Los gallinazos sin plumas - Moodle USP: e-Disciplinas

Los gallinazos sin plumas

[Cuento. Texto completo]

Julio Ram¨®n Ribeyro

A las seis de la ma?ana la ciudad se levanta de puntillas y comienza a dar sus primeros

pasos. Una fina niebla disuelve el perfil de los objetos y crea como una atm¨®sfera

encantada. Las personas que recorren la ciudad a esta hora parece que est¨¢n hechas de

otra sustancia, que pertenecen a un orden de vida fantasmal. Las beatas se arrastran

penosamente hasta desaparecer en los p¨®rticos de las iglesias. Los noct¨¢mbulos,

macerados por la noche, regresan a sus casas envueltos en sus bufandas y en su

melancol¨ªa. Los basureros inician por la avenida Pardo su paseo siniestro, armados de

escobas y de carretas. A esta hora se ve tambi¨¦n obreros caminando hacia el tranv¨ªa,

polic¨ªas bostezando contra los ¨¢rboles, canillitas morados de fr¨ªo, sirvientas sacando los

cubos de basura. A esta hora, por ¨²ltimo, como a una especie de misteriosa consigna,

aparecen los gallinazos1 sin plumas.

A esta hora el viejo don Santos se pone la pierna de palo y sent¨¢ndose en el colch¨®n

comienza a berrear:

-?A levantarse! ?Efra¨ªn, Enrique! ?Ya es hora!

Los dos muchachos corren a la acequia del corral¨®n frot¨¢ndose los ojos lega?osos. Con

la tranquilidad de la noche el agua se ha remansado y en su fondo transparente se ven

crecer yerbas y deslizarse ¨¢giles infusorios. Luego de enjuagarse la cara, coge cada cual

su lata y se lanzan a la calle. Don Santos, mientras tanto, se aproxima al chiquero y con

su larga vara golpea el lomo de su cerdo que se revuelca entre los desperdicios.

-?Todav¨ªa te falta un poco, marrano! Pero aguarda no m¨¢s, que ya llegar¨¢ tu turno.

Efra¨ªn y Enrique se demoran en el camino, trep¨¢ndose a los ¨¢rboles para arrancar moras

o recogiendo piedras, de aquellas filudas que cortan el aire y hieren por la espalda.

Siendo a¨²n la hora celeste llegan a su dominio, una larga calle ornada de casas elegantes

que desemboca en el malec¨®n.

Ellos no son los ¨²nicos. En otros corralones, en otros suburbios alguien ha dado la voz

de alarma y muchos se han levantado. Unos portan latas, otros cajas de cart¨®n, a veces

s¨®lo basta un peri¨®dico viejo. Sin conocerse forman una especie de organizaci¨®n

clandestina que tiene repartida toda la ciudad. Los hay que merodean por los edificios

p¨²blicos, otros han elegido los parques o los muladares. Hasta los perros han adquirido

sus h¨¢bitos, sus itinerarios, sabiamente aleccionados por la miseria.

Efra¨ªn y Enrique, despu¨¦s de un breve descanso, empiezan su trabajo. Cada uno escoge

una acera de la calle. Los cubos de basura est¨¢n alineados delante de las puertas. Hay

que vaciarlos ¨ªntegramente y luego comenzar la exploraci¨®n. Un cubo de basura es

siempre una caja de sorpresas. Se encuentran latas de sardinas, zapatos viejos, pedazos

de pan, pericotes muertos, algodones inmundos. A ellos s¨®lo les interesan los restos de

comida. En el fondo del chiquero, Pascual recibe cualquier cosa y tiene predilecci¨®n por

las verduras ligeramente descompuestas. La peque?a lata de cada uno se va llenando de

tomates podridos, pedazos de sebo, extra?as salsas que no figuran en ning¨²n manual de

cocina. No es raro, sin embargo, hacer un hallazgo valioso. Un d¨ªa Efra¨ªn encontr¨® unos

tirantes con los que fabric¨® una honda. Otra vez una pera casi buena que devor¨® en el

acto. Enrique, en cambio, tiene suerte para las cajitas de remedios, los pomos brillantes,

las escobillas de dientes usadas y otras cosas semejantes que colecciona con avidez.

