someterse con dolor, principiaron a ondularse como curvas que sólo de sesgo me alcanzaban. Descuidé la aritmética, vi cubrirse de musgo mi más prolijo traje; apenas salía ahora de mi cuarto, a la espera cadenciosa de la mano, atisbando con ansiedad el primer— y más lejano y hundido— roce en la hiedra. Le puse nombres; me gustaba llamarla Dg, porque era un nombre sólo para pensarse. Incité su probable vanidad dejando anillos y pulseras sobre las repisas, espiando su actitud con secreta constancia. Varias veces creí que se adornaría con las joyas, pero ella las estudiaba dando vueltas en torno y sin tocarlas, a semejanza de una araña desconfiada; y aunque un día llegó a ponerse un anillo de amatista fue sólo un instante y lo abandonó como si le quemara. Yo me apresuré a esconder las joyas en su ausencia y desde entonces me pareció que estaba más complacida. Así declinaron las estaciones, unas esbeltas y otras con semanas ceñidas de luces violentas, sin que sus llamadas premiosas llegaran hasta nuestro ámbito. Todas las tardes volvía la mano, mojada con frecuencia por las lluvias otoñales, y la veía ponerse de espaldas sobre la alfombra, secarse prolijamente un dedo con otro, a veces con menudos saltos de cosa satisfecha. En los atardeceres de frío su sombra se teñía de violeta. Yo colocaba entonces un brasero a mis pies y ella se acurrucaba y apenas bullía, salvo para recibir, displicente, un álbum con grabados o un ovillo de lana que le gustaba anudar y retorcer. Era incapaz, lo advertí pronto, de estarse largo rato quieta. Un día encontró una artesa con arcilla, y se precipitó sobre la novedad; horas y horas modeló la arcilla mientras yo, de espaldas, fingía no preocuparme por su tarea. Naturalmente, modeló una mano. La dejé secar y la puse sobre el escritorio para probarle que su obra me agradaba. Pero era error: como a todo artista, a Dg terminó por molestarle la contemplación de esa otra mano rígida y algo convulsa. Al retirarla de la habitación, ella fingió por pudor no haberlo advertido. Mi interés se tornó bien pronto analítico. Cansado de maravillarme, quise saber; he ahí el invariable y funesto fin de toda aventura. Surgían las preguntas acerca de mi huésped: ¿Vegeta, siente, comprende, ama? Imaginé tests, tendí lazos, apronté experimentos. Había advertido que la mano, aunque capaz de leer, jamás escribía. Una tarde abrí la ventana y puse sobre la mesa un lapicero, cuartillas en blanco, y cuando entró Dg me marché para dejarla libre de toda timidez. Por la cerradura vi que hacía sus paseos habituales y luego, vacilante, iba hasta el escritorio y tomaba el lapicero. Oí el arañar de la pluma, y después de un tiempo ansioso entré en el cuarto. Sobre el papel, en diagonal y con letra perfilada, Dg había escrito: Esta resolución anula todas las anteriores hasta nueva orden. Jamás pude lograr que volviese a escribir. Transcurrido el periodo de análisis, comencé a querer de veras a Dg. Amaba su manera de mirar las flores de los búcaros, su rotación acompasada en torno a una rosa, aproximando la yema de los dedos h asta rozar los pétalos, y ese modo de ahuecarse para envolver una flor, sin tocarla, acaso su manera de aspirar la fragancia. Una tarde que yo cortaba las páginas de un libro recién comprado, observé que Dg parecía secretamente deseosa de imitarme. Salí entonces a buscar más libros, y pensé que tal vez le agradaría formar su propia biblioteca. Encontré curiosas obras que parecían escritas para manos, como otras para labios o cabellos, y adquirí también un puñal diminuto. Cuando puse todo sobre la alfombra— su lugar predilecto— Dg lo observó con su cautela acostumbrada. Parecía temerosa del puñal, y recién días después se decidió a tocarlo. Yo seguía cortando mis libros para infundirle confianza, y una noche (¿he dicho que sólo al alba se marchaba, llevándose las sombras?) principió ella a abrir sus libros y separar las páginas. Pronto se empeñó con una destreza extraordinaria; el puñal entraba en las carnes blancas u opalinas con gracia centelleante. Terminada la tarea, colocaba el cortapapel sobre una repisa —donde había acumulado objetos de su preferencia: lanas, dibujos, fósforos usados, un reloj de pulsera, montoncitos de ceniza— y descendía para acostarse de bruces en la alfombra y principiar, la lectura. Leía a gran velocidad, rozando las palabras con un dedo; cuando hallaba grabados, se echaba entera sobre la página y parecía como dormida. Noté que mi selección de libros había sido acertada; volvía una y otra vez a ciertas páginas (Étude de Mains de Gautier; un lejano poema mío que comienza: ; Le Gant de Crin de Reverdy) y colocaba hebras de lana para recordarlas. Antes de irse, cuando yo dormía ya en mi diván, encerraba sus volúmenes en un pequeño mueble que a tal propósito le destiné; y nunca hubo nada en desorden al despertar. De esta manera sin razones— plenamente basada en la simplicidad del misterio— convivimos un tiempo de estima y correspondencia. Toda indagación superada, toda sorpresa abolida, ¡qué acaecer total de perfección nos contenía! Nuestra vida, así, era una alabanza sin destino, canto puro y jamás presupuesto. Por mi ventana entraba Dg y con ella era el ingreso de lo absolutamente mío, rescatado al fin de la limitación de los parientes y las obligaciones, recíproco en mi voluntad de complacer a aquella que de tal forma me liberaba. Y vivimos así, por un tiempo que no podría contar, hasta que la sanción de lo real vino a incidir en mi flaqueza, ardida de celos por tanta plenitud fuera de sus cárceles pintadas. Una noche soñé: Dg se había enamorado de mis manos— la izquierda, sin duda, pues ella era diestra— y aprovechaba mi sueño para raptar a la amada cortándola de mi muñeca con el puñal. Me desperté aterrado, comprendiendo por primera vez la locura de dejar un arma en poder de aquella mano. Busqué a Dg, aún batido por las turbias aguas de la visión; estaba acurrucada en la alfombra y en verdad parecía atenta a los movimientos de mi siniestra. Me levanté y fui a guardar el puñal donde no pudiera alcanzarlo, pero después me arrepentí y se lo traje, haciéndome amargos reproches. Ella estaba como desencantada y tenía los dedos entreabiertos en una misteriosa sonrisa de tristeza. Yo sé que no volverá más. Tan torpe conducta puso en su inocencia la altivez y el rencor. —Yo sé que no volverá más! ¿Por qué reprochármelo, palomas, clamando allá arriba por la mano que no retorna a acariciarlas? ¿Por qué afanarse así, rosa de Flandes, si ella no te incluirá ya nunca en sus dimensiones prolijas? Haced como yo, que he vuelto a sacar cuentas, a ponerme mi ropa, y que paseo por la ciudad el perfil de un habitante correcto.

(Cortázar, Julio: La vuelta al día en ochenta mundos. Editorial Siglo XXI, Madrid, 1978)

Segunda lectura

A Toby le gusta ver pasar a la muchacha rubia por el patio. Levanta la cabeza y remueve un poco la cola, pero después se queda muy quieto, siguiendo con los ojos la fina sombra que a su vez va siguiendo a la muchacha rubia por las baldosas del patio.

En la habitación hace fresco, y Toby detesta el sol de la siesta; ni siquiera le gusta que la gente ande levantada a esa hora, y la única excepción es la muchacha rubia.

Para Toby la muchacha rubia puede hacer lo que se le antoje. Remueve otra vez la cola, satisfecho de haberla visto, y suspira.

Es simplemente feliz, la muchacha ha pasado por el patio, él la ha visto un instante, ha seguido con sus grandes ojos avellana la sombra en las baldosas.

Tal vez la muchacha rubia vuelva a pasar. Toby suspira de nuevo, sacude un momento la cabeza como para espantar una mosca, mete el pincel en el tarro y sigue aplicando la cola a la madera terciada .

Julio Cortázar, en Último round, México, Siglo XXI, 1999.

La noche boca arriba. Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos; le llamaban la guerra florida .

A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde, y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él— porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre— montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.

Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo sobre la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.

Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla, y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en las piernas. Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole a beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.

La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. , dijo él. . Los dos se rieron, y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.

Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.

Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían. Lo que más le torturaba era el olor, como si a un en la absoluta aceptación del sueño algo se rebelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. , pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor de la guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada horrible del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.

— Se va a caer de la cama— dijo el enfermo de al lado . No brinque tanto, amigazo.

Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.

Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no le iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.

Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. , pensó. . Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como el escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en los muchos prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.

Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces, los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.

— Es la fiebre— dijo el de la cama de al lado— . A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.

Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin ese acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. . De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.

Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el suelo, en un piso de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.

Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y tuvo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban delante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara frente a él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya se iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.

Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen translúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó, buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de humo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque otra vez estaba inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía la muerte, y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.

Cortísimo metraje

Automovilista en vacaciones recorre las montañas del centro de Francia, se aburre lejos de la cuidad y de la vida nocturna. Muchacha le hace el gesto usual del autoestop, tímidamente pregunta si dirección Beaune o Tournus. En la carretera unas palabras, hermoso perfil moreno que pocas veces pleno rostro, lacónicamente a las preguntas del que ahora, mirando los muslos desnudos contra el asiento rojo. Al término de un viraje el auto sale de la carretera y se pierde en lo más espeso. De reojo sintiendo como cruza las manos sobre la minifalda mientras el terror poco a poco. Bajo los árboles una profunda gruta vegetal donde se podrá, salta del auto, la otra portezuela y brutalmente por los hombros. La muchacha lo mira como si no, se deja bajar del auto sabiendo que en la soledad del bosque. Cuando la mano por la cintura para arrastrarla entre los árboles, pistola del bolso y a la sien. Después billetera, verifica bien llena, de paso roba el auto que abandonará unos kilómetros más lejos sin dejar la menor impresión digital porque en ese oficio no hay que descuidarse.

Julio Cortázar, Ultimo Round.

Lucas, sus pudores 

En los departamentos de ahora ya se sabe, el invitado va al baño y los otros siguen hablando de Biafra y de Michel Foucault, pero hay algo en el aire como si todo el mundo quisiera olvidarse de que tiene oídos y al mismo tiempo las orejas se orientan hacia el lugar sagrado que naturalmente en nuestra sociedad encogida está apenas a tres metros del lugar donde se desarrollan estas conversaciones de alto nivel, y es seguro que a pesar de los esfuerzos que hará el invitado ausente para no manifestar sus actividades, y los de los contertulios para activar el volumen del diálogo, en algún momento reverberará uno de esos sordos ruidos que oír se dejan en las circunstancias menos indicadas, o en el mejor de los casos el rasguido patético de un papel higiénico de calidad ordinaria cuando se arranca una hoja del rollo rosa o verde.

Si el invitado que va al baño es Lucas, su horror sólo puede compararse a la intensidad del cólico que lo ha obligado a encerrarse en el ominoso reducto. En ese horror no hay neurosis ni complejos, sino la certidumbre de un comportamiento intestinal recurrente, es decir que todo empezar lo mas bien, suave silencioso, pero ya al final, guardando la misma relación de la pólvora con los perdigones en un cartucho de caza, una detonación mas bien horrenda hará temblar los cepillos de dientes en sus soportes y agitarse la cortina de plástico de la ducha.

Nada puede hacer Lucas para evitarlo; ha probado todos los métodos, tales como inclinarse hasta tocar el suelo con la cabeza, echarse hacia atrás al punto de que los pies rozan la pared de enfrente, ponerse de costado e incluso, recurso supremo, agarrarse las nalgas y separarlas lo más posible para aumentar el diámetro del conducto proceloso. Vana es la multiplicación de silenciadores tales como echarse sobre los muslos todas las toallas al alcance y hasta las salidas de baño de los dueños de casa; prácticamente siempre, al término de lo que hubiera podido ser una agradable transferencia, el pedo final prorrumpe tumultuoso.