Despu¨¦s de una rigurosa selecci¨®n regresan la basura al cubo y se lanzan sobre el

pr¨®ximo. No conviene demorarse mucho porque el enemigo siempre est¨¢ al acecho. A

veces son sorprendidos por las sirvientas y tienen que huir dejando regado su bot¨ªn.

Pero, con m¨¢s frecuencia, es el carro de la Baja Polic¨ªa el que aparece y entonces la

jornada est¨¢ perdida.

Cuando el sol asoma sobre las lomas, la hora celeste llega a su fin. La niebla se ha

disuelto, las beatas est¨¢n sumidas en ¨¦xtasis, los noct¨¢mbulos duermen, los canillitas

han repartido los diarios, los obreros trepan a los andamios. La luz desvanece el mundo

m¨¢gico del alba. Los gallinazos sin plumas han regresado a su nido.

Don Santos los esperaba con el caf¨¦ preparado.

-A ver, ?qu¨¦ cosa me han tra¨ªdo?

Husmeaba entre las latas y si la provisi¨®n estaba buena hac¨ªa siempre el mismo

comentario:

-Pascual tendr¨¢ banquete hoy d¨ªa.

Pero la mayor¨ªa de las veces estallaba:

-?Idiotas! ?Qu¨¦ han hecho hoy d¨ªa? ?Se han puesto a jugar seguramente! ?Pascual se

morir¨¢ de hambre!

Ellos hu¨ªan hacia el emparrado, con las orejas ardientes de los pescozones, mientras el

viejo se arrastraba hasta el chiquero. Desde el fondo de su reducto el cerdo empezaba a

gru?ir. Don Santos le aventaba la comida.

-?Mi pobre Pascual! Hoy d¨ªa te quedar¨¢s con hambre por culpa de estos zamarros. Ellos

no te engr¨ªen como yo. ?Habr¨¢ que zurrarlos para que aprendan!

Al comenzar el invierno el cerdo estaba convertido en una especie de monstruo

insaciable. Todo le parec¨ªa poco y don Santos se vengaba en sus nietos del hambre del

animal. Los obligaba a levantarse m¨¢s temprano, a invadir los terrenos ajenos en busca

de m¨¢s desperdicios. Por ¨²ltimo los forz¨® a que se dirigieran hasta el muladar que estaba

al borde del mar.

-All¨ª encontrar¨¢n m¨¢s cosas. Ser¨¢ m¨¢s f¨¢cil adem¨¢s porque todo est¨¢ junto.

Un domingo, Efra¨ªn y Enrique llegaron al barranco. Los carros de la Baja Polic¨ªa,

siguiendo una huella de tierra, descargaban la basura sobre una pendiente de piedras.

Visto desde el malec¨®n, el muladar formaba una especie de acantilado oscuro y

humeante, donde los gallinazos y los perros se desplazaban como hormigas. Desde lejos

los muchachos arrojaron piedras para espantar a sus enemigos. El perro se retir¨®

aullando. Cuando estuvieron cerca sintieron un olor nauseabundo que penetr¨® hasta sus

pulmones. Los pies se les hund¨ªan en un alto de plumas, de excrementos, de materias

descompuestas o quemadas. Enterrando las manos comenzaron la exploraci¨®n. A veces,

bajo un peri¨®dico amarillento, descubr¨ªan una carro?a devorada a medios. En los

acantilados pr¨®ximos los gallinazos espiaban impacientes y algunos se acercaban

saltando de piedra en piedra, como si quisieran acorralarlos. Efra¨ªn gritaba para

intimidarlos y sus gritos resonaban en el desfiladero y hac¨ªan desprenderse guijarros que

rodaban hac¨ªa el mar. Despu¨¦s de una hora de trabajo regresaron al corral¨®n con los

cubos llenos.

-?Bravo! -exclam¨® don Santos-. Habr¨¢ que repetir esto dos o tres veces por semana.

Desde entonces, los mi¨¦rcoles y los domingos, Efra¨ªn y Enrique hac¨ªan el trote hasta el

muladar. Pronto formaron parte de la extra?a fauna de esos lugares y los gallinazos,

acostumbrados a su presencia, laboraban a su lado, graznando, aleteando, escarbando

con sus picos amarillos, como ayud¨¢ndoles a descubrir la pista de la preciosa suciedad.

Fue al regresar de una de esas excursiones que Efra¨ªn sinti¨® un dolor en la planta del pie.

Un vidrio le hab¨ªa causado una peque?a herida. Al d¨ªa siguiente ten¨ªa el pie hinchado,

no obstante lo cual prosigui¨® su trabajo. Cuando regresaron no pod¨ªa casi caminar, pero

don Santos no se percat¨® de ello, pues ten¨ªa visita. Acompa?ado de un hombre gordo

que ten¨ªa las manos manchadas de sangre, observaba el chiquero.

-Dentro de veinte o treinta d¨ªas vendr¨¦ por ac¨¢ -dec¨ªa el hombre-. Para esa fecha creo

que podr¨¢ estar a punto.

Cuando parti¨®, don Santos echaba fuego por los ojos.

-?A trabajar! ?A trabajar! ?De ahora en adelante habr¨¢ que aumentar la raci¨®n de

Pascual! El negocio anda sobre rieles.

A la ma?ana siguiente, sin embargo, cuando don Santos despert¨® a sus nietos, Efra¨ªn no

se pudo levantar.

-Tiene una herida en el pie -explic¨® Enrique-. Ayer se cort¨® con un vidrio.

Don Santos examin¨® el pie de su nieto. La infecci¨®n hab¨ªa comenzado.

-?Esas son patra?as! Que se lave el pie en la acequia y que se envuelva con un trapo.

-?Pero si le duele! -intervino Enrique-. No puede caminar bien.

Don Santos medit¨® un momento. Desde el chiquero llegaban los gru?idos de Pascual.

-Y ?a m¨ª? -pregunt¨® d¨¢ndose un palmazo en la pierna de palo-. ?Acaso no me duele la

pierna? Y yo tengo setenta a?os y yo trabajo... ?Hay que dejarse de ma?as!

Efra¨ªn sali¨® a la calle con su lata, apoyado en el hombro de su hermano. Media hora

despu¨¦s regresaron con los cubos casi vac¨ªos.

-?No pod¨ªa m¨¢s! -dijo Enrique al abuelo-. Efra¨ªn est¨¢ medio cojo.

Don Santos observ¨® a sus dos nietos como si meditara una sentencia.

-Bien, bien -dijo rasc¨¢ndose la barba rala y cogiendo a Efra¨ªn del pescuezo lo arre¨®

hacia el cuarto-. ?Los enfermos a la cama! ?A podrirse sobre el colch¨®n! Y t¨² har¨¢s la

tarea de tu hermano. ?Vete ahora mismo al muladar!

Cerca de mediod¨ªa Enrique regres¨® con los cubos repletos. Lo segu¨ªa un extra?o

visitante: un perro escu¨¢lido y medio sarnoso.

-Lo encontr¨¦ en el muladar -explic¨® Enrique -y me ha venido siguiendo.

Don Santos cogi¨® la vara.

-?Una boca m¨¢s en el corral¨®n!

Enrique levant¨® al perro contra su pecho y huy¨® hacia la puerta.

-?No le hagas nada, abuelito! Le dar¨¦ yo de mi comida.

Don Santos se acerc¨®, hundiendo su pierna de palo en el lodo.

-?Nada de perros aqu¨ª! ?Ya tengo bastante con ustedes!

Enrique abri¨® la puerta de la calle.