Cuando le toca a otro ir al baño, Lucas sufre por él pues está seguro que de un segundo a otro resonar el primer halalí de la ignominia; lo asombra un poco que la gente no parezca preocuparse demasiado por cosas así, aunque es evidente que no están desatentas de lo que ocurre e incluso lo cubren con choques de cucharitas en las tazas y corrimientos de sillones totalmente inmotivados. Cuando no sucede nada, Lucas se siente feliz y pide de inmediato otro coñac, al punto que termina por traicionarse y todo el mundo se da cuenta de que había estado tenso y angustiado mientras la señora de Broggi cumplimentaba sus urgencias. Cuán distinto, piensa Lucas, de la simplicidad de los niños que se acercan a la mejor reunión y anuncian: Mamá, quiero caca. Qué bienaventurado, piensa a continuación Lucas, el poeta anónimo que compuso aquella cuarteta donde se proclama que no hay placer más exquisito / que cagar bien despacito / ni placer más delicado / que después de haber cagado. Para remontarse a tales alturas ese señor debía estar exento de todo peligro de ventosidad intempestiva o tempestuosa, a menos que el baño de su casa estuviera en el piso de arriba o fuera esa piecita de chapas de zinc separada del rancho por una buena distancia.

Ya instalado en el terreno poético, Lucas se acuerda del verso del Dante en el que los condenados avevan dal cul fatto trombetta, y con esta remisión mental a la más alta cultura se considera un tanto disculpado de meditaciones que poco tienen que ver con lo que está diciendo el doctor Berenstein a propósito de la ley de alquileres.

Lucas, sus desconciertos 

Allí por el año del gofio Lucas iba mucho a los conciertos y dale con Chopin, Zoltan Kodaly, Pucciverdi y pare que te cuento Brahms y Beethoven y hasta Ottorino Respighi en las épocas flojas.

Ahora no va nunca y se las arregla con los discos y la radio o silbando recuerdos, Menuhin y Friedrich Gulda y Marian Anderson, cosas un poco paleolíticas en estos tiempos acelerados, pero la verdad es que en los conciertos le iba de mal en peor hasta que hubo un acuerdo de caballeros entre Lucas que dejó de ir y los acomodadores y parte del publico que dejaron de sacarlo a patadas. ¿A que se debía tan espasmódica discordancia? Si le preguntás, Lucas se acuerda de algunas cosas, por ejemplo la noche en el Colón cuando un pianista a la hora de los bises se lanzó con las manos armadas de Khatchaturian contra un teclado por completo indefenso, ocasión aprovechada por el público pare concederse una crisis de histeria cuya magnitud corresponda exactamente al estruendo alcanzado por el artista en los paroxismos finales, y ahí lo tenemos a Lucas buscando alguna cosa por el suelo entre las plateas y manoteando pare todos lados.

—¿Se le perdió algo, señor?— inquirió la señora entre cuyos tobillos proliferaban los dedos de Lucas

—La música, señora— dijo Lucas, apenas un segundo antes de que el senador Poliyatti le zampara la primera patada en el culo.

Hubo asimismo la velada de lieder en que una dame aprovechaba delicadamente los pianissimos de Lotte Lehman pare emitir una tos digna de las bocinas de un templo tibetano, razón por la cual en algún momento se oyó la voz de Lucas diciendo: "Si las vacas tosieran, toserían como esa señora", diagnóstico que determinó la intervención patriótica del doctor Chucho Belaustegui y el arrastre de Lucas con la cara pegada al suelo hasta su liberación final en el cordón de la vereda de la calle Libertad.

Es difícil tomarle gusto a los conciertos cuando pasan cosas así, se está mejor at home.

Lucas, su patriotismo

De mi pasaporte me gustan las páginas de las renovaciones y los sellos de visados redondos / triangulares / verdes / cuadrados / negros / ovalados / rojos; de mi imagen de Buenos Aires el transbordador sobre el Riachuelo, la plaza Irlanda, los jardines de Agronomía, algunos cafés que acaso ya no están, una cama en un departamento de Maipú casi esquina Córdoba, el olor y el silencio del puerto a medianoche en verano, los arboles de la plaza Lavalle.

Del país me queda un olor de acequias mendocinas, los álamos de Uspallata, el violeta profundo del cerro de Velasco en La Rioja, las estrellas chaqueñas en Pampa de Guanacos yendo de Salta a Misiones en un tren del año cuarenta y dos, un caballo que monte en Saladillo, el sabor del Cinzano con ginebra Gordon en el Boston de Florida, el olor ligeramente alérgico de las plateas del Colón, el superpullman del Luna Park con Carlos Beulchi y Mario Díaz, algunas lecherías de la madrugada, la fealdad de la Plaza Once, la lecture de Sur en los años dulcemente ingenuos, las ediciones a cincuenta centavos de Claridad con Roberto Arlt y Castelnuovo, y también algunos patios, claro, y sombras que me callo, y muertos.

Lucas, su patiotismo

El centro de la imagen serán los malvones, pero hay también glicinas, verano, mate a las cinco y media, la máquina de coser, zapatillas y lentas conversaciones sobre enfermedades y disgustos familiares, de golpe un polio dejando su firma entre dos sillas o el gato atrás de una paloma que lo sobra canchera. Todo eso huele a ropa tendida, a almidón azulado y a lejía, huele a jubilación, a factura surtida o tortas fritas, casi siempre a radio vecina con tangos y los avisos del Geniol, del aceite Cocinero que es de todos el primero, y a chicos pateando la pelota de trapo en el baldío del fondo, el Beto metió el gol de sobrepique.

Tan convencional todo, tan dicho que Lucas de puro pudor busca otras salidas, a la mitad del recuerdo decide acordarse de como a esa hora se encerraba a leer a Homero y Dickson Carr en su cuartito atorrante pare no escuchar de nuevo la operación del apéndice de la tía Pepa con todos los detalles luctuosos y la representación en vivo de las horribles náuseas de la anestesia, o la historia de la hipoteca de la calle Bulnes en la que el tío Alejandro se iba hundiendo de mate en mate hasta la apoteosis de los suspiros colectivos y todo va de mal en peor, Josefina, aquí trace falta un gobierno fuerte, carajo. Por suerte la Flora ahí para mostrar la foto de Clark Gable en el rotograbado de La Prensa y rememurmurar los momentos estelares de Lo que el vierto se llevó. A veces la abuela se acordaba de Francesca Bertini y el tío Alejandro de Barbara La Marr que era la mar de bárbara, vos y las vampiresas, ah los hombres, Lucas comprende que no hay nada que hacer, que ya está de nuevo en el patio, que la tarjeta postal sigue clavada pare siempre al borde del espejo del tiempo, pintada a mano con su franja de palomitas, con su leve borde negro.

Continuidad en los parques.

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi enseguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que le rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado; coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer. Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

Julio Cortázar.

Con legítimo orgullo. In Memoriam K.

Ninguno de nosotros recuerda el texto de la ley que obliga a recoger las hojas secas, pero estamos convencidos de que a nadie se le ocurriría que puede dejar de recogerlas; es una de esas cosas que vienen desde muy atrás, con las primeras lecciones de la infancia, y ya no hay demasiada diferencia entre los gestos elementales de atarse los zapatos o abrir los paraguas y los que hacemos al recoger las hojas secas a partir del dos de noviembre a las nueve de la mañana. Tampoco a nadie se le ocurriría discutir la oportunidad de esa fecha, es algo que figura en las costumbres del país y que tiene su razón de ser. La víspera nos dedicamos a visitar el cementerio, no se hace otra cosa que acudir a las tumbas familiares, barrer las hojas secas que las ocultan y confunden, aunque ese día las hojas secas no tienen importancia oficial, por así decir, a lo sumo son una penosa molestia de la que hay que librarse para luego cambiar el agua a los floreros y limpiar las huellas de los caracoles en las lápidas. Alguna vez se ha podido insinuar que la campaña contra las hojas secas podría adelantarse en dos o tres días, de manera que al llegar el primero de noviembre el cementerio estuviera ya limpio y las familias pudieran recogerse ante las tumbas sin el molesto barrido previo que suele provocar escenas penosas y nos distrae de nuestros deberes en ese día de recordación. Pero nunca hemos aceptado esas insinuaciones, como tampoco hemos creído que se pudieran impedir las expediciones a las selvas del norte, por más que nos cuesten. Son costumbres tradicionales que tienen su razón de ser, y muchas veces hemos oído a nuestros abuelos contestar severamente a esas voces anárquicas, haciendo notar que la acumulación de hojas secas en las tumbas sirve precisamente para mostrar a la colectividad la molestia que representan una vez avanzado el otoño, e incitarla así a participar con más entusiasmo en la labor que ha de iniciarse al día siguiente.

Toda la población está llamada a desempeñar una tarea en la campaña. La víspera, cuando regresamos del cementerio, la municipalidad ya ha instalado su quiosco pintado de blanco en medio de la plaza, y a medida que vamos llegando nos ponemos en fila y esperamos nuestro turno. Como la fila es interminable, la mayoría sólo puede volver muy tarde a su casa, pero tenemos la satisfacción de haber recibido nuestra tarjeta de manos de un funcionario municipal. En esa forma y a partir de la mañana siguiente, nuestra participación quedará registrada día tras día en las casillas de la tarjeta, que una máquina especial va perforando a medida que entregamos las bolsas de hojas secas o las jaulas con las mangostas, según la tarea que nos haya correspondido. Los niños son los que más se divierten porque les dan una tarjeta muy grande, que les encanta mostrar a sus madres, y los destinan a diversas tareas livianas pero sobre todo a vigilar el comportamiento de las mangostas. A los adultos nos toca el trabajo más pesado, puesto que además de dirigir a las mangostas debemos llenar las bolsas de arpillera con las hojas secas que han recogido las mangostas, y llevarlas a hombros hasta los camiones municipales. A los viejos se les confían las pistolas de aire comprimido con las que se pulveriza la esencia de serpiente sobre las hojas secas. Pero el trabajo de los adultos es el que exige la mayor responsabilidad, porque las mangostas suelen distraerse y no rinden lo que se espera de ellas; en ese caso nuestras tarjetas mostrarán al cabo de pocos días la insuficiencia de la labor realizada, y aumentarán las probabilidades de que nos envíen a las selvas del norte. Como es de imaginar hacemos todo lo posible por evitarlo, aunque llegado el caso reconocemos que se trata de una costumbre tan natural como la campaña misma, y no se nos ocurriría protestar; pero es humano que nos esforcemos lo más posible en hacer trabajar a las mangostas para conseguir el máximo de puntos en nuestras tarjetas, y que para ello seamos severos con las mangostas, los ancianos y los niños, elementos imprescindibles para el éxito de la campaña.

Nos hemos preguntado alguna vez cómo pudo nacer la idea de pulverizar las hojas secas con esencia de serpiente, pero después de algunas conjeturas desganadas acabamos por convenir en que el origen de las costumbres, sobre todo cuando son útiles y atinadas, se pierde en el fondo de la raza. Un buen día la municipalidad debió reconocer que la población no daba abasto para recoger las hojas que caen en otoño, y que sólo la utilización inteligente de las mangostas, que abundan en el país, podría cubrir el déficit. Algún funcionario proveniente de las ciudades linderas con la selva advirtió que las mangostas, indiferentes por completo a las hojas secas, se encarnizaban con ellas si olían a serpiente. Habrá hecho falta mucho tiempo para llegar a esos descubrimientos, para estudiar las reacciones de las mangostas frente a las hojas secas, para pulverizar las hojas secas a fin de que las mangostas las recogieran vindicativamente. Nosotros hemos crecido en una época en que ya todo estaba establecido y codificado, los criaderos de mangostas contaban con el personal necesario para adiestrarías, y las expediciones a las selvas volvían cada verano con una cantidad satisfactoria de serpientes. Esas cosas nos resultan tan naturales que sólo muy pocas veces y con gran esfuerzo volvemos a hacernos las preguntas que nuestros padres contestaban severamente en nuestra infancia, enseñándonos así a responder algún día a las preguntas que nos harían nuestros hijos. Es curioso que ese deseo de interrogarse sólo se manifieste, y aun así muy raramente, antes o después de la campaña. El dos de noviembre, apenas hemos recibido nuestras tarjetas y nos entregamos a las tareas que nos han sido asignadas, la justificación de cada uno de nuestros actos nos parece tan evidente que sólo un loco osaría poner en duda la utilidad de la campaña y la forma en que se la lleva a cabo. Sin embargo, nuestras autoridades han debido prever esa posibilidad porque en el texto de la ley impresa en el dorso de las tarjetas se señalan los castigos que se impondrían en tales casos; pero nadie recuerda que haya sido necesario aplicarlos.