-Si se va ¨¦l, me voy yo tambi¨¦n.

El abuelo se detuvo. Enrique aprovech¨® para insistir:

-No come casi nada..., mira lo flaco que est¨¢. Adem¨¢s, desde que Efra¨ªn est¨¢ enfermo,

me ayudar¨¢. Conoce bien el muladar y tiene buena nariz para la basura.

Don Santos reflexion¨®, mirando el cielo donde se condensaba la gar¨²a. Sin decir nada,

solt¨® la vara, cogi¨® los cubos y se fue rengueando hasta el chiquero.

Enrique sonri¨® de alegr¨ªa y con su amigo aferrado al coraz¨®n corri¨® donde su hermano.

-?Pascual, Pascual... Pascualito! -cantaba el abuelo.

-T¨² te llamar¨¢s Pedro -dijo Enrique acariciando la cabeza de su perro e ingres¨® donde

Efra¨ªn.

Su alegr¨ªa se esfum¨®: Efra¨ªn inundado de sudor se revolcaba de dolor sobre el colch¨®n.

Ten¨ªa el pie hinchado, como si fuera de jebe y estuviera lleno de aire. Los dedos hab¨ªan

perdido casi su forma.

-Te he tra¨ªdo este regalo, mira -dijo mostrando al perro-. Se llama Pedro, es para ti, para

que te acompa?e... Cuando yo me vaya al muladar te lo dejar¨¦ y los dos jugar¨¢n todo el

d¨ªa. Le ense?ar¨¢s a que te traiga piedras en la boca.

?Y el abuelo? -pregunt¨® Efra¨ªn extendiendo su mano hacia el animal.

-El abuelo no dice nada -suspir¨® Enrique.

Ambos miraron hacia la puerta. La gar¨²a hab¨ªa empezado a caer. La voz del abuelo

llegaba:

-?Pascual, Pascual... Pascualito!

Esa misma noche sali¨® luna llena. Ambos nietos se inquietaron, porque en esta ¨¦poca el

abuelo se pon¨ªa intratable. Desde el atardecer lo vieron rondando por el corral¨®n,

hablando solo, dando de varillazos al emparrado. Por momentos se aproximaba al

cuarto, echaba una mirada a su interior y al ver a sus nietos silenciosos, lanzaba un

salivazo cargado de rencor. Pedro le ten¨ªa miedo y cada vez que lo ve¨ªa se acurrucaba y

quedaba inm¨®vil como una piedra.

-?Mugre, nada m¨¢s que mugre! -repiti¨® toda la noche el abuelo, mirando la luna.

A la ma?ana siguiente Enrique amaneci¨® resfriado. El viejo, que lo sinti¨® estornudar en

la madrugada, no dijo nada. En el fondo, sin embargo, present¨ªa una cat¨¢strofe. Si

Enrique enfermaba, ?qui¨¦n se ocupar¨ªa de Pascual? La voracidad del cerdo crec¨ªa con su

gordura. Gru?¨ªa por las tardes con el hocico enterrado en el fango. Del corral¨®n de

Nemesio, que viv¨ªa a una cuadra, se hab¨ªan venido a quejar.

Al segundo d¨ªa sucedi¨® lo inevitable: Enrique no se pudo levantar. Hab¨ªa tosido toda la

noche y la ma?ana lo sorprendi¨® temblando, quemado por la fiebre.

-?T¨² tambi¨¦n? -pregunt¨® el abuelo.

Enrique se?al¨® su pecho, que roncaba. El abuelo sali¨® furioso del cuarto. Cinco minutos

despu¨¦s regres¨®.

-?Est¨¢ muy mal enga?arme de esta manera! -pla?¨ªa-. Abusan de m¨ª porque no puedo

caminar. Saben bien que soy viejo, que soy cojo. ?De otra manera los mandar¨ªa al diablo

y me ocupar¨ªa yo solo de Pascual!

Efra¨ªn se despert¨® quej¨¢ndose y Enrique comenz¨® a toser.

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