Siempre nos ha admirado cómo la municipalidad distribuye nuestras labores de manera que la vida del estado y del país no se vean alteradas por la ejecución de la campaña. Los adultos dedicamos cinco horas diarias a recoger las hojas secas, antes o después de cumplir nuestro horario de trabajo en la administración o en el comercio. Los niños dejan de asistir a las clases de gimnasia y a las de entrenamiento cívico y militar, y los viejos aprovechan las horas de sol para salir de los asilos y ocupar sus puestos respectivos. Al cabo de dos o tres días la campaña ha cumplido su primer objetivo, y las calles y plazas del distrito central quedan libres de hojas secas. Los encargados de las mangostas tenemos entonces que multiplicar las precauciones, porque a medida que progresa la campaña las mangostas muestran menos encarnizamiento en su trabajo, y nos incumbe la grave responsabilidad de señalar el hecho al inspector municipal de nuestro distrito para que ordene un refuerzo de las pulverizaciones. Esta orden sólo la da el inspector después de haberse asegurado de que hemos hecho todo lo posible para que las mangostas sigan recogiendo las hojas, y si se comprobara que nos hemos apresurado frívolamente a pedir que se refuercen las pulverizaciones, correríamos el riesgo de ser inmediatamente movilizados y enviados a las selvas. Pero cuando decimos riesgo es evidente que exageramos, porque las expediciones a las selvas forman parte de las costumbres del estado a igual título que la campaña propiamente dicha, y a nadie se le ocurriría protestar por algo que constituye un deber como cualquier otro.

Se ha murmurado alguna vez que es un error confiar a los ancianos las pistolas pulverizadoras. Puesto que se trata de una antigua costumbre no puede ser un error, pero a veces ocurre que los ancianos se distraen y gastan una buena parte de la esencia de serpiente en un pequeño sector de la calle o una plaza, olvidando que deben distribuirlo en una superficie lo más amplia posible. Ocurre así que las mangostas se precipitan salvajemente sobre un montón de hojas secas, y en pocos minutos las recogen y las traen hasta donde las esperamos con las bolsas preparadas; pero después, cuando confiadamente creemos que van a seguir con el mismo tesón, las vemos detenerse, olisquearse entre ellas como desconcertadas, y renunciar a su tarea con evidentes signos de fatiga y hasta de disgusto. En esos casos el adiestrador apela a su silbato, y por un momento consigue que las mangostas junten algunas hojas, pero no tardamos en darnos cuenta de que la pulverización ha sido despareja y que las mangostas se resisten con razón a una tarea que de golpe ha perdido todo interés para ellas. Si se contara con suficiente cantidad de esencia de serpiente, jamás se plantearían estas situaciones de tensión en las que los ancianos, nosotros y el inspector municipal nos vemos abocados a nuestras respectivas responsabilidades y sufrimos enormemente; pero desde tiempo inmemorial se sabe que la provisión de esencia apenas alcanza para cubrir las necesidades de la campaña, y que en algunos casos las expediciones a las selvas no han alcanzado su objetivo, obligando a la municipalidad a apelar a sus exiguas reservas para hacer frente a una nueva campaña. Esta situación acentúa el temor de que la próxima movilización abarque un número mayor de reclutas, aunque al decir temor es evidente que exageramos, porque el aumento del número de reclutas forma parte de las costumbres del estado a igual título que la campaña propiamente dicha, y a nadie se le ocurriría protestar por algo que constituye un deber como cualquier otro. De las expediciones a las selvas se habla poco entre nosotros, y los que regresan están obligados a callar por un juramento del que apenas tenemos noticia. Estamos convencidos de que nuestras autoridades procuran evitarnos toda preocupación referente a las expediciones a las selvas del norte, pero desgraciadamente nadie puede cerrar los ojos a las bajas. Sin la menor intención de extraer conclusiones, la muerte de tantos familiares o conocidos en el curso de cada expedición nos obliga a suponer que la búsqueda de las serpientes en las selvas tropieza cada año con la despiadada resistencia de los habitantes del país fronterizo, y que nuestros conciudadanos han tenido que hacer frente, a veces con graves pérdidas, a su crueldad y a su malicia legendarias. Aunque no lo digamos públicamente, a todos nos indigna que una nación que no recoge las hojas secas se oponga a que cacemos serpientes en sus selvas. Nunca hemos dudado de que nuestras autoridades están dispuestas a garantizar que la entrada de las expediciones en ese territorio no obedece a otro motivo, y que la resistencia que encuentran se debe únicamente a un estúpido orgullo extranjero que nada justifica.

La generosidad de nuestras autoridades no tiene limites, incluso en aquellas cosas que podrían perturbar la tranquilidad pública. Por eso nunca sabremos —ni queremos saber, conviene subrayarlo— qué ocurre con nuestros gloriosos heridos. Como si quisieran evitarnos inútiles zozobras, sólo se da a conocer la lista de los expedicionarios ilesos y la de los muertos, cuyos ataúdes llegan en el mismo tren militar que trae a los expedicionarios y a las serpientes. Dos días después las autoridades y la población acuden al cementerio para asistir al entierro de los caídos. Rechazando el vulgar expediente de la fosa común, nuestras autoridades han querido que cada expedicionario tuviera su tumba propia, fácilmente reconocible por su lápida y las inscripciones que la familia puede hacer grabar sin impedimento alguno; pero como en los últimos años el número de bajas ha sido cada vez más grande, la municipalidad ha expropiado los terrenos adyacentes para ampliar el cementerio. Puede imaginarse entonces cuántos somos los que al llegar el primero de noviembre acudimos desde la mañana al cementerio para honrar las tumbas de nuestros muertos. Desgraciadamente el otoño ya está muy avanzado, y las hojas secas cubren de tal manera las calles y las tumbas que resulta muy difícil orientarse; con frecuencia nos confundimos completamente y pasamos varias horas dando vueltas y preguntando hasta ubicar la tumba que buscábamos. Casi todos llevamos nuestra escoba, y suele ocurrirnos barrer las hojas secas de una tumba creyendo que es la de nuestro muerto, y descubrir que estamos equivocados. Pero poco a poco vamos encontrando las tumbas, y ya mediada la tarde podemos descansar y recogernos. En cierto modo nos alegra haber tropezado con tantas dificultades para encontrar las tumbas porque eso prueba la utilidad de la campaña que va a comenzar a la mañana siguiente, y nos parece como si nuestros muertos nos alentaran a recoger las hojas secas, aunque no contemos con la ayuda de las mangostas que sólo intervendrán al día siguiente cuando las autoridades distribuyan la nueva ración de esencia de serpiente traída por los expedicionarios junto con los ataúdes de los muertos, y que los ancianos pulverizarán sobre las hojas secas para que las recojan las mangostas. Julio Cortázar: La vuelta al día en ochenta mundos. Editorial Siglo XXI, Madrid, 1978.

Vietato introdurre biciclette

En los bancos y casas de comercio de este mundo a nadie le importa un pito que alguien entre con un repollo bajo el brazo, o con un tucán, o soltando de la boca como un piolincito las canciones que me enseñó mi madre, o llevando de la mano un chimpancé con tricota a rayas. Pero apenas una persona entra con una bicicleta se produce un revuelo excesivo, y el vehículo es expulsado con violencia a la calle mientras su propietario recibe admoniciones vehementes de los empleados de la casa.

Para una bicicleta, ente dócil y de conducta modesta, constituye una humillación y una befa la presencia de carteles que la detienen altaneros delante de las bellas puertas de cristales de la ciudad. Se sabe que las bicicletas han tratado por todos los medios de remediar su triste condición social. Pero en absolutamente todos los países de la tierra está prohibido entrar con bicicletas. Algunos agregan: , lo cual duplica en las bicicletas y en los canes su complejo de inferioridad. Un gato, una liebre, una tortuga, pueden en principio entrar en Bunge & Born o en los estudios de los abogados de la calle San Martín sin ocasionar más que sorpresa, gran encanto entre telefonistas ansiosas o, a lo sumo, una orden al portero para que arroje a los susodichos animales a la calle.

Esto último puede suceder pero no es humillante, primero, porque sólo constituye una probabilidad entre muchas, y luego porque nace como efecto de una causa y no de una fría maquinación preestablecida, horrendamente impresa en chapas de bronce o de esmalte, tablas de la ley inexorable que aplastan la sencilla espontaneidad de las bicicletas, seres inocentes.

De todas maneras, - cuidado, gerentes! También las rosas son ingenuas y dulces, pero quizá sepáis que en una guerra de dos rosas murieron príncipes que eran como rayos negros, cegados por pétalos de sangre. No ocurra que las bicicletas amanezcan un día cubiertas de espinas; que las astas de sus manubrios crezcan y embistan, que acorazadas de furor arremetan en legión contra los cristales de las compañías de seguros y que el día luctuoso se cierre con baja general de acciones, con luto en veinticuatro horas, con duelos despedidos por tarjeta.

Lucas, sus sonetos.

Con la misma henchida satisfacción de una gallina, de tanto en tanto Lucas pone un soneto. Nadie se extrañe: huevo y soneto se parecen por lo riguroso, lo acabado, lo terso, lo frágilmente duro. Efímeros, incalculables, el tiempo y algo como la fatalidad los reiteran, idénticos y monótonos y perfectos.

Así, a lo muy largo de su vida Lucas ha puesto algunas docenas de sonetos, todos excelentes y algunos decididamente geniales. Aunque el rigor y lo cerrado de la forma no dejan mayor espacio para la innovación, su estro (en primera y también en segunda acepción) ha tratado de verter vino nuevo en odre viejo, apurando las aliteraciones y los ritmos, sin hablar de esa vieja maniática, la rima, a la cual le ha hecho hacer cosas tan extenuantes como aparear a Drácula con mácula. Pero hace ya tiempo que Lucas se cansó de operar internamente en el soneto y decidió enriquecerlo en su estructura misma, cosa aparentemente demencial dada la inflexibilidad quitinosa de este cangrejo de catorce patas.

Así nació el Zipper Sonnet, título que revela culpable indulgencia hacia las infiltraciones anglosajonas en nuestra literatura, pero que Lucas esgrimió después de considerar que el término “cierre relámpago” era penetrantemente estúpido, y que “cierre de cremallera” no mejoraba la situación. El lector habrá comprendido que este soneto puede y debe leerse como quien sube y baja un “zipper”, lo que ya está bien, pero que además la lectura de abajo arriba no da precisamente lo mismo que la de arriba abajo, resultado más bien obvio como intención pero difícil como escritura. A Lucas lo asombra un poco que cualquiera de las dos lecturas den (o en todo caso le den) una impresión de naturalidad, de por supuesto, de pero claro, de elementary my dear Watson, cuando para decir la verdad la fabricación del soneto le llevó un tiempo loco. Como causalidad y temporalidad son omnímodas en cualquier discurso apenas se quiere comunicar un significado complejo, digamos el contenido de un cuarteto, su lectura patas arriba pierde toda coherencia aunque cree imágenes o relaciones nuevas, ya que fallan los nexos sintácticos y los pasajes que la lógica del discurso exige incluso en las asociaciones más ilógicas. Para lograr puentes y pasajes fue preciso 3 14 que la inspiración funcionara de manera pendular, dejando ir y venir el desarrollo del poema a razón de dos o a lo más tres versos, probándolos apenas salidos de la pluma (Lucas pone sonetos con pluma, otra semejanza con la gallina) para ver si después de haber bajado la escalera se podía subirla sin tropezones nefandos. El hic es que catorce peldaños son muchos peldaños, y este Zipper Sonnet tiene en todo caso el mérito de una perseverancia maniática, cien veces rota por palabrotas y desalientos y bollos de papel al canasto pluf.

Pero al final, hosanna, hélo aquí el Zipper Sonnet que sólo espera del lector, aparte de la admiración, que establezca mental y respiratoriamente la puntuación, ya que si ésta figurara con sus signos no habría modo de pasar los peldaños sin tropezar feo.

ZIPPER SONNET

de arriba abajo o bien de abajo arriba

este camino lleva hacia sí mismo

simulacro de cima ante el abismo

árbol que se levanta o se derriba

quien en la alterna imagen lo conciba

será el poeta de este paroxismo

en un amanecer de cataclismo

náufrago que a la arena al fin arriba

vanamente eludiendo su reflejo

antagonista de la simetría

para llegar hasta el dorado gajo

visionario amarrándose a un espejo

obstinado hacedor de la poesía

de abajo arriba o bien de arriba abajo

¿Verdad que funciona? ¿Verdad que es- que son- bello (s)? Preguntas de esta índole hacíase Lucas trepando y descolgándose a y de los catorce versos resbalantes y metamorfoseantes, cuando héte aquí que apenas había terminado de esponjarse satisfecho como toda gallina que ha puesto su huevo tras meritorio empujón retropropulsor, desembarcó procedente de Sao Paulo su amigo el poeta Haroldo de Campos, a quien toda combinatoria semántica exalta a niveles tumultuosos, razón por la cual pocos días después Lucas vio con maravillada estupefacción su soneto vertido al portugués y considerablemente mejorado como podrá verificarse a continuación:

ZIPPER SONNET

De cima abaixo ou ja de baixo acima

este caminho é o mesmo em seu tropismo

simulacro de cimo frente o abismo

árvore que ora alteia ora declina

quem na dupla figura assim o imprima

sera' o poeta deste paroxismo

num desanoitecer de cataclismo

náufrago que na areia ao fim reclina

iludido a eludir o seu reflexo

contraventor da própria simetria

ao ramo de ouro erguendo o alterno braço

visionário a que o espelho empresta

um nexo refator contumaz desta poesia

de baixo acima o ja'de cima abaixo.

Veamos algún ejemplo de las cualidades del soneto en otros autores:

No es fácil componer un buen soneto

si te haces exigente en las medidas

y justo al verso das las consabidas

letras que pone y quita el alfabeto

Esto es medir. Ya puedes el secreto

compartir con las huestes atrevidas

que, con poco meollo y pocas bridas

no alcanzan nunca el último terceto

Diles que no nos den cien sinalefas

cien diéresis o que por fas o nefas

no vengan por centímetros las cosas

Medida es esto y lo demás es cuento

Patenta en cuanto puedas el invento

y no lo toques más como a las rosas

José García Nieto

La perfección del soneto radica también en su flexibilidad: puede ser un huevo o un cubo:

No es fácil componer un buen soneto

si te haces exigente en las medidas

y justo al verso das las consabidas

letras que pone y quita el alfabeto

Esto es medir. Ya puedes el secreto

compartir con las huestes atrevidas

que, con poco meollo y pocas bridas

no alcanzan nunca el último terceto

Diles que no nos den cien sinalefas

cien diéresis o que por fas o nefas

no vengan por centímetros las cosas

Medida es esto y lo demás es cuento

Patenta en cuanto puedas el invento

y no lo toques más como a las rosas

José García Nieto.

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Departamento de Lengua castellana y Literatura. Curso 2007-2008

Cuestionario de la asignatura

Para resolver este cuestionario será necesario utilizar el cuadernillo de la asignatura, el libro de texto y un buscador de Internet que permita llegar a los datos de forma rápida. Para ello, el profesor facilitará en alguna ocasión el acceso al aula de Informática. Se entiende que todas las preguntas van referidas a a textos del cuadernillo o del libro si no se dice lo contrario explícitamente.

Las respuestas al cuestionario deberán ser entregadas de forma correcta emn las fechas que se señalen y los retrasos serán penalizados salvo enfermedad grave.

Todos los alumnos deberán entregar un mínimo de tres preguntas y un máximo de seis, asignadas por el profesor.

Páginas Web recomendadas:





(Departamento de Lengua IES DO CASTRO)









(Sobre Literatura española e hispanoamericana en general)











Libro de Texto: Lengua castellana y Literatura. 2º de Bachillerato. OXFORD EDUCACIÓN 2003.

Cuestionario

1. Intertextualidad

A) Hay un poema de Bécquer que no figura en la antología, cuyo último verso se recoge en otro de un poeta homosexual que falleció debido a una enfermedad relacionada en aquel momento con su condición sexual: anliza los dos poemase e indica qué aporta el de Bécquer al sentido, muy distinto, del otro.

B) Busca un poema de Antonio Machado que contiene un símbolo poético tomado de otro de Rosalía; analízalos y explícalos. Indica también un poema de Bécquer en el que aparece el mismo motivo y explica las diferencias.

C) ¿Cuál es el poema más breve de la antología? ¿Con qué poema de un autor chileno vanguardista que aparece en una columna lateral del libro se relaciona? ¿Cuáles son los sentidos del símbolo que se cita y cuál es el tema último de estos poemas?

D) El Soneto final de Miguel Hernández recoge dos motivos ya citados en este cuestionario; coméntalos en relación al sentido del poema y del libro al que pertenece. Además el primer cuarteto nos conduce a un poeta del siglo de oro muy amigo de este tipo de imágenes literarias. Indica quién es este poeta y reproduce parcialmente algún texto de este que muestre parecido con el cuarteto. Prueba a buscar en Google el nombre del poeta combinado con alguna de las palabras claves del cuarteto y encontrarás lo que buscas.

E) El soneto Cuerpo de mujer de Blas de Otero indica explícitamente su fuente al comienzo; busca el poema de Quevedo que le sirve de base y explora los campos poéticos relacionados con la luz en ambos sonetos. Ayúdate con un diccionario mitológico.

F) En el poema de Joaquín Sabina Contigo hay muchas referencias a canciones, poemas u obras literarias conocidas; dos de ellas hacen referencias a ciudades famosas, otra a una obra literaria mítica y la cuarta a una canción popular española. Indícalas y explica su sentido en el poema. ¿Como calificarías el amor que se presenta en esta canción?

G) Busca los elementos simbólicos actuales que aparecen en Pongamos que hablo de Madrid de Sabina y los elementos simbólicos históricos de De purísima y oro del mismo autor. De qué época habla este último poema? ¿Qué elementos intertextuales y culturales destacan en el poema?

H) En el libro de texto aparece un poema de Cernuda cuyo título está extraído de un verso de Bécquer que también aparece en el libro. ¿Cuál es el tema de ambos poemas? ¿Qué particularidad sintáctica tiene el poema de Cernuda que solo se explica por su intertextualidad con el de Bécquer?

I) Busca en los poemas modernistas del libro o de la antología 15 referencias musicales y clasifícalas según el siguiente esquema: instrumentos, composiciones, motivos, metáforas y símbolos. Por otra parte ¿qué entienden por musicalidad los modernistas?

J) En el cuadernillo aparecen dos albas de distinto estilo, y contenido; analízalas explicando su sentido amoroso y político respectivamente. Para este último necesitarás Internet.

2. ENIGMAS

A) En la página 14 aparecen 4 sonetos a los que se les han suprimido las palabras clave y se han sustituido por una línea horizontal. Averigua los enigmas y justifica el hallazgo. Nota: en soneto de Juan Ismael ignora el 2º cuarteto que solo te despistará.

B) En el poema Tren y buque se esconde una aliteración que aparece explicada en otra parte del cuadernillo. Analiza El poema y explíca la aliteración en su contexto.

C) ¿Qué símbolo aparece en el poema de Juan Ramón “Una a una las hojas secas van cayendo”? ¿Qué expresa? Analiza el poema.

D) ¿Qué es un retruécano? Busca algunos en dos poemas de Sabina y explica su función respecto al texto o la frase en que aparece. Analiza uno de los poemas.

E) Así son ¿Cuál es la figura central de este poema? ¿Qué aporta al sentido del mismo? Analiza el poema.

F) Al buen Pedro. ¿Cuál es la figura que da forma a todo el poema? ¿Qué relación tiene con la necesidad descriptiva y con el contraste de personajes? Sintetiza el mensaje que esconde el poema. Analízalo.

G) Hay en la antología un texto en prosa de carácter claramente lírico. Encuéntralo, analízalo y explica su naturaleza.

3. OTRAS CUESTIONES

A) Analiza toda la información implícita que se puede deducir en el poema Las cuatro y diez. Sitúalo en el tiempo por las referencias que contiene.

B) La segunda Poética de José Martí se relaciona con dos vertientes poéticas explicadas en clase: explícalas y pon ejemplos modernistas de los autores estudiados: Juan Ramón, Machado, Rubén Darío.

C) Averigua a qué ámbito pertenece la forma lingüística del poema considerando en frío, imparcialmente. Para ello puedes utilizar el buscador y las palabras lingüísticamente significativas en cuanto a la forma del texto. Analiza el poema.

D) Texto en prosa número 11 (página 30) ¿De qué máquina habla? Justifica tu respuesta. Ayúdate del contexto histórico. Analiza el texto.

E) Texto en prosa número 5 (página 32) ¿Quién habla y de qué? Analízalo.

F) Texto 3 de Teatro (página 34) Acotación: De repente el grillo del teléfono se orina en el gran regazo burocrático. Humor, metáfora y esperpento. Analízala y busca semejanzas en algún texto de Gómez de la Serna. ¿En qué se parecen? Analiza el fragmento.

G) Villatripas: humor y ambigüedad. Explica todos los rasgos de humor de la canción.

H) El sarcasmo en LA HOGUERA. Humor macabro.

I) CORRESPONDENCIAS (L.T. Pág. 188). Puede considerarse como una especie de manifiesto del simbolismo. Explica por qué. Relaciona tu respuesta con tres poemas de paisaje simbólico de autores como Bécquer, Rosalía, Machado o Juan Ramón. Relaciónala también con algún poema de este último donde el color tenga carácter simbólico como el amarillo.

J) Analiza todos los elementos comunes (no métricos) a los tres poemas de Rafael Morales (Cuadernillo pág. 8).

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[1]portulano. (Del it. portolano, y este del lat. portus, puerto). 1. m. Colección de planos de varios puertos, encuadernada en forma de atlas.

[2]sirte. 1. f. Bajo de arena.

[3]fanal. (Del it. fanale, y este del gr.). 1. m. Farol grande que se coloca en las torres de los puertos para que su luz sirva de señal nocturna.

[4]. Obsérvese el siguiente fragmento de Juan Ramón Jiménez del poema titulado TREN Y BUQUE:

—¡Dulces luces azules de túneles y puertos,

que alumbráis solamente una flor, una onda;

que unís, calladamente, entre la madrugada,

la frente y el cristal con estrellas remotas!—

(...)

¡Buque oscuro que avanza entre buques dormidos,

lento, y para suave, el sueño de sus cosas;

(...)

[5]De nuevo Juan Ramón Jiménez ilustra la teoría de Grijelmo:

Abril venía, lleno

-012• – '(—˜›¤á

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öòçß×òÐòÐòÈòÁò¹®ÁòÈ£™ÈòÐòÐò•òÁ?…|…™òÐòÐòÐòÈtodo de flores amarillas:

amarillo el arroyo,

amarillo el vallado, la colina,

el cementerio de los niños,

el huerto aquel donde el amor vivía.

El sol unjía de amarillo el mundo,

con sus luces caídas;

(...)

[6]Pechos.

[7]La navaja.

[8]Pañí de muelle: sifón.

[9]Ojos.

[10]Huevos.

[11]Mirar, percatarse.

[12]Argentina. *Abrigo o *capa de señora o de niño.

[13](Venezuela). «Arrabalero». Habitante de las *afueras de una ciudad.

[14]Seguramente de remallar. Arreglar o reforzar las *mallas viejas o rotas. ‘Remendada’.

